Las dos primeras facturas no le facilitaron ninguna información y empezó a inquietarse ante la perspectiva de verse obligado a llamar a todos y cada uno de los números que aparecían en el listado, pero entonces reparó en un número regional que coincidía con unas horas concretas. Hacia las once y media de la noche, todos los lunes, miércoles y viernes. Miró con más atención y vio que también había llamadas a ese mismo número, si bien con menos regularidad, en torno a las siete y media de la mañana.
Qué listillo, Bowrick.
Sabía que si alguien estaba decidido a encontrarle -una posibilidad razonable, teniendo en cuenta que era uno de los responsables de la matanza con mayor cobertura mediática en la historia de Los Ángeles-, quienquiera que fuese podía rastrear las llamadas que hicieran sus parientes o amigos. Así que, en vez de dejar que le llamaran a su piso, había establecido un horario en el que ponerse en contacto con él sin delatarlo.
Tim llamó al número y lo dejó sonar un buen rato, porque supuso que era un teléfono público. Tras diecisiete timbrazos, contestó un hombre que hablaba con fuerte acento hindú.
– Deje de llamar, por favor. Es un teléfono público. Me está espantando a la clientela.
– Lo siento, pero mi novia tendría que haber contestado. Me parece raro que 110 esté allí, así que quiero pasarme para buscarla. ¿Le importa decirme cuál es la dirección?
– ¿Piensa comprar algo o sólo vendrá a husmear?
– Compraré algo.
– En la esquina de Lincoln y Palms.
Tim ya lo sabía, pero tuvo que preguntarlo para tranquilizar al censor políticamente correcto que, para sorpresa suya, percibió merodeándole por la cabeza.
– ¿Y su establecimiento es…?
– Un 7-Eleven.
Colgó y miró la hora: 8.11 de la tarde. Le sorprendió comprobar que llevaba cerca de trece horas enfrascado en la tarea. El tiempo había transcurrido en una sucesión de minutos desdibujados, sin el lastre de pensar ni un instante en su esposa ni su hija, en ética ni en responsabilidad. Únicamente un trabajo bien hecho, una mezcla de instinto y concentración.
Faltaba algo más de tres horas hasta el momento en que Bowrick podía aparecer para recibir su llamada del lunes por la noche, pero decidió llegarse hasta allí para reconocer el terreno. El 7-Eleven estaba en una calle concurrida, de modo que no le fue difícil pasar inadvertido. Aparcó en el lado opuesto de Lincoln ante un parquímetro, desde donde veía con toda claridad la entrada a la tienda. Los parquímetros no funcionaban después de las seis, de modo que no tenía que preocuparse por los agentes de tráfico.
Entró en el establecimiento y compró un vaso grande de Mountain Dew y una cajita de tabaco de mascar Skoal. Cafeína y nicotina, dos malas costumbres forjadas a fuerza de turnos de vigilancia. Debuffier miraba desde una foto borrosa en la portada de un periódico sensacionalista al lado de la caja registradora, junto a otra instantánea de la bolsa de gran tamaño que contenía su cadáver. El titular clamaba: UN ÁNGEL DE DIOS SE DESHACE DE LA BASURA. El teléfono público estaba al fondo, en medio de una hilera de máquinas de videojuegos pasados de moda. Un chavalillo con marcas de viruela le estaba metiendo caña al baile del Ciempiés.
Tim volvió a subirse al coche y esperó sin quitar ojo a las puertas de doble hoja que de vez en cuando desaparecían tras las camionetas y los coches que pasaban. Para no perder la concentración, desconectó el Nextel; el Nokia lo había dejado en el apartamento. Mascó la mitad del tabaco, escupiendo en una lata vacía de Coca-Cola. Le sobrevino un estado hipnótico parecido al que se alcanza cuando se corren largas distancias o se miran fotografías de las vacaciones. Se le durmió el culo. Su reflejo en el espejo retrovisor le confirmó que el moretón que le había provocado Dray en el ojo no tenía prisa por desaparecer, aunque había mermado considerablemente hasta convertirse en una amplia mancha azulada.
Dieron las once y media y pasó el tiempo sin que Bowrick asomara por allí. Tim esperó hasta la una y cuarto, sólo por terquedad. Al cabo abandonó el espacio donde había aparcado, con la espalda dolorida y las encías inflamadas por causa del Skoal; hizo firme propósito de llevar un protector lumbar y comer pipas al día siguiente.
Una vez en casa, puso el despertador a las cinco y media para tener tiempo de cruzar la ciudad por si Bowrick había aplazado el momento de recibir llamadas hasta la mañana siguiente. Durmió, se despertó y regresó a su puesto de vigilancia, tras parar únicamente para adquirir una cámara Polaroid y un protector lumbar, que se ajustó bien a la cintura para mantener la espalda más recta. Los parquímetros entraron en funcionamiento a las siete de la mañana, y en cuestión de quince minutos tuvo que dar una vuelta a la manzana para evitar que el agente de tráfico lo multara.
Estuvo escupiendo cáscaras de pipas en el vaso del día anterior hasta las diez y cuarto. Había supuesto que las llamadas que recibía Bowrick a las siete y media eran una especie de toma de contacto antes de entrar a trabajar, así que era probable que estuviese ocupado en algún lugar durante las horas siguientes. Tim se marchó, comió un sándwich sin perder mucho tiempo y permaneció de vigilancia desde las once y media hasta las dos y media, por si Bowrick decidía pasarse por allí a la hora de comer. Regresó a las cuatro y media y realizó un largo turno de vigilancia que lo retuvo allí una hora y media más allá de la hora habitual de recepción de llamadas.
Agotado y abatido, regresó a su apartamento. Presa del insomnio, permaneció incorporado en la cama, estudiando las facturas de teléfono pormenorizadas. La factura más reciente de Erika Heinrich sólo llegaba hasta principios de mes. ¿Y si estaba obsoleta? Los horarios de llamadas podían haber cambiado en las tres últimas semanas. El día siguiente era miércoles, uno de los días que Bowrick solía recibir llamadas, así que decidió darle otras veinticuatro horas.
Cuando por fin conectó el Nokia, sólo tenía dos mensajes de los dos últimos días. El primero era un par de minutos de monótonas divagaciones de Dray, decepcionada al averiguar que las notas del abogado no habían aportado pistas nuevas. Le alarmó comprobar que, a lo largo de todo el día, había soterrado todo recuerdo de Ginny bajo un mecanismo de defensa mental; no había pensado un solo minuto en ella. El aguijonazo regresó más punzante aún, como un manotazo sobre una herida reciente, y echó por tierra el respiro que había supuesto aquel paréntesis.
En el siguiente mensaje, Dray le hacía saber que el jefe Tannino había vuelto a llamar -al parecer por segunda vez en lo que iba de mes-; estaba preocupado por Tim y deseoso de verle. Ananberg le había llamado al Nextel la noche anterior hacia las tres. Su mensaje decía simplemente: «Tim, soy Jenna.»Le alegró que el resto de la Comisión no lo hubiera molestado, tal como les había pedido. Tener a Robert y Mitchell al margen por el momento le quitaba un peso de encima. Escuchó un par de veces más el mensaje de Dray en busca de instantes en los que la voz se le quebraba levemente y delataba sentimientos de necesidad o añoranza.
Se sentó a su mesita y contempló la fotografía de Ginny, desgastada de tanto llevarla en la cartera. Notó que sus pensamientos se disgregaban y traspasaban fronteras sin parar mientes en barreras. Luego intentó dormir sin conseguirlo. Estaba tumbado boca abajo, con la mirada fija en el despertador, cuando dieron las cinco y media y el aparato emitió su descarado zumbido.
Se pasó el día en el puesto de vigilancia, que sólo abandonó un par de veces para mear y comprar un burrito en un puesto de comida mexicana calle arriba. A causa de la falta de estímulos, la cabeza le hervía como si estuviera sumido en una suerte de neblina resacosa. El aire olía más a tubo de escape que a oxígeno, y el mar no daba la menor señal de estar lamiendo las rocas apenas a diez manzanas de allí.