Este cogió una carpeta y la dejó caer sobre la mesa.
– Terrill Bowrick, de los Pistoleros de Warren.
El 30 de octubre de 2002, tres alumnos de último curso del Instituto Earl Warren tuvieron un altercado fuera del horario lectivo con los titulares del equipo de baloncesto del centro. Luego se fueron a sus vehículos y regresaron armados. Mientras Terrill Bowrick montaba guardia en la puerta, sus dos cómplices entraron en el gimnasio del instituto, donde dispararon noventa y siete proyectiles en menos de dos minutos, matando a once estudiantes e hiriendo a otros ocho.
A Lizzy Bowman, la hija de cinco años del entrenador, que asistía al entrenamiento desde las gradas, le había entrado una bala perdida por el ojo. La víspera de Todos los Santos, los ciudadanos de Los Ángeles desayunaron con la fotografía en portada del padre arrodillado con el cuerpo lánguido de su hija entre los brazos como una suerte de Piedad a la inversa para el nuevo milenio. Tim recordaba perfectamente que en el jersey del entrenador se veía una reproducción ensangrentada del rostro de su hija, una media máscara de color carmesí. Aquel día dejó el periódico, llevó a Ginny al colegio y, tras permanecer cinco minutos en el coche aparcado, en lugar de marcharse, regresó al aula de su hija para verla de nuevo a través de la ventana.
Los dos pistoleros, dos enjutos hermanastros unidos por una malsana dependencia mutua, aseguraron que no hubo premeditación. Su padre era prestamista y llevaban las armas de un establecimiento a otro. Resultó que, casualmente, tenía dos rifles semiautomáticos y cuatro cargadores en el maletero cuando perdieron los estribos. Asesinato en segundo grado como mucho, dijo su abogado; incluso enajenación mental, cargando un poco las tintas. Una argumentación absurda, pero lo bastante sólida para engañar a un jurado compuesto por gente sin ninguna preparación.
El fiscal, incapaz de encarar a los hermanos entre sí y viendo que se enfrentaba a la ira de los medios y a una comunidad empeñada en vengarse, intuyó que podía contar con la colaboración de Bowrick si le conseguía la inmunidad. Bowrick, un repetidor de penúltimo curso que acababa de cruzar la frontera de los dieciocho y por tanto estaba sudando la gota gorda, podía declarar que habían planeado la masacre con semanas de antelación, lo que sentaría las bases para alegar premeditación y permitiría a la fiscalía aspirar al asesinato en primer grado. Los hermanastros, que no eran precisamente lumbreras en su clase, también habían llegado a la mayoría de edad.
El fiscal justificó el acuerdo de inmunidad ante los medios aduciendo que Bowrick era el cómplice menos culpable, y su participación, la menos notoria. A sus superiores les coló el asunto dejando claro que Bowrick, un tirillas con un brazo inútil y una cojera evidente, podía despertar la simpatía del jurado, y que todos los indicios que respaldaban la premeditación eran circunstanciales. Al aportar una corroboración independiente, Bowrick les permitiría llevar el caso a buen puerto.
Después de que éste declarara, los hermanos fueron condenados y quedaron a la espera de que se decidiera si les iba a caer la pena de muerte. Bowrick se reconoció culpable de un cargo menor -encubrir un delito cometido- y salió en libertad condicional, sin cumplir ni un solo día de cárcel, condenado a mil horas de servicios comunitarios.
– Pues sí que sale barata una matanza en el instituto hoy en día.
Mitchell se sumó al desdén de Tim.
– Más o menos la misma sentencia que si pintarrajeas con un aerosol el Volvo nuevecito de tu vecino.
– Hay que tener en cuenta que no era más que instigador y cómplice -señaló Robert. Sus ojos, vidriosos y con la mirada perdida, delataron una levísima identificación con Bowrick, el inadaptado.
– Quizá no disparó el arma porque no podía cogerla como era debido con un brazo atrofiado -conjeturó Tim.
– Además, Robert -le recordó Rayner-, un instigador y cómplice está sujeto a la misma pena que quienes llevan a cabo el crimen.
– Salvo por el agravante del arma -apuntó Robert.
– Ese agravante es lo de menos. Merecía la pena máxima.
Robert ladeó la cabeza en un gesto de concesión.
– Cierto -dijo-. Es verdad.
– Los precedentes están bastante claros -intervino Ananberg-, sobre todo para esta clase de cómplices. Hay casos de instigadores condenados en circunstancias especiales que van desde las alegaciones de mentira por omisión a las de asesinatos múltiples.
La instantánea de Bowrick tras su detención estaba boca arriba a la derecha de Tim, tan cerca que el reborde le rozaba los nudillos. A pesar de que Bowrick se esforzaba por mantenerse erguido, los mechones encrespados de color rubio lavaplatos apenas alcanzaban la línea del uno sesenta pintada en la pared a su espalda. De una fina cadena dorada le colgaba del cuello la mitad de una moneda con el reborde mellado. Sus rasgos se caracterizaban por un aire taciturno. No tenía el aplomo suficiente para resultar hosco; la suya era la cara blanquecina de la esperanza vapuleada hasta la sumisión más desdichada. Se le veía tristón como un perro apaleado, como un crío al que siempre eligen en último lugar, como una chica recién desflorada después de que su amante se haya ido a toda prisa.
Ananberg les marcó las pautas y Rayner dirigió la revisión del caso desde el principio. Empezaron por estudiar los informes sobre las pruebas, tanto las admisibles como las inadmisibles. Su capacidad de evaluación había mejorado drásticamente a medida que se familiarizaban con los procedimientos de Ananberg, y ahora eran capaces de centrarse más, proponer argumentos más incisivos y explorar un mayor número de posibilidades. Las deliberaciones resultaron más impresionantes si cabe teniendo en cuenta lo enfrentados que estaban al principio de la sesión.
Cuando el último documento hubo dado la vuelta por toda la mesa, Tim lo introdujo en la carpeta y miró a los demás:
– Procedamos a la votación.
Culpable. Por unanimidad. Ananberg, que votó en último lugar, cruzó las manos encima de la mesa con una curiosa expresión de satisfacción.
– Hay un gran inconveniente -dijo Rayner-. Tras convertirse en testigo de la acusación, Bowrick pasó a la clandestinidad. -Extendió las manos igual que Jesucristo para calmar las aguas del mar-. Lo bueno del asunto es que no entró en un programa de protección de testigos, al menos no de forma oficial. Pero le llegaban amenazas de muerte y sus propiedades estaban siendo objeto de actos vandálicos. Después de que alguien intentara quemarle el apartamento, cambió de nombre y desapareció. Su agente de la condicional es el único que sabe su paradero.
– Ya daré con él -dijo Tim en voz queda.
– Si su agente de la condicional lo tiene controlado, aún debe de andar por Los Ángeles -señaló Robert.
Mitchell, que tamborileaba con los dedos en la mesa, se interrumpió y miró a Rayner.
– ¿Puedes sacarle al agente de la condicional dónde se encuentra?
– Eso sería una chapuza -dijo Tim antes de que Rayner tuviera oportunidad de responder-. Dejaríamos demasiados indicios incriminatorios.
– Sabemos que está llevando a cabo servicios comunitarios -sugirió Robert-. ¿Por qué no comprobamos dónde hay en marcha esa clase de programas y les echamos un vistazo?
– He dicho que ya lo encontraré -insistió Tim-. Sin levantar la más mínima sospecha. Me ocuparé del asunto con discreción. Vosotros, sentaditos y callados.
Rayner estaba delante de la caja fuerte, de espaldas a los demás. Antes de que Tim hubiera hecho ademán de incorporarse, Rayner se volvió y dejó caer otro expediente encima de la mesa. Tim desvió la mirada hacia la última carpeta negra guardada en el interior de la caja de seguridad, la de Kindell.
Se preguntó si Ananberg habría intentado siquiera conseguirle las notas de la defensa del expediente de Kindell.
Rayner siguió la mirada de Tim hasta la caja abierta. Sonrió con sequedad, alargó el brazo y la cerró. A Tim, los jueguecillos de Rayner seguían resultándole mortificantes, a pesar de su transparencia.