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– No se te había ocurrido nunca, ¿eh? Este patio es una cancha estupenda.

Tim se quedó mirando la pulcra franja de madera que constituía el reborde de la chimenea. Lo había pintado con una brocha especial de mango inclinado para no manchar los ladrillos en absoluto.

Mac clavó el tablero a martillazos y la plancha de madera que quedaba debajo se rajó. A Tim le rechinaron tanto los dientes que notó cómo le vibraba el cráneo. Dray estaba sentada encima de la mesa plegable con los pies sobre el banco y la cabeza apoyada en las manos, el rostro escondido tras la cortinilla del flequillo. A su lado, Oso seguía la escena con el ensimismamiento aterrado de un curioso en un accidente de tráfico especialmente cruento.

Otra andanada de martillazos y luego Mac preguntó:

– ¿Está recto?

Fowler y Gutierez dejaron de hacer fintas en el patio para mostrarle los pulgares en señal de aprobación.

– Lo suficiente.

El tablero estaba tan inclinado que marcaba las cuatro en punto.

Tim se acercó para plantarse delante de Oso y Dray con un pie encima de la neverita.

Dray hizo un gesto lánguido en dirección a Mac, pero no fue capaz de articular palabra.

– Yo me voy -dijo Tim.

– Te sigo -se sumó Oso.

– No podéis dejarme aquí.

– Le has invitado tú -le recordó Tim.

Los otros agentes fumaban y hablaban en voz queda junto a la verja del fondo.

A Dray se la veía pálida y abatida, y las bolsas oscuras que tenía bajo los ojos más parecían moretones. Tim recordó la primera vez que se vieron, en una gala benéfica del cuerpo de bomberos. Ella llevaba un vestido amarillo moteado de minúsculas florecillas azules con tirantes cruzados a la espalda que dejaban a la vista un rombo de piel justo debajo de la nuca. Había pasado por su lado seguida de un jefe de bomberos -un tipo mayor, como todas sus antiguas parejas- y dejado tras ella una brisa con aroma a jazmín y loción que le produjo ese efecto que suele dejarse para las comedias románticas de tres al cuarto y Pepe Le Pew, la mofeta enamoradiza de los dibujos animados. Poco más tarde, se la había encontrado cuando cogía un jersey del coche en el aparcamiento, y estuvieron charlando tres cuartos de hora en el íntimo espacio entre dos vehículos. La besó y ella se fue a casa con él. Después de eso, los bomberos del Parque 41 estuvieron meses atravesándolo con la mirada cada vez que se cruzaba en su camino, una represalia que Tim soportó encantado.

Sólo con la perspectiva que da el paso del tiempo cayó en la cuenta de lo llamativo del atuendo femenino de Dray aquella primera noche; no había vuelto a ponerse aquel vestido, ni nada amarillo, sobre todo nada con florecillas azules. Ahora se la veía cansada, hastiada del mundo y cabreada con todo y con nada, como una estoica madre de los años de la gran depresión con un niño colgado del cuello y otros tres a la espalda, agarrados a las faldas, a la espera de que los alimentase.

– Te he mentido, Dray -reconoció Tim-. No llevo el anillo de compromiso porque no me lo pueda sacar. Lo llevo porque me resulta imposible no llevarlo.

Ella abrió los labios levemente. Hinchó el pecho bajo el top y contuvo el aliento. Sus ojos eran de un verde brillante a la luz del sol; nunca se los había visto tan grandes.

Mac alzó la voz y los interrumpió:

– … Así que a los chicos de Milpitas les llamábamos los Malpito -decía, recordando la semana que había pasado en el Edificio para Oficiales Ejecutivos del Equipo de Tácticas y Operaciones Especiales. Era la quinta vez que seguía el programa y probablemente la quinta vez que iba a suspender-. Un poco de rivalidad bien entendida. Logré dos sesenta y dos en la prueba de tiro.

– En tus jodidos sueños disparaste dos sesenta y dos, Mac -se mofó alguien.

Mac trazó el signo de la cruz sobre su pecho abombado.

– Fue un descojono. En su brigada había una «torti»…

Dray se puso en pie de un salto.

– ¿A qué viene llamarla así?

Mac se interrumpió y miró de soslayo a Gutierez y Fowler en busca de apoyo.

– No sé. Supongo que porque lo era.

– ¿Por qué? ¿Llevaba el pelo corto? ¿Tenía una buena musculatura? ¿Ponía toda la carne en el asador? -Dray estaba cruzada de brazos y Tim supo por su expresión que ahora ya no le interesaba el fondo de la cuestión, sino la confrontación, y, por tanto, se pasarían horas así-. Yo me las tengo que ver con esas gilipolleces todo el día, y puedes jugarte las pelotas a que a ella le ocurre lo mismo.

Oso hizo un gesto a Tim con la cabeza y éste lo siguió por la cancela lateral. Oso señaló su camioneta y ambos subieron y se sentaron un rato. Aún oían la voz de Dray, las fricativas y las sílabas acentuadas.

– Otra vez en el campo de batalla, ¿eh? -comentó Oso.

– Se empeña en darse cabezazos contra la pared.

Oso hurgó en una de las hendiduras del salpicadero agrietado por el calor y luego se secó las palmas húmedas de las manos en los pantalones. Emanaba incomodidad como si fuera un aroma mientras jugueteaba con su reloj de pulsera, del tamaño de un disco de hockey. Tim esperó porque sabía que a Oso no le gustaba nada que le atosigaran a la hora de hablar de algo.

– Mira, Tim, me resulta muy duro preguntártelo. Se trata de los asesinatos. La historia esa del que se quiere tomar la justicia por su mano.

Tim notó que le afloraba una franja gélida de sudor en la frente, justo a la altura del nacimiento del pelo.

– Ya sé que presentaste la dimisión y tal, pero… nos gustaría contar contigo para echar el guante a ese tipo.

Tim tuvo buen cuidado de respirar varias veces antes de responder.

– ¿Qué tiene que ver en esto el Servicio Judicial?

– Corre el rumor de que el tipo podría ser un fugitivo, probablemente debido a esa actitud de que todo le importa una mierda. El alcalde Hahn se ha puesto como una moto. Ha dado un toque a Robos y Homicidios, y el jefe Bratton nos ha llamado a nosotros para que elaboremos una lista de fugitivos según su perfil. El FBI ya nos está tocando los cojones. Tannino dice que les den por saco: si vamos a hacer el trabajo de todos modos, más vale que les echemos el lazo nosotros mismos, y así nos corresponderá un pedazo más grande de la tarta cuando se reparta el presupuesto.

– Es lógico.

Oso hurgó en su chaqueta.

– Acaban de darme esta lista de diez, ¿quieres echarle un vistazo?

– La verdad es que no…

La diminuta grabadora asomó del puño de Oso como un canario atrapado. Le dio media vuelta y apretó el botón lateral con el pulgar. Tim oyó su propia voz apenas disimulada: «Tengo una emergencia médica en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. En el sótano. Repito: en el sótano. Hagan el favor de enviar una ambulancia de inmediato.»Oso apagó la grabadora y se quedó mirando a Tim; esperaba algún comentario, pero éste se afanaba en escudriñar el jardín delantero por el limpiaparabrisas.

– A título personal, yo no me trago la hipótesis del fugitivo. -El tono de Oso era firme, artero-. Y diría que este tipo es un ex militar o ex policía. Eso de repetir la información clave se lo tiene muy bien aprendido.

Tim recordó haberse enorgullecido de sí mismo en el momento de la llamada por no deletrear el nombre de la calle sirviéndose del alfabeto fonético. Oculta bajo los remordimientos y una vergüenza cada vez más acusada, brillaba su propia admiración ante el empeño meticuloso que estaba poniendo en ser un buen criminal. Un simple lapsus en un momento peliagudo -la repetición del lugar- había reducido considerablemente la capacidad de actuación de Tim. Un compañero y amigo le echaba un cable sumamente útil, teniendo buen cuidado de no involucrarse más de la cuenta.