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Hizo un esfuerzo por encontrar palabras, por recuperar el contacto.

– Me han llamado. Estábamos a pocos kilómetros. Tenía que ir a echar un vistazo.

– Muy bien. O sea, que has ido.

Tim respiró hondo.

– Y ha confesado.

Ella intentaba matizar el tono de voz, pero Tim percibió la frustración que traslucía.

– Tim, eres el padre de la víctima. Te han llamado ¡legalmente desde el escenario del crimen para cometer un acto de venganza criminal. Explícame de qué nos sirve que haya confesado ante ti. -Dejó el botellón de vodka en el suelo con un golpe seco-. Ese tipo se llevó a nuestra hija y la violó. La despedazó. Y tú has ido a verle, has puesto en peligro el escenario del crimen y la detención, y luego has dejado que se fuera.

– Creo que tenía un cómplice.

Dray enarcó las cejas.

– Fowler no me ha dicho nada de eso.

– Kindell ha dicho que no «debía» matarla, como si existiera un acuerdo previo entre él y alguna otra persona.

– Igual quería decir que no tenía intención de matarla. O que era consciente de que era ilegal.

– Es posible. Pero luego ha empezado a hacer referencia a otra persona, un hombre, y se ha mordido la lengua.

– Entonces, ¿cómo es que Gutierez y Harrison no se han puesto a investigarlo?

– Es evidente que no estaban al tanto.

– ¿Y lo van a investigar ahora?

– Más les vale.

El despertador de Ginny emitió un tenue zumbido al anunciar la hora; el sonido cogió a Tim por sorpresa, como una puñalada en el corazón. A Dray se le demudó el gesto y se apresuró a tomar otro trago de vodka. Por un momento se habían abandonado al espejismo de que no había nada personal en el asunto, de que no eran más que dos polis charlando.

Dray se enjugó las lágrimas de las mejillas con el puño de la sudadera, que llevaba por encima de la mano como una cría.

– De modo que el escenario del crimen está contaminado y además existe la posibilidad de que el asesino tenga un cómplice.

– Así es, por desgracia.

– Ni siquiera estás enfadado.

– Sí que lo estoy. Pero la ira no sirve de nada.

– ¿Qué sirve de algo?

– Eso es lo que intento averiguar. -No la miraba, pero oyó que echaba otro trago de vodka.

– Con toda la preparación que tienes en operaciones especiales, como ingeniero de combate y en el Centro de Formación de Agentes Federales, aun bajo presión, deberías haber sabido establecer prioridades. No tendrías que haber ido, Timmy.

– No me llames Timmy. -Se puso en pie y se limpió las palmas de las manos en los pantalones-. Mira, Dray, ahora mismo estamos los dos hechos polvo. Si seguimos con esto, no vamos a llevar el asunto por buen camino.

Tim abrió la puerta y salió. La voz de Dray lo siguió al frío pasillo.

– ¿Cómo puedes salir de la habitación de tu hija así, sin más? Como si fuera otra víctima, alguien a quien no conocías.

Tim se detuvo en el pasillo y permaneció de espaldas a la puerta abierta. Dio media vuelta y entró de nuevo. Dray se había llevado una mano a la boca.

El se pasó la lengua por los dientes a la espera de que la respiración dejara de producirle punzadas en el pecho. Cuando por fin habló, la voz le salió tan queda que apenas resultó audible:

– Entiendo que estés enfadada… que estés destrozada. Yo también lo estoy. Pero no vuelvas a decirme eso en la puta vida.

Dray bajó la mano. Tim vio asomar en sus ojos la conmoción.

– Lo siento -dijo.

Tim asintió y, en silencio, salió de la habitación.

En el dormitorio, Tim introdujo la combinación del armero y sacó un p226 de nueve milímetros del modelo utilizado en Operaciones Especiales, su Smith & Wesson 357 preferido, un sólido Ruger del 44 y dos cajas de cincuenta proyectiles de uno y otro calibre. Tenía a mano munición de mayor alcance para su 357 porque era el arma que llevaba cuando estaba de servicio; optó por los proyectiles estriados de punta blanda en vez de los de cobertura de plomo o las balas del 110 de punta hueca. Los S & W oficiales tenían cañones de apenas ocho centímetros porque a menudo se llevaban ocultos.

Cuando entró en la habitación de Ginny, Dray seguía en la misma postura.

– Lo siento mucho -insistió ella-. Menuda gilipollez he dicho.

Tim se agachó, le puso las manos en las rodillas y la besó en la frente. De su boca emanaba un intenso olor a alcohol.

– No pasa nada. ¿Conoces ese dicho sobre las rocas y las casas de cristal?

Ella apretó los labios en algo que no acababa de ser una sonrisa.

– No lances casas de cristal si vives en una roca -dijo.

– Algo parecido.

– Tienes que ir a disparar un rato. -No era una pregunta, sino un ofrecimiento.

Tim asintió.

– ¿Vienes conmigo? -preguntó a su esposa.

– Tengo que seguir un rato aquí sentada y mirar el vacío.

Tim hizo ademán de darle otro beso en la frente, pero ella echó la cabeza atrás y apretó los labios contra los de él. El beso fue largo, cálido y aderezado con vodka. Si Tim hubiera podido alcanzar el interior de ese beso y quedarse a vivir allí, lo habría hecho.

El garaje cobijaba el BMW M3 plateado de Tim -un coche confiscado por el servicio de acuerdo con el Programa Nacional de Incautación y Decomiso de Bienes- y su banco de trabajo. Metió la artillería en el maletero y sacó el vehículo con cuidado de rodear el Blazer de Dray, aparcado en el sendero de entrada. Salió de la ciudad, se desvió por un camino de grava y lo siguió unos cien metros.

Metió el coche en una explanada de tierra y lo dejó con el motor en marcha para alumbrar con las largas un trecho donde había un cable tendido entre dos postes a cerca de metro y medio del suelo. Sacó un montón de dianas, una mezcla de diseños de distintos colores en forma de estrella o circulares, y las colgó del cable. Luego se sentó en la tierra, introdujo los cargadores del Sig y preparó los cargadores de repuesto para el revólver. Quedaron encajadas seis balas en la base cilíndrica de cada cargador de repuesto, las puntas asomando cual colmillos, espaciadas de forma acorde con los orificios del tambor.

Aunque no era zurdo, su ojo dominante era el izquierdo, de modo que sacaba de una funda colocada a buena altura en la cadera derecha. En el Servicio Judicial desaconsejaban utilizar fundas colgadas bajo la axila porque desenfundar cruzando el brazo suponía un peligro en la línea de fuego. De todos modos, Tim prefería desenfundar desde la cadera porque no le gustaba desperdiciar el tiempo que requería el otro movimiento. Si a las fundas colgadas del hombro se las denominaba «enviudadoras», por algo sería. Empezó con el Sig, realizando una serie de disparos rápidos a unos tres metros para ejercitar su fuego de reacción. Luego se alejó a seis metros. Después a casi diez.

Su puntería era de una precisión notable. Había seguido cursos de guerrilla urbana y realizado ejercicios de perfeccionamiento en el laberinto de Malibú, en las instalaciones de entrenamiento para agentes federales en Glynco. En el curso de tiro los agentes en ciernes disparan con munición real a dianas automáticas y objetivos móviles en medio de un maremágnum de luces estroboscópicas, música atronadora y gritos amplificados. El ambiente es tan hostil, el entorno tan irreal, que más de un hombre hecho y derecho ha salido llorando. Una vez fuera, los agentes tienen que reducir a actores que se hacen pasar por criminales. En cierta ocasión, un tipo que no había acabado la carrera de interpretación en Juilliard se pasó de la raya con Tim, le apartó la cabeza de golpe y le clavó los dientes en el antebrazo, y éste tuvo que noquearlo.

Con el aliento convertido en una nubecilla delante de sus labios en el ambiente frío de aquella noche de febrero a una altitud considerable, Tim estuvo disparando sin descanso. Cuando acabó con toda la munición de nueve milímetros, se pasó al 357 y se alejó a una distancia de unos veinte metros.