– Gracias. -Tim asintió y se puso en pie-. Espero que te guste el café.
– ¿Estás de guasa? Si no puedo removerlo como si fuera agua caliente, no me fío.
Tim le puso una mano en el hombro y Dumone se la cogió por la muñeca. Fue un gesto tan breve como íntimo.
– Estás en una encrucijada, sheriff. -Dumone le guiñó el ojo-. Dicta las normas y haz que se cumplan.
Cuando llegó, Tim vio que el vehículo de Oso ya estaba junto al bordillo y aparcó al otro lado de la calle. Detectó el murmullo de voces procedentes del patio trasero cuando había recorrido la mitad del sendero de entrada, así que rodeó la casa, levantó el pasador de la cancela lateral y entró.
Fowler, Gutierez, Dray y unos cuatro agentes más estaban reunidos en torno a una mesa plegable sobre la que se veía el radiocasete de Tim, manchado de pintura, en el que sonaba una canción de Faith Hill de cuando aún cantaba temas country. Todos tenían una cerveza en la mano y volvieron la cabeza hacia él al mismo tiempo. Mac, con la camisa arremangada para dejar a la vista sus antebrazos musculosos, estaba inclinado sobre la parrilla y echaba mucho más combustible de la cuenta encima de una pila de carbón mal dispuesta. Oso se había tumbado de costado en una hamaca con varias tiras rotas y aguardaba a Tim con aire de lealtad traicionada. A pesar de que era la primera tarde soleada en dos semanas, llevaba cazadora y una gorra de béisbol con una estrella de color dorado estampada.
A Tim se le fueron las manos antes de que pudiera articular palabra y señaló hacia la verja para indicar que ya se iba.
– Más vale que me marche. No sabía que se celebraba una fiesta. -Confió en que la indignación despechada de su tono no hubiera resultado tan aparente a ellos como a sus propios oídos. Se sintió como un imbécil, con su ropa de domingo.
– Venga, Rack. No hay razón para ponerse así. Entra y cómete una hamburguesa. -Mac lucía una sonrisa de anuncio, que parecía proclamar «Todos somos colegas». Había apoyado una caja de cartón grande y plana contra la parrilla, como si quisiera desafiar a los dioses de la conflagración. Al lado había una pelota de baloncesto.
Dray se acercó de inmediato y habló en voz queda para que sólo la oyera Tim:
– Lo lamento mucho. Mac se ha tomado la libertad de invitar a todos después del trabajo. No sabía que ibas a venir.
Sintió el impulso de darle un piquito en los labios a modo de saludo. El ademán de acercamiento que Dray había abortado le dio a entender que ella se había resistido a la misma costumbre.
– Está como en su casa -comentó Tim.
Una fugaz sombra de remordimiento nubló la mirada a Dray.
– Sabe que es nuestra casa.
– ¿Ah, sí? -Tim apartó la vista-. Voy a firmar los formularios. Luego me largo y te dejo a lo tuyo.
– No es lo mío.
Mac lanzó una cerilla sobre las briquetas de carbón y se quedó mirándolas decepcionado. A continuación echó más combustible líquido.
– ¿Dónde están los documentos?
Tim saludó con un gesto de cabeza a los otros y la siguió adentro. Oso se puso en pie y fue tras ellos pasando por en medio del corro de agentes sólo para obligarlos a apartarse.
– ¿Podéis traer otro bote de pepinillos? -les pidió Mac a voz en cuello.
Dray torció el gesto y cerró la puerta corredera a su espalda. Se volvieron y observaron a Mac, que examinaba las briquetas de carbón inclinado sobre la parrilla. De pronto, una llamarada anaranjada hizo que se apartara de un brinco, todo colorado; para disimular su bochorno, les ofreció una sonrisa espléndida.
Dray se dirigió a la cocina sin dejar de frotarse el anular desnudo con ademán incómodo.
– Los formularios están ahí.
Tim se volvió hacia Oso.
– ¿Por qué no nos dejas unos minutos?
– Sí, claro, estupendo. Yo me quedo fuera con el Coyote. -Oso cerró la puerta a su espalda un poco más fuerte de lo necesario, por si Tim no había cogido la indirecta.
Cuando entró en la cocina, los formularios estaban pulcramente dispuestos encima de la mesa. Se sentó y los firmó allí donde se indicaba. Dray estaba delante del fregadero, afanada en abrir un bote de pepinillos, con el codo apuntando hacia fuera. Sometió la tapa a una mirada feroz antes de meterla bajo el chorro de agua caliente.
– ¿No hay nada nuevo? Me refiero al caso de Ginny. A Kindell -dijo.
– Todavía no. Estoy en ello.
– Se ve que has vuelto a salir en las noticias. Tú y tus secuaces.
– No quiero hablar del asunto -afirmó Tim-. A menos que estemos solos.
– Esta vez con una víctima en medio de todo. Indicios de refriega. La poli no os pilló de milagro. ¿No te preocupa que la cosa se te vaya de las manos?
– Ya se me fue de las manos.
Dray dio media vuelta a la tapa del bote debajo del grifo, del que salía una nube de vapor.
– ¿Por qué no lo dejas antes de que vuelva a ocurrir?
– Porque me he comprometido. Tengo que llegar hasta el final.
– Se suele decir que los hombres son lógicos y las mujeres emotivas. A mi modo de ver, a ninguno se nos da bien lo uno ni lo otro. -Se volvió para mirarle a la cara-. Tim, tienes que entender que vas descaminado. No sé dónde crees que te has metido, pero estás de mierda hasta el cuello.
– Hemos pinchado en hueso, pero lo vamos a solucionar.
– Eso cuéntaselo a Milosevic y los cerdos de sus colegas cuando estés sentado a su lado en La Haya. Seguro que sabrán ponerse en tu lugar.
– Ya lo he pillado, Dray. Soy muy consciente de dónde no queremos acabar.
– Oso se huele que andas metido en algún asunto turbio. No creo que tenga intención de dejar que te hundas mucho más en el fango sin intentar sacarte.
– Ya se cansará -respondió Tim-. Igual que te estás cansando tú.
Dray se volvió de nuevo hacia el fregadero.
– Aún llevas el anillo de compromiso. -Hizo la observación como si nada, pero Tim reparó en el ápice de esperanza que había tras sus palabras.
Notó un puyazo entre las costillas y cambió de postura con ademán incómodo. No verse capaz de prescindir del anillo tal como había hecho ella le provocaba una intensa sensación de vulnerabilidad.
– No me pasa por la articulación.
La tapa del bote no acababa de ceder, así que Dray empezó a golpearla contra la encimera con furia. Tim se acercó e intentó cogérselo, pero ella no se lo entregó de inmediato, y no por terquedad, supuso él, sino porque quería seguir propinando golpes a algo. Al cabo cedió, y Dray se quedó con la cabeza gacha y los brazos lánguidos a los costados.
Tim hizo girar la tapa, que capituló con un chasquido, y le devolvió el frasco: el Gran Abastecedor de Pepinillos.
Dray dejó el bote en la encimera.
– Cuando murió Ginny, tú y yo empezamos a hablar idiomas diferentes. ¿Y si nunca encontramos el camino de regreso? Vaya historia de amor tan jodida. Parejita feliz, trauma, separación. No sé tú, Timmy, pero yo diría que es una mierda de película, de tan predecible.
– No me llames Timmy.
Dray ya salía. Poco después apareció en el jardín trasero. Mac le dijo algo que Tim no alcanzó a entender desde el otro lado de la ventana.
– Ve tú a por los putos pepinillos -le espetó Dray.
Mac se encogió de hombros en dirección a los demás y volvió a ocuparse de las hamburguesas. Tim se habría marchado por la puerta principal si Oso no le hubiera estado esperando atrás como un perro que mostraba su agresividad de forma pasiva.
Cuando volvió a salir, la caja de cartón estaba abierta en el patio y había piezas desperdigadas. Mac se había subido a la escalera de Tim y forcejeaba con el tablero de una canasta. Ayudándose de un hombro, la fijó contra el recubrimiento de madera allí donde la pared confluía con la chimenea. Al ver a Tim sonrió con dos gruesos clavos entre los labios cual cigarrillos de acero. Tenía las cejas un poquito chamuscadas.