En el semáforo calle adelante, un vendedor de dudosa nacionalidad vendía diminutas banderas de Estados Unidos a diez pavos la unidad. América, irónica tierra de las oportunidades.
La tarde se hizo atardecer y el atardecer dejó paso a la noche. Cuando dieron las once y cuarto, Tim aflojó el protector lumbar un agujero para que los calambres le hicieran tensar la parte inferior de la espalda y así estar más alerta. Veinte minutos después seguía erguido en el asiento, con la mirada fija en la entrada de la tienda. A las doce menos cuarto empezó a maldecir. Llegó la medianoche, y entonces puso en marcha el coche y metió primera.
Justo iba a salir cuando Bowrick dobló la esquina.
Capítulo 29
Bowrick pasó casi tres cuartos de hora en el teléfono del 7-Eleven antes de salir, tirar un escupitajo a la acera y marcharse Palms arriba. Tim había aparcado el coche en Palms previendo que Bowrick regresaría por donde había venido. Supuso que vendría a pie, porque antes no tenía vehículo propio; su nuevo domicilio no podía estar muy lejos.
El muchacho caminaba con un aire gacho característico, los hombros encorvados, las caderas levemente desequilibradas -igual que un perro apaleado- a favor de la pierna derecha. Llevaba una camisa blanca y negra de franela abierta, con los faldones hasta mitad de los muslos como si fueran una falda. Tim aguardó a que doblara la esquina hacia Penmar antes de seguirlo a pie. Un par de manzanas más abajo, Bowrick levantó el pasador de una cancela que le llegaba a la altura de la cadera y se metió en un desastrado patio delantero con un óvalo de tierra que debía de haber sido un jardín. La casa en sí, una estructura prefabricada con la simplicidad uniforme de los edificios de las urbanizaciones, estaba levemente al bies en el solar, con los tablones de color turquesa retrete combados por la humedad y mal alineados. Para cuando Tim la pasó de largo, el chico ya había entrado por la puerta.
Recuperó el coche, aparcó a varias casas de la de Bowrick y permaneció sentado, fingiendo consultar un mapa. Tras unos cinco minutos apareció un Escalade trucado y tocó la bocina a pesar de la hora avanzada. Bowrick salió con una bolsa de lona pequeña y subió al vehículo de un salto. Al pasar a su altura, Tim alcanzó a ver al conductor, un chico hispano con camiseta imperio ceñida y llamas de color naranja tatuadas en los hombros y el cuello.
Probablemente iban de camino a realizar una entrega nocturna.
Tim esperó a que se alejara el sonido del motor, cogió la cámara del asiento de atrás y se acercó a la casa. Rastreó el patio en busca de mierda de perro y, al no encontrar ni rastro, saltó la verja. Seis zancadas y se pegó a la pared lateral para ponerse unos guantes de látex. Las casas aledañas estaban a unos diez metros, no porque los jardines fueran amplios, sino porque la casa de Bowrick era tan pequeña que no llenaba ni un solar tan modesto como aquél. Se acercó a la ventana y miró dentro. La casa, poco menos que un amplio espacio, se parecía a la de Tim en cuanto a su funcionalidad desnuda. Una mesa, una pequeña cómoda, una cama de matrimonio con las sábanas retiradas. Se llegó hasta la parte de atrás y echó un vistazo por la ventana del cuarto de baño para tener la seguridad de que dentro no había nadie. En la puerta de atrás vio una cerradura Schlage de cuidado y un par de pestillos, de modo que regresó a la ventana del baño, hizo saltar la rejilla y se coló como un gusano para ir a caer sobre el retrete, que, afortunadamente, tenía la tapa bajada.
No había cepillo de dientes ni vaso; ni siquiera pasta dentífrica.
Se coló en la estancia principal. Dos camisas dobladas y un par de calcetines aguardaban encima de la cama, como si Bowrick los hubiera dejado allí para llevárselos y luego hubiese decidido lo contrario.
A todas luces, el chaval iba a pasar fuera una noche; probablemente más.
Apartó la silla de la mesa, la dejó en el centro de la habitación y se subió encima. Necesitó ocho instantáneas Polaroid para tener documentación panorámica del interior. Dejó las brumosas fotos blancas encima de la cama para que acabaran de revelarse, se acercó a la mesa y empezó a registrar los cajones. Facturas y un talonario a nombre de David Smith. Cinco billetes de veinte dólares escondidos bajo una bandeja para documentos en el cajón superior le dieron a entender que no se había marchado definitivamente.
En una caja volcada en una esquina había un altar de lo más hortera con una cruz dorada, un óleo en miniatura de Jesucristo con la corona de espinas y unas cuantas velas ya usadas. La presencia de algo así en casa de Bowrick no hacía más que confirmar a Tim en su desconfianza hacia hombres que dejaban su compás moral en manos de un Dios capaz de tolerar la existencia de Joe Mengele y las brigadas de exterminio serbias. Interrumpió sus cavilaciones condenatorias al caer en la cuenta de que estaba abordando el asunto con prejuicios, y se centró en obtener información antes de cribarla.
Registró armarios, cajones, el colchón y las alacenas ubicadas debajo del fregadero. En el suelo de un armario había dos cascos -uno agrietado- y una sudadera Carhartt hecha un guiñapo. La moqueta se combaba por los extremos y tiró de ella para ver si ocultaba algún escondrijo para armas abierto en el suelo. No había ni rastro de armas en la casa. El filo más grande era un cuchillo para carne en la pequeña encimera de baldosas que hacía las veces de cocina. Dos puertas, dos ventanas: estupendo lugar para una ejecución.
Dejó todo meticulosamente tal como lo había encontrado. Borró las huellas de la moqueta, dejó el segundo cajón de la mesa entreabierto y ajustó la esquina inferior derecha del edredón para que rozara el suelo, como lo había visto al entrar.
Puesto que las instantáneas Polaroid se habían secado sobre la cama, contrastó la habitación con ellas. Comprobó que había dejado el único bolígrafo Bic muy cerca del margen de la mesa. La sábana encimera debía quedar plegada justo debajo de las almohadas. A un ejemplar de la revista Car and Driver le faltaba una rotación de noventa grados hacia la derecha. Fue retocando y recolocando cosas hasta que todo volvió a coincidir a la perfección con las fotografías.
Salió por la ventana del cuarto de baño, colocó de nuevo la rejilla y regresó a la acera. Pensó en telefonear al Cigüeña, pero el aspecto de éste era tan llamativo que resultaba un tanto peligroso en una misión de vigilancia. Aunque trató de localizar a Mitchell desde el coche, el gemelo solía tener el móvil desconectado incluso cuando no era necesario, como era costumbre de cualquier técnico en explosivos con dos dedos de frente. Llamó a Robert, e hizo que éste le pasara el teléfono a su hermano, algo que hizo a regañadientes.
– Acabo de salir de casa de Bowrick.
– Joder, ¿ya has dado con él? -preguntó Mitchell.
– Escucha. Vive en el dos mil ciento dieciséis de Penmar, pero creo que se dispone a pasar fuera varias noches. Llevo tres días en el tajo y necesito dormir. Quiero que vengas y mantengas vigilada la casa con suma discreción. Sólo tú. Nadie más. Que no te pillen. Y no traigas armas. ¿Entiendes? Ni pistola ni nada parecido. Vigila la casa y ponme sobre aviso si vuelve. Estaré de regreso a las nueve en punto de mañana para relevarte. ¿Estás por la labor?
– Claro.
– Tendré el Nextel conectado.
Tim se notó un tanto eufórico, como le pasaba siempre que andaba a la caza. Para celebrarlo, se planteó darse el gusto de devolver la llamada a Dray, pero con sólo pensar en ella le vino a la cabeza una imagen nítida de la habitación de su hija aún amueblada al otro extremo del pasillo. Junto con esta estampa, expulsado repentinamente del refugio de la insensibilidad, notó las punzadas de una corona de espinas. Ahora que estaba ocioso, sus pensamientos volvieron a convertirse en enemigos; era como si, al no tener nada a lo que hincar el diente, se tornaran caníbales. Su mente fue hocicando uno tras otro sus puntos débiles, pasando deliberadamente de Ginny a Dray, y luego a Robert y todo lo demás que, de un tiempo a esta parte, se le había ido de las manos. Cuando emergió del ensimismamiento, estaba a escasas manzanas de su edificio. Se imaginó de antemano el hosco abrazo de bienvenida del apartamento, tan distinto de lo que habría sido el regreso a su propia casa, que debía de oler a madera, restos de la barbacoa y platos de cartón manchados de ketchup en el cubo de basura. Una miríada de graves inconvenientes para la segundad de todos se ocupó de represar su impulso de hacer una visita espontánea.