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Tim se encontró pensando cómo se defendería si Robert saltaba por encima de la mesa para atacarle. Mitchell puso a su hermano una mano en el hombro y le hizo volver a tomar asiento con un gesto amable. El Cigüeña tenía la cabeza ladeada y se frotaba la uña del pulgar con la yema del índice, un gesto molesto y repetitivo que hacía pensar en el autismo.

Robert habló en voz tan queda que apenas se le oyó:

– Claro que me hago cargo.

Tim fijó la mirada en él.

– ¿Por qué en la cara?

– ¿Cómo?

– Le disparaste en la cara. Eso es una clase de disparo muy personal.

– Hombre, el que tú le reventaras la cabeza a Lañe no es precisamente una forma de actuar desapasionada -señaló Rayner.

– La elección de la cabeza de Rayner fue estratégica, para garantizar la seguridad de quienes estaban a su alrededor. Lo otro no lo fue en absoluto. Hay que apuntar al cuerpo. Si el tiro sale alto, se le alcanza en el cuello. Con un disparo en el pecho también hay más probabilidades de detenerlo, sobre todo si se trata de un tipo corpulento.

Rayner tenía las cejas enarcadas en una expresión estática de asco o respeto.

– Pues sí, disparé a ese hijoputa a la cara. ¿Qué pasa? -Robert se había sonrojado y tenía tensos los músculos del cuello.

– No estarás empezando a disfrutar con esto, ¿verdad?

Robert volvió a ponerse en pie, pero Mitchell lo sentó de un tirón.

Se quedó en el sillón, atravesando con la mirada a Tim, que volvió la vista hacia Mitchelclass="underline"

– ¿Y qué es eso del cable explosivo poco habitual que vincula los explosivos utilizados en los dos casos?

– No son más que gilipolleces de los medios de comunicación. Utilizo cables estándar. Es imposible que los hayan vinculado.

– Bueno, algún agente criminalista sabe que las dos ejecuciones están relacionadas y ha filtrado a los medios información un tanto sesgada. ¿Cómo lo saben? ¿Y tan pronto? Tiene que ser por causa de los explosivos.

Mitchell empezó a ponerse nervioso bajo la mirada de Tim.

– No era un detonador de los que se pueden comprar en las tiendas, ¿verdad, Mitchell?

– No utilizo nada que se pueda comprar en las tiendas, cuando se trata de un componente clave. No me fío. Me lo hago todo yo.

– Estupendo. Así que cabe la posibilidad de que los analistas forenses llegaran a la conclusión de que el cebo de tu detonador casero era similar al del auricular, ¿no es así? Estamos hablando de la Brigada de Explosivos de la Policía de Los Ángeles, no de algún pardillo de Detroit con una lupa.

– Es posible -Mitchell apartó la mirada-. Es probable.

– ¿Qué demonios importa? -saltó Robert-. No nos afecta en absoluto.

– A mí sí me importa, porque si ocurre algo que no planificamos, no nos conviene. Decidimos no emitir un comunicado por razones concretas. -Una mirada furibunda en dirección a Rayner-. Además, esta chapuza no es como para reivindicarla. El que la Brigada de Explosivos haya vinculado ambos casos va a causarnos problemas, y no tenemos margen de error.

Tim se retrepó en el sillón para campear el temporal de las miradas agresivas de los Masterson.

– Dejadme que os aclare otra cosa, ya que tanto os gusta ir por ahí pegando tiros: no tenéis lo que hace falta para dirigir esta clase de operaciones.

Robert y Mitchell lanzaron risillas idénticas.

– Mitch reventó la puerta -dijo Robert-. Y yo fui el primero en entrar.

– Y yo el que entró a salvaros el cuello después de que fallarais tres disparos, os cayerais por la escalera y Debuffier os zarandeara como muñecos de trapo.

A Robert se le habían tensado los músculos de la cara, que le comprimían los pómulos como óvalos nervudos.

– Yo dirijo el cotarro sobre el terreno -afirmó Tim-. Según mis reglas. Esas fueron las condiciones. Y puesto que está claro que ninguno de vosotros se ha preocupado de definir las normas operativas, a ver qué os parece esto: no tenéis que seguir ninguna. Yo soy el único agente encargado de las ejecuciones. No estaréis cerca cuando se lleve a cabo una misión. Así va a funcionar el asunto.

– Vamos a discutirlo -dijo Rayner-. Tú no eres el único que toma las decisiones.

– No pienso negociar los términos. O se hace así, o me largo.

Rayner frunció los labios; sus aletas nasales temblaban de indignación: el príncipe malcriado acostumbrado a salirse con la suya.

– Si te largas, no tendrás ocasión de revisar el caso de Kindell. No llegarás a averiguar lo que le ocurrió a Virginia.

Ananberg lo miró conmocionada.

– William, por el amor de Dios.

Tim notó que le subían los colores.

– Si se te ha pasado por la cabeza que iba a seguir en una empresa de semejante envergadura sólo para echar mano a un expediente, por mucho que pudiera ayudarme a resolver el asesinato de mi hija, me has subestimado. No voy a dejarme chantajear.

Rayner, sin embargo, ya había recobrado su actitud de caballero distinguido. Nunca había llegado a bajar la guardia, pero lo que acababa de dejar al descubierto era tan repugnante como Tim había supuesto.

– No quería dar a entender nada por el estilo, señor Rackley, y lamento haberlo expresado de esa manera. Lo que quería decir es que todos tenemos objetivos prioritarios, y más vale que nos centremos en el juego. -Lanzó una mirada de abatimiento hacia los Masterson-. Ahora bien, ¿cómo le gustaría que fueran las cosas sobre el terreno, para que se sienta más cómodo?

Tim se tomó unos instantes para que el calor punzante abandonara su rostro; al cabo, miró a Mitchell a los ojos:

– Es posible que aún te necesite. Y a ti. -Asintió en dirección al Cigüeña, como si a éste le importara un carajo-. Para labores de reconocimiento, logística, apoyo… Pero de la neutralización del objetivo me encargo yo solo.

Mitchell abrió las manos de par en par y las dejó caer sobre el regazo.

– De acuerdo.

Ananberg desvió la mirada un asiento más allá.

– ¿Robert?

Éste se pasó un nudillo por la nariz mientras estudiaba la mesa. Finalmente, asintió, mirando a Tim con cara de pocos amigos.

– Afirmativo… señor.

– Excelente. -Rayner dio unas palmaditas y luego entrelazó las manos igual que un huérfano de Dickens encantado con las Navidades-. Ahora vamos a centrarnos en el informe sobre los medios de comunicación.

– A la mierda el informe -gruñó Robert.

El Cigüeña juntó las manos y las levantó:

– Eso, eso.

Rayner levantó la vista como un empollón al que el abusón de la clase acabara de destrozarle los tubos de ensayo.

– Pero, sin duda, el impacto sociológico es de una importancia…

– Bill -le dijo Ananberg-, pasa al siguiente caso.

Rayner retiró a regañadientes la imagen abatida de su hijo e introdujo la combinación de la caja de seguridad al tiempo que musitaba un flujo uniforme de palabras.

– Espera -dijo Mitchell-. ¿Vamos a votar sin Franklin?

– Claro -dijo Rayner-. Los informes no van a salir de esta sala.

– Podemos comunicarnos con él por teléfono -sugirió Robert.

– Alguien podría oírle hablar en su habitación -señaló Ananberg-. Y no sabemos si las líneas son seguras.

– Se cansa fácilmente -dijo Rayner-. No sé si tiene fuerzas ni claridad de juicio suficientes para dedicar a estas deliberaciones la meticulosa atención que requieren.

– Yo creo que deberíamos esperar a que se recupere -sugirió Tim.

– Hoy he hablado largo y tendido con su médico -dijo Rayner-. El diagnóstico… No creo que esperar a que se recupere sea lo más conveniente.

Robert palideció.

– Ah.

Mitchell empezó a rascarse la frente.

La conmoción se tornó tristeza antes de que Tim pudiera hacer nada por evitarlo. Le llevó un momento recuperar la compostura y luego asintió en dirección a Rayner para que procediese.