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– ¡Mierda! -exclamó Tim.

Con el agudo pitido del acero desgarrado en los oídos, se puso en pie y siguió a Robert a la carrera. Éste ya había abierto la puerta y desaparecido en la neblina de polvo escalera abajo, sin cobertura, olvidada por completo la estrategia de entrada. Tim oyó el estallido de tres disparos erráticos y pegó la espalda a la jamba de la puerta, ahora mellada, en la cima de la escalera, con los codos rígidos, el 357 apuntando al suelo y Mitchell pegado a los talones.

Robert descendió las escaleras como si flotase, con el arma levantada. Debuffier había abierto la puerta de la nevera tanto como lo permitían las bisagras, por lo que ahora quedaba a la vista el guiñapo de carne retorcida y aterrada que contenía; se parapetó detrás del electrodoméstico para escudarse con él. La explosión había hecho saltar un pedazo de enlucido hasta el penúltimo peldaño, suficiente para que Robert trastabillase. Debuffier, ágil y felino, se puso en pie de un salto y se precipitó hacia Robert; un voluminoso contorno de músculo oscuro y fibroso. El cuerpo de Robert impedía a Tim efectuar un disparo, de modo que continuó escalera abajo. Debuffier llegó hasta Robert antes de que éste hubiera tenido oportunidad de recuperar el equilibrio y le arrebató la pistola de un golpe. A continuación lo cogió, abarcándole la caja torácica casi por completo entre sus manazas, y lo lanzó escalera arriba contra Tim.

El hombro de Robert lo alcanzó a la altura de los muslos y le hizo caer rodando los tres últimos peldaños. Su 357 se coló por el borde de la escalera y emitió un sonido metálico al caer sobre el suelo de cemento. Tim notó un entumecimiento en el hombro y la cadera que poco después dejaría paso al dolor. Completó la trayectoria de la voltereta con la intención de ponerse de pie, pero sólo consiguió golpearse las rodillas contra el cemento, doblado como si estuviera en pleno salto mortal. La recia pierna de Debuffier dividía en dos su campo de visión como una columna, y Tim le lanzó un puñetazo a la rodilla con todas sus fuerzas. Tenía intención de alcanzarle en la articulación, pero en vez de eso se topó con el músculo denso del muslo. Su puño cargado de plomo se estrelló con un estallido amortiguado similar al de un plato al caer plano en un lecho de agua, y Debuffier lanzó un aullido. Apareció un puño como un sol demasiado grande y fue a caer sobre la coronilla de Tim, que notó cómo el cuero cabelludo se le clavaba en el cráneo y vio un intenso fogonazo. Oyó entonces las botas de Mitchell bajar a toda prisa las escaleras y luego se vio alzado en volandas. Debuffier lo había asido por los hombros y tenía los pies colgando cual marioneta bajo la mirada apreciativa e inmisericorde de un titiritero italiano. Tim notó en la cara una vaharada de aliento que olía a coco y leche agria.

Arremetió con la cabeza contra la barbilla de Debuffier y oyó un crujido satisfactorio. Las manos que lo tenían cogido se distendieron apenas un instante. Tim notó que descendía unos centímetros y sus pies volvían a establecer contacto con el suelo. Justo cuando Debuffier echaba la mano atrás con la intención de paralizarlo de un puñetazo, Tim volvió el torso y lanzó un derechazo descendente contra la ingle en plan boina verde, fuerte y veloz, igual que un oso pescando en el río. El plomo del guante hizo que el puño descendiera más rápido, más violento, y le otorgó un impulso demoledor en el instante en que los nudillos entraban en contacto con la sólida cresta del pubis del santero.

Hubo un instante de equilibrio y quietud perfectos, y luego el mundo volvió a ponerse en movimiento. Robert lanzó un grito, un desgarrador aullido de hiena que resonó en la carcasa metálica del frigorífico, casi cerrado. El hueso de Debuffier cedió hecho astillas al tiempo que un crujido amortiguado por la carne anunciaba la fragmentación instantánea y absoluta de la pelvis.

El bramido animal de Debuffier halló resonancia en las paredes de hormigón y regresó amplificado desde las cuatro esquinas del zulo. La puerta de la nevera se fue entreabriendo y asomó la expresión petrificada de la mujer. Con el rostro torcido en un vórtice de dolor, Debuffier intentó incorporarse apoyando en el suelo una rodilla, que no sostenía todo su peso; tenía los párpados tan sumamente abiertos que permitían ver la curvatura superior de sus globos oculares. Había dejado caer las manos abiertas a los costados y las tenía quietas, como si estuviera planteándose la mejor manera de asir un globo lleno de vidrios rotos.

Mitchell descendió los últimos peldaños a sonoras zancadas, pero Robert ya había recuperado la pistola y estaba en posición de tiro, con la cabeza gacha y un ojo cerrado.

Debuffier levantó una mano.

– No -suplicó.

La bala le rebanó el índice a la altura del nudillo antes de absorber parte de su cabeza en torno al agujero abierto sobre el puente de la nariz. Su cuerpo cayó sobre el cemento y por debajo de su cabeza empezó a extenderse un charco con parsimonia viscosa.

A su lado había un cuenco del que goteaba agua jabonosa.

Robert, a horcajadas sobre Debuffier, descargó dos proyectiles más contra el amasijo de su cabeza.

– Maldita sea, Robert. -Tim cojeó hasta el frigorífico y abrió la puerta del congelador. El rostro de la mujer se le quedó mirando, debilitado de terror, con trocitos de mina de lápiz visibles en más de una de sus heridas abiertas. Se percató de que Debuffier había practicado agujeros en los costados del electrodoméstico para que hubiera ventilación. Había ajustado un grueso cinturón de levantador de pesas entorno al cuello de la mujer que le impedía sacar la cabeza de la abertura. Tenía perforado un ojo del que manaba un líquido nebuloso que se le había condensado en el párpado inferior.

Sollozaba.

– Oh, no. Sois más. Ay, Dios mío, ya no puedo.

– Hemos venido a ayudarla. -Tim alargó el brazo hacia el grueso cinturón de cuero, pero ella lanzó un grito y se revolvió contra la mano haciendo rechinar los dientes con expresión hastiada. Mitchell y Robert, a espaldas de Tim, irradiaban una mezcla de horror y silencio jadeante.

– No voy a hacerle daño. Soy un agen… -Tim se interrumpió al caer en la cuenta de lo ilegítimo de su presencia-. Voy a sacarla de ahí. Voy a ayudarla.

Dio la impresión de que el rostro de la mujer se derretía, arrugado a la altura de la frente. Lloraba sólo con la voz, emitiendo suaves gemidos que no iban acompañados de lágrimas. Tim tendió la mano lentamente hacia el cinturón y, cuando vio que la mujer no arremetía contra él, lo desabrochó.

Robert y Mitchell habían abierto la puerta inferior de la nevera. La mujer lanzó un grito cuando la tocaron, pero se apresuraron a sacarla del armazón y la tendieron en el suelo. Su cuerpo hedía a pus, sudor aterrado y carne rancia. Desmadejada sobre el cemento, aquejada de aspavientos en brazos y piernas, empezó a lanzar gemidos profundos y desgarrados.

Robert dio tres zancadas inseguras hacia el rincón y se apoyó en la pared. Estaba llorando, no en voz alta, ni con fuerza, sino con toda naturalidad. Las lágrimas abrían surcos en la máscara de polvo que le cubría las mejillas.

Alguien debía de haber informado de la explosión y los disparos; podían escuchar que se aproximaban coches de la policía, además de ambulancias.

Mitchell sujetaba la cabeza a la mujer entre ambas manos con toda ternura e intentaba alisarle el cabello tieso al tiempo que le hablaba con una calma perturbadora:

– Lo hemos matado. Hemos matado al hijoputa que te ha hecho esto.

Ella empezó a sufrir violentas convulsiones, se golpeaba las extremidades contra el cemento, y Mitchell le aguantó la cabeza suavemente para que no se la lastimara en el suelo. Tal como había comenzado a sacudirse, su cuerpo se relajó, salvo por la pierna derecha, que siguió sufriendo espasmos, y una uña rota con la que arañaba el cemento. Mitchell estaba acuclillado encima de ella, con la oreja pegada a su boca mientras intentaba encontrarle el pulso en el cuello. Le palpó el esternón hincándole los nudillos entre las costillas, y al no obtener respuesta, empezó a practicarle un masaje cardíaco.