El programa giraba en torno a la idea de que Debuffier tenía bien merecido lo que le había pasado. Con excepciones contadas, el público se mostraba tajante y más bien beato, y el moderador, un presentador de segunda con un traje granate que le sentaba como un tiro, afirmaba que la «contraofensiva emprendida contra los asesinos» animaba a los estadounidenses a tomar las calles. Un espectador se jactó por teléfono de que su primo de Tejas, inspirado por el asesinato de Lañe, había «matado de un tiro a un ladrón» un par de días antes y los presentes recibieron el testimonio entre gritos y aplausos.
Rayner carraspeó, incómodo.
– Bueno, tengo la impresión, y he hablado de ello con varias personas próximas a la investigación, de que la persona o personas que están detrás de estas ejecuciones no tienen como objetivo promover un revanchismo de tres al cuarto. Han escogido esos casos por razones muy específicas. Se trata de casos en los que la justicia parece haber fallado. Supongo que su motivación es reabrir el debate sobre las deficiencias de la ley.
Tim presenció la traición de Rayner con la anticipación aterrada de un estudiante de medicina novato en su primera toracotomía. Dado que Rayner no obtuvo de ellos el visto bueno para emitir un comunicado, se dijo Tim, al parecer había optado por abordar el asunto como tertuliano en vez de dejar que el público en general dilucidara por su cuenta los objetivos de la Comisión. Sus tediosos análisis sobre los medios de comunicación no habían sido más que los preparativos para la ulterior orquestación. Dentro de nada empezaría a filtrar información a periodistas escogidos para que dieran alas a la cobertura. Quizá ya estaba en ello.
El moderador abrió los brazos de par en par doblados por los codos, con el micrófono colgando como si fuera una batuta.
– O igual se limitan a repartir hostias y añadir nombres a su lista -aventuró.
La sonrisa tensa que afloró a los labios de Rayner no afectó en absoluto a sus ojos.
– Es posible. Pero yo diría que estas ejecuciones, por erradas que puedan andar, forman parte de un «diálogo». Son indicativas de un sentimiento cada vez más extendido hoy en día en Estados Unidos. Sencillamente, estamos hartos de la ley. Ya no creemos que ley equivalga a justicia, no confiamos en que la ley nos proteja.
Un tipo corpulento con una sudadera de los Cleveland Browns gritó:
– ¡Bien dicho! ¡A la mierda los tribunales!
Tras ver que Rayner se contenía a duras penas, Tim volvió a apretar el mando. En la siguiente cadena, John Walsh, del programa sobre fugitivos Los más buscados de América, mantenía el tipo en el programa de entrevistas Fuego cruzado. El humorista Tom Green solicitaba a los viandantes que dispararan contra dianas con carteles del FBI de los diez delincuentes más buscados. Howard Stern, otro graciosillo, imploraba a los espectadores que especularan sobre las respectivas longitudes de los penes de Lañe y Debuffier.
Para cuando apagó la tele, Tim estaba asqueado.
Se sirvió de los calcetines para desempolvar un par de zapatos de suela plana que prefirió atarse holgadamente para evitar las ampollas. Sopesó qué cinturón iba a ponerse. Sólo cuando cogió la colonia del neceser cayó en la cuenta de que estaba acicalándose para ver a Dray.
Pasó por el Cedars-Sinaí de camino a casa de Dray. El centro médico adyacente a Beverly Hills se alzaba reluciente y majestuoso entre Beverly y la Tercera en un alentador despliegue arquitectónico de orden y competencia. Tim se hizo un lío en Gracie Allen Drive, pero finalmente encontró el aparcamiento n.° 1 a la salida de George Burns Road. El bueno de Tom Altman, con la ayuda de una sonriente matrícula de Arizona, no tuvo problemas para que le dejaran pasar después de soltar unas frases a la recepcionista. Tras cruzarse con una mujer que llevaba un armiño encima de la bata del hospital y con una octogenaria de acento judío que cantaba el tema de Sinatra Anything Goes levantando el albornoz al ritmo de la canción para enseñar las medias, Tim dio con la habitación de Dumone en la planta más selecta del centro.
Llamó con los nudillos a la puerta levemente entornada. Dumone, con una expresión contrariada en la cara pálida y descompuesta, estaba incorporado sobre un montón de almohadas. A su izquierda, la mesilla de noche estaba cubierta de flores y cestas de regalo.
Tim no pudo por menos de sonreír, y Dumone lo imitó con un gesto que sólo afectó a la parte derecha de su rostro.
– Aquí todo es mármol, plantas y enfermeras que ahuecan las almohadas. Me siento como un dogo en una exposición de caniches.
Tim se acercó a la cama y cruzaron una cálida mirada que sólo duró un instante.
– Tienes un aspecto horrible.
– Y que lo digas. Mira la porquería que me ha enviado Rayner. -Dumone hurgó en una de las cestas y sacó un paquete de café envuelto en celofán-. Fantasía Guatemalteca. Parece el título de una peli porno.
Tenía el rostro marchito, lo que le producía dificultades de pronunciación, aunque no muy notorias. A su lado, un monitor parpadeaba a intervalos. Su brazo izquierdo yacía lánguido sobre el regazo con la mano agarrotada. Tenía un gotero intravenoso conectado al brazo izquierdo y le habían introducido por la nariz un tubo de oxígeno.
El armario estaba abierto justo lo suficiente para dejar a la vista la camisa y los pantalones de Dumone, y su Remington, que colgaba enfundado.
– ¿Te permiten tener el revólver?
– Después de explicarles quién soy, les he enseñado el arma y les he dicho que no va a ninguna parte sin mí. Han accedido encantados y luego le han sacado todas las balas, los muy cabrones. Están acostumbrados a vérselas con productores de la vieja guardia. Un simple poli como yo no tiene ninguna oportunidad.
Se echó hacia delante, presa de un violento acceso de tos, con una mano levantada para cortar de raíz a Tim cualquier impulso de ayudarle que pudiera sentir. Al cabo se calmó, aunque su respiración siguió siendo dificultosa. Dejó transcurrir unos momentos antes de volver a hablar.
– Rob y Mitch querían pasarse por aquí, pero les he dicho que esperasen. Prefería hablar contigo primero para enterarme de lo que ocurrió.
– ¿Te encuentras…?
Dumone profirió un sonoro carraspeo y lo interrumpió.
– Ha sido una embolia. Ya me lo veía venir, era cuestión de tiempo. Vamos a hablar de negocios. Lo otro no se me da muy bien.
Escuchó atento y silencioso, asintiendo de vez en cuando, con la boca levemente ladeada. Cuando Tim acabó de contarle todo, Dumone cogió aire en un gesto hondo y entrecortado y lo expulsó sin apenas fuerzas.
– Qué puto desbarajuste. Tienes que volver a encauzar el asunto.
– Antes que nada, tengo que estipular con toda claridad las reglas de actuación sobre el terreno.
Dumone asintió; el tubo de oxígeno emitió un susurro sobre su pecho.
– Las reglas lo son todo. Es lo único que nos separa de los que sólo buscan revancha y los matones tercermundistas. El carácter que tengan nuestros actos define nuestra identidad. Si no lo hacemos a la perfección, no somos más que una turba con sed de linchamiento.
– Robert y Mitchell quieren tener mayor control operativo pero, después de lo ocurrido, no tengo más remedio que atarlos corto. Muy corto, por lo que respecta a Robert.
– ¿Y qué hay de Mitch?
– Aguanta la presión mejor que Robert, pero también roza el límite. Llevó explosivos a una operación de vigilancia, ¡por el amor de Dios! Y Rayner se muestra de lo más indulgente con ellos.
Dumone frunció el entrecejo.
– No veo por qué habría de ser así. Hasta donde yo sé, apenas se tragan -dijo.
– Bueno, a Rayner le conviene que…
– Tú estás al mando; no Rayner. El nos unta con una sala en una bonita casa, pero eso no hace que esté al mando de la situación. Yo voto por ti. Si tienen que rodar cabezas, que rueden. Di a Rayner que no asome el hocico en las noticias. Deja a Rob en el banquillo por haberla cagado. Sírvete de Mitch si le necesitas. Dirige el cotarro como mejor te parezca y, poco a poco, vuelve a equilibrar la situación. -Las toses espasmódicas le hicieron entornar los ojos de dolor-. Si Rob y Mitch te dan problemas, envíamelos a mí.