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Fingiéndose un inspector postal que investigaba un fraude, llamó a las compañías de gas, electricidad, agua y televisión por cable y les obsequió con un número de licencia falso y un tono de voz malhumorado. Le sorprendió -como siempre- lo fácil que era obtener información confidencial. Por desgracia, todos los datos sobre Bowrick correspondían a direcciones previas al 15 de enero; había sido lo bastante listo para registrarlo todo bajo su nuevo nombre, fuera cual fuese. El teléfono solía arrojar los datos más actualizados, pero la dirección que figuraba en su contrato con la compañía Pac Bell era la que ya le constaba, y el número estaba fuera de servicio desde hacía tiempo.

Con el nombre y el número de placa de Ted Maybeck -imaginó que Ted se la debía por la infame foto de la celebración-, Tim intentó abrirse paso por el entramado burocrático del Departamento de Vehículos Motorizados, pero no llegó a ninguna parte. El personal del DVM era o bien incompetente o bien duro de pelar; los que tenían este último rasgo también estaban versados en criterios de confidencialidad. Según el expediente del caso, Bowrick no tenía vehículo propio; su madre solía llevarlo al instituto, cosa que, según recordó Tim, lo convertía en el hazmerreír de los alumnos de último curso. De hecho, la mayor parte de los testimonios del alumnado habían sido mordaces, salvo por una chica, una tal Erika Heinrich, que señaló el maltrato de que habían sido objeto tanto Bowrick como los pistoleros -a estas alturas fallecidos- por parte de los miembros del equipo de baloncesto.

Callejones sin salida por todas partes. Tim había abordado la búsqueda como si cursara una orden de detención, y el repentino inciso le produjo de inmediato una intensa decepción. Abrió la ventana y se asomó a la leve brisa. No se había percatado del ambiente sofocante que había en la habitación por causa del sol y su propio calor corporal. Cerró los ojos y pensó en el informe policial a la espera de que un dato concreto descollara y le ofreciera una vía de investigación. No ocurrió nada parecido.

Recordó los hombros caídos de Bowrick, su atractivo de rata acorralada. Intentó imaginar lo que debía de ser haber tenido un hijo capaz de cometer un acto de destrucción semejante. ¿Podía un padre querer a alguien tan cruel y odioso? ¿Podía alguien quererlo?

Notó una punzada instintiva, como si una pieza del puzzle se desplazara hasta encajar. El colgante en forma de media moneda que llevaba al cuello en la foto de la policía, un regalo entre novios. Cada uno llevaba una mitad de la misma moneda. De pronto cobró nitidez el carácter de la declaración de Erika Heinrich. La única versión compasiva. La novia.

Se conectó e introdujo el nombre «Erika Heinrich» en el buscador de personas de Yahoo. Obtuvo dos coincidencias: una chica de diecisiete años en Los Ángeles y una mujer de setenta y dos en Fredericksburg, Tejas. ¿La abuela? Uno de los artilleros de la antigua compañía de Tim en los Rangers era de Fredericksburg, así que estaba al tanto de que era una comunidad predominantemente alemana, lo que explicaba la «k» del nombre de pila.

Localizó el número de la Erika más probable en la pantalla y llamó. Al contestar una mujer, puso su mejor voz de vendedor, y le salió sorprendentemente bien.

– ¿Hablo con Erika Heinrich?

Un deje de irritación en el tono:

– Soy su madre, Kirsten. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho esta vez?

– Lo siento, es posible que haya un cruce de nombres en nuestra base de datos. Llamo de Telecomunicaciones Contact para informarle de que ha sido agraciada con…

– No está interesada.

– Bueno, si tiene familiares fuera del estado, nuestras tarifas son sumamente competitivas. Dos centavos al minuto en llamadas interestatales y sólo diez centavos al minuto a Europa.

Una pausa ponderada, interrumpida únicamente por su respiración poco profunda.

– ¿Dos céntimos al minuto en las de larga distancia? ¿Dónde está la trampa?

– No la hay. ¿Le importa decirme a qué compañía está abonada? -MCI.

– ¿Y para llamadas locales?

– Verizon.

– Bueno, superamos tanto a MCI como a Verizon en casi un cuatrocientos por ciento. Hay un simple coste de veinte dólares al mes…

– ¿Un coste de veinte dólares? Ya sabía que era una tomadura de pelo. -La mujer colgó.

Tim no disponía de listín en el apartamento, Joshua había salido y el de la cabina de teléfonos de la esquina lo habían arrancado de cuajo. A un par de manzanas encontró otra cabina, ésta con la guía intacta. Echó un vistazo y localizó el establecimiento más cercano de la empresa de comunicaciones Kinko, luego buscó otro un poco más alejado de su piso. Llamó y obtuvo un número para la recepción de faxes, un servicio ofrecido a gente sin fax dispuesta a abonar una tarifa de un dólar por página.

De nuevo en el apartamento, llamó a MCI y le contestó un operador de atención al cliente. Colgó y llamó un par de veces más hasta que contestó una operadora. Matizó el tono de voz para lograr una entonación lo más lastimera posible.

– Sí, hola. Espero que pueda ayudarme con un… Esto… me acabo de separar de mi mujer, terminamos con el papeleo la semana pasada y… Bueno…

– Perdone. ¿En qué puedo ayudarle exactamente?

– Bueno, aún tengo que abonar las facturas de mi esposa… -Dejó escapar una risilla-. Las facturas de mi ex esposa. Su abogado acaba de enviarme la factura del teléfono y me parece… Bueno, me parece elevadísima. No quiero dar a entender que mi esposa esté haciendo nada fraudulento, no es eso, pero me preocupa que su abogado haya maquillado un poco las cifras. Ya sabe cómo son los abogados a veces.

– Yo también pasé por un divorcio. No hace falta que me lo cuente.

– Es… duro, ¿verdad?

– Bueno, la cosa mejora con el tiempo.

– Eso es lo que me dice todo el mundo. Yo… me preguntaba si podría enviarme por fax la factura telefónica para echarle un vistazo y asegurarme de que las cifras son correctas. Si lo son, reembolsaré el dinero a mi mujer encantado, naturalmente, sólo que…

– Que si algún abogado se está quedando con usted, quiere saberlo.

– Exacto. Mi mujer se llama Kirsten Heinrich y su número es el tres, uno, cero, seis, cinco, seis, ocho, cuatro, seis, cuatro.

Tim oyó el sonido de unos dedos fugaces sobre el teclado de un ordenador.

– Lo cierto es que, aunque me gustaría ayudarle, no puedo facilitar registros sin una autorización… -Más tecleo-. Oiga, este número figura bajo el nombre de Stefan Heinrich.

– Sí, claro. Soy yo.

– Bueno, técnicamente sigue siendo su número, así que hasta que ella cambie la domiciliación, estoy autorizada a facilitarle esos datos. ¿A qué número de fax quiere que le envíe la última factura?

– Al del Kinko más cercano a mi casa. He perdido el fax junto con mi Saturn nuevecito. El número es el tres, uno, cero, seis, dos, nueve, uno, cuatro, siete, siete. Si pudiera enviarme las últimas facturas, me sería de gran ayuda.

Con Verizon, Tim aseguró ser Stefan Heinrich desde el primer momento y pidió que le enviasen por fax las facturas de los tres últimos meses para comprobar que no le habían cargado ninguna llamada incorrecta.

Comió solo en Fatburger y dejó transcurrir una hora para que los faxes recorrieran los diversos eslabones de la cadena burocrática. Luego fue a Kinko y recogió los documentos. De regreso en su apartamento, se abalanzó sobre las páginas con un rotulador fluorescente en busca de pistas, hurgándose la mejilla con la lengua como si fuera un puntero.

Bowrick se había mudado un par de meses antes. Tim confiaba en que Erika y él habían sido pareja y seguían en contacto. Sabía de hombres que, al pasar a la clandestinidad, habían renunciado a coches con matrícula personalizada, a mascotas cuyo pedigrí estaba registrado, incluso a sus propios hijos, pero siempre se podía contar con que acabarían por ponerse en contacto con sus novias. Regresaban a la cama caliente igual que un perro a su vómito. Con un tipo solitario como Bowrick, las probabilidades eran mayores aún.