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Tim levantó la vista hacia ella.

– No lo sé. Por eso quiero encargarme de lo de Bowrick por mi cuenta. Me aseguraré de que todo va bien y luego pasaré al caso de Kindell.

– Debes de tener muchas ganas de llegar a Kindell.

– Ni te lo imaginas.

Ananberg se sacó un documento plegado en tres del bolso y lo deslizó sobre el tablero de la mesa hasta los nudillos de Tim, donde se detuvo.

Las notas de la defensa.

– Rayner me encargó que hiciera una copia en el despacho. Hice dos por equivocación. Métetela en el bolsillo y no la mires hasta llegar a casa. Y no vuelvas a pedirme nada.

Tim contuvo la necesidad abrumadora de echar un vistazo. Aunque le dolió lo suyo, se metió las notas del abogado defensor en el bolsillo de atrás. Cuando levantó la vista, Ananberg ya había salido de la habitación.

El silencio repentino lo incomodó, e intentó ahuyentar la inquietud. No podía arriesgarse a que Rayner entrase y lo encontrara estudiando los documentos hurtados, y no podía marcharse de pronto después de decir que quería revisar detenidamente el expediente de Bowrick. Iba a tener que mantener la calma; se lo debía a Ananberg.

Redujo la intensidad de las luces del techo y apoyó la fotografía de Bowrick en el marco de Ginny. Estuvo mirando la expresión descontenta del muchacho un buen rato antes de abrir la carpeta.

Capítulo 28

Con las notas del caso de Kindell a punto de abrasarle en los pantalones, Tim se fue de la casa de Rayner sin buscarlo para decirle que se marchaba. A medida que recorría el sendero de entrada, notó que la casa se alzaba a su espalda, umbría y equívocamente anticuada. No fue hasta después de que las puertas de hierro forjado se cerraran detrás de su coche cuando cayó en la cuenta de que había atribuido al edificio una cierta emoción inefable, una especie de mezcla de tristeza y amenaza.

Condujo unas manzanas, aparcó y echó un vistazo a las notas del defensor de oficio sobre Kindell. Su entusiasmo no tardó en dar paso a la decepción. Las notas mecanografiadas, apenas un resumen de las conversaciones del abogado con Kindell antes del juicio, eran incompletas y estaban mal organizadas.

Algunas resultaban escalofriantes.

«La víctima era del "tipo" del cliente.»«El cliente asegura que se pasó hora y media con el cadáver después de la muerte.»Tim notó que le daba un vuelco el estómago y tuvo que bajar la ventanilla del coche y respirar aire fresco antes de armarse de valor para seguir leyendo.

Una frase en la quinta página lo dejó conmocionado. En un intento de recobrar la lucidez, se encontró leyéndola una y otra vez para dotar de significado a las palabras de modo que volvieran a tener algún sentido.

«El cliente asegura haberse ocupado de todos los aspectos del crimen él solo.»Y la frase siguiente: «No había hablado con nadie acerca de Virginia Rackley ni del crimen hasta que llegó la policía a su domicilio.»Sumido en un estupor que lo rodeaba por completo, acabó de revisar el documento, que no le aportó ningún dato nuevo.

Kindell no tenía razones para engañar a su abogado, ni éste para mentir en un informe confidencial. A menos que el expediente completo del caso revelara alguna otra información -enterrada quizás entre los informes del investigador de la defensa-, Tim tendría que reconocer que había andado errado desde el principio. Eran Gutierez, Harrison, Delaney y su padre quienes estaban en lo cierto.

El convencimiento que Tim tenía de que había un cómplice lo había protegido del grueso de la carga que era la muerte de Ginny. Si Kindell había sido su único asesino, las opciones de Tim eran concretas, tan limitadas como las paredes pandeadas de la casucha de aquél. No le quedaba gran cosa por hacer, salvo enfrentarse a éste como mejor le pareciese y luego arrostrar la realidad de la muerte de su hija.

Llamó a Dray. Se había ido a dormir -el contestador saltó nada más sonar el teléfono-, de modo que le dejó un mensaje con la noticia, codificada por si Mac andaba por allí.

En el trance de un agotamiento repentino, regresó a su apartamento y se sumió en un sueño tan denso como dichoso y exento de pesadillas. Al despertar, permaneció tumbado en el colchón unos minutos, observando el revoloteo errático de las motas de polvo a la luz matinal que entraba por la ventana, regresando de forma obsesiva a la última carpeta negra que aguardaba en la caja de seguridad de Rayner.

No sin cierta satisfacción, cayó en la cuenta de que, en el caso de que no aportara de milagro alguna prueba fehaciente de la existencia de un cómplice, no tendría que esperar mucho para vérselas con Kindell.

Antes, sin embargo, debía pillar a Bowrick.

Se dio una ducha, se vistió y salió a tomar un café. Se sentó en un reservado de una cafetería de mala muerte a una manzana de su piso y echó un vistazo a L. A. Times. La ejecución de Debuffier se había vuelto a apropiar del titular, pero el artículo no decía gran cosa sobre la investigación. El Hombre de a Pie seguía asomando el hocico para decir: «La ley no es necesaria para distinguir lo que está bien de lo que está mal. La ley dijo que ese santero cabrón no había hecho nada malo, pero sí lo había hecho. Ahora ha muerto y la ley dice que está mal. Yo creo que se ha hecho justicia.» Tim reparó con cierta inquietud en la claridad con que el Hombre de a Pie articulaba la posición que, en teoría, defendía él.

Otro artículo informaba de que un grupo que velaba por la moral y las buenas costumbres estaba protestando contra la empresa informática Taketa Fun Systems por haber empezado a desarrollar un video- juego titulado La colina de la muerte que apoyaba la táctica del revanchismo. El jugador podía equipar a su alter ego en la pantalla con el arma automática de su elección antes de lanzarlo a recorrer las calles. Se veían disparos que hacían estallar cabezas ensangrentadas y explosiones que cercenaban miembros. Con un violador se obtenían cinco puntos, y con un asesino, diez.

Un artículo secundario sobre dos inmigrantes abatidos en sendos robos mermó parte de la indignación hipócrita que sentía Tim.

Volvió a su apartamento y se sentó en la única silla con los pies en el alféizar y el móvil en el regazo. A modo de referencia había sacado a escondidas tres páginas de notas que había tomado del expediente de Bowrick. En busca de inspiración, se conectó a Internet y encontró la fotografía de L. A. Times del entrenador con su hija muerta entre los brazos a la salida del Instituto Warren. Pasó un buen rato absorto en la cara del hombre, deforme por efecto de la angustia y de una suerte de incredulidad conmocionada. Tim notó en ese momento una compasión que sólo puede experimentarse cuando lo que más teme uno se ha hecho realidad.

Y también cayó en la cuenta de la alarmante inutilidad de todo aquello.

Se frotó las manos, repasó las tres páginas de notas y elaboró una estrategia. Bowrick había preparado con tiento su reubicación para evitar amenazas y posibles atentados contra su vida; quería permanecer bien escondido. Por lo general, Tim tenía unos recursos de rastreo prácticamente ilimitados. Cada organismo gubernamental, desde el Departamento del Tesoro hasta Inmigración, pasando por Aduanas, tenía una o varias bases de datos informáticas -EPIC, TECS, NAD- DIS, MIRAC, OASIS, NCIC-, pero ahora le resultaban inaccesibles. Para obtener información sobre Bowrick, ya no podía llamar a sus topos en otros organismos, sus informadores ni sus contactos en empresas que trabajaban desde dentro. No podía hablar con nadie en persona, husmear en ningún sitio ni untar a ningún chivato. Tendría que buscarse la vida como un criminal, cosa que era, según supuso.

Empezó por la última dirección conocida de Bowrick, se puso en contacto con el gerente del apartamento de éste y se hizo pasar por cobrador. No tenía muchas probabilidades, pero Tim sabía cómo empezar por lo más modesto. Bowrick no había dejado dirección para que le enviaran el correo, pero Jim obtuvo la fecha en que se había mudado: el 15 de enero.