– No me interesa.
– Hoy me ha llegado un chico…
– Esa mano, por favor.
Richard dio un paso atrás mientras Nick se encargaba de pedir la siguiente ronda.
– Cuando el chico tenía dieciséis años, entró en casa de su primo para robar un vídeo. -Levantó un dedo-. Primera cagada. Va a un partido de fútbol en el instituto, empieza una discusión y le dice al hijo de un profesor que va a darle de patadas si vuelve a pillarle hablando con su novia. Segunda cagada. Amenaza de agresión con intención de infligir LG, es decir, lesiones graves…
– Ya sé lo que quiere decir LG.
– Ahora, la tercera cagada. La tercera cagada, amigo mío, puede ser cualquier delito. El chaval entra en Longs Drugs y roba un portarrollos de papel higiénico. Eso es un seis seis seis, infracción menor con antecedentes. Una chorrada, pero lo cursan como delito mayor. ¿Y sabes qué? Tercera cagada. De veinticinco a perpetua. Ni negociación, ni discreción judicial; nada. Puro fascismo.
– Su padre lo maltrataba. En realidad no tenía intención de masacrar a sus compañeros de clase.
Richard suspiró.
– No es tan sencillo. No es todo tan bonito. Pero hay que fijarse en el individuo. Entonces, los ángulos y las distancias entre él y su entorno resultan mensurables. La combinación de esos ángulos es lo que constituye la perspectiva. Y eso es exactamente lo que hace falta para juzgar los actos de un individuo. -Aunque las palabras se le amontonaban por efecto del alcohol, Richard seguía expresándose de maravilla. Tenía práctica con la bebida.
– ¿Y qué me dices de juzgar al propio individuo?
– Eso déjaselo a Dios. O a Alá, o al karma, o a Snoopy, si te parece. A fin de cuentas, da igual si alguien es malo. Lo que importa es lo que haya hecho y cómo lo afrontamos los demás.
– Pero tenemos que juzgar a los individuos.
– Claro. Pero ¿qué determina la dureza del castigo? ¿Que el criminal sea irredimible? ¿La ausencia de arrepentimiento? ¿La incapacidad para reintegrarse en la sociedad? A nadie se le ha ocurrido tener en cuenta estos factores en el caso de mi cliente de hoy. El chaval está jodido. Va a tener que hacer chapas para algún pandillero durante el resto de su vida por un puto portarrollos de papel higiénico de treinta y siete centavos. -A Richard le tembló la voz, ya fuera de ira o de pena, y torció el gesto una vez, bruscamente, como presagio de un sollozo que no llegó. En vez de eso, esbozó algo parecido a una sonrisa-. Por eso estamos de juerga esta noche, amigo mío. -Levantó el vaso-. Celebramos que el sistema funciona.
Su amigo le puso una mano en el hombro y le ayudó a encontrar postura en el taburete.
– También ocurre todo lo contrario -dijo Tim.
Richard levantó la mirada con los ojos enrojecidos y medio cerrados.
– Sí, sí, claro.
– Más de una vez he visto salir bien parado a un tipo gracias a vacíos legales que ni se me habrían pasado por la cabeza. Cadena de custodia. Mociones de juicio rápido. Busca y captura. No es justicia; es una mierda.
– Es una mierda, cierto, pero ¿por qué no podemos tener buenos procedimientos y también justicia? De ese modo, el tribunal regaña al poli por… -Agitó las manos, en busca del término apropiado-. Por registro y detención ilegales, y la siguiente vez, el poli hace el trabajo como es debido, respetando los derechos civiles. El juicio es limpio. El tipo es condenado y recibe una sentencia adecuada. Pero ocurre todo lo contrario; queremos hacerlo todo a la vez.
Nick se precipitó hacia delante y se golpeó la frente contra la barra. Tim pensó que debía de ser una broma, pero el tipo permaneció en la misma postura. Richard, que no se había dado cuenta, se acercó a Tim, y éste notó que su aliento era portador de una hedionda combinación de pastillas de menta y tequila.
– Voy a contarte un secretito -dijo Richard-: a los defensores de oficio, por lo general, no les gustan sus clientes. No queremos que salgan libres. Queremos que los condenen. -Levantó un dedo vacilante-. Sin embargo, ante todo y sobre todo, queremos que los polis duros de pelar como tú y los fiscales prepotentes respeten la Constitución, el código penal, la Declaración de Derechos. Y todo el mundo va usurpando estos derechos, poco a poco, con el paso del tiempo. Detectives, fiscales, hasta los jueces. Nosotros no. Somos putos fanáticos. Fanáticos de la Constitución.
– Judíos a favor de Jesucristo -murmuró Nick, que seguía tumbado boca abajo encima de la barra.
– Y protegemos… eso, ese puto parche estúpido y distante, a pesar de la gentuza a la que tenemos que representar, al margen de los crímenes que hayan cometido o puedan cometer después de que consigamos que salgan en libertad porque algún poli gilipollas no anuncia de viva voz su intención de llevar a cabo un registro después de llamar a la puerta y nos pone en el puto trance de tener que señalarlo y permitir que algún chivato salga por la puta puerta, probablemente para hacer de nuevo lo que acababa de hacer.
Richard intentó ponerse en pie, pero se desplomó sobre el taburete. Nick mascullaba incoherencias contra la barra.
– Luchamos contra el fascismo en las minucias. -Richard giró sobre sí para ponerse de cara a la barra y levantó las manos para cubrirse la cara-. Y es horrible. Y perdemos de vista el premio, el objetivo, a veces, porque nos vemos sumidos en este…, en este… -Una inhalación trémula lo condujo a un sollozo, pero cuando bajó las manos, sonreía de nuevo-. Nos hace falta otro trago. Venga, otro trago.
– ¿Qué? ¿Acaso quieres batir el récord cuando te hagan soplar? ¿Piensas que igual ganas una muñeca chochona?
– ¿Va a detenerme, agente? ¿Borracho y privado de mis derechos civiles?
– Si te detengo, tendré buen cuidado de leerte tus derechos.
– Vaya, eso tiene gracia. -Richard rió a carcajadas-. Eres un tío cabal. Me caes bien. No hablas mucho, pero eres legal. Para ser un poli, claro. -Apoyó todo su peso en la barra y se mojó la manga con la bebida derramada-. Déjame que te cuente otro secreto. Pienso dejar mi trabajo. Voy a pasarme a la otra acera con el sistema federal; lo creas o no, las sentencias federales son incluso más draconianas. Voy a darme cabezazos contra ese muro para variar.
– ¿Por qué lo haces, si tanto lo aborreces? -se interesó Tim.
Nick levantó la cabeza con una pasmosa expresión de sobriedad.
– Porque nos preocupa que no lo haga nadie más.
Richard tamborileó con los dedos en la barra.
– Y nos aporta una tremenda impopularidad. Antes no era así, en los tiempos gloriosos de Darrow y Rogers. Los grandes. Ahora un abogado de oficio no es más que un apologista obstinado. Un pringado. Un blandengue. Dukakis. Somos como Dukakis.
– Y Móndale -apuntó Nick-. También somos como Móndale.
– Y los tipos como yo estamos convencidos de que sois los tipos como tú quienes manejáis el cotarro hoy en día -dijo Tim.
– ¿Estás de coña? -Richard se volvió sobre el taburete, dando un giro completo antes de conseguir detenerse. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un hipido. Tenía todo el aspecto de ir a vomitar-. ¿Has visto las noticias en los últimos tiempos? Todo ese asunto del revanchismo está recibiendo el visto bueno de la sociedad.
– Los que han sido ejecutados difícilmente son…
Richard profirió un zumbido similar al del timbre de un concurso televisivo ante una respuesta errada y se dejó caer del taburete para ponerse en pie.
– Respuesta equivocada -exclamó.
– Claro. Hay que tener fe en el sistema -prosiguió Tim-. El sistema que tú me has descrito desde tu perspectiva y yo te he descrito desde la mía. ¿Por qué habríamos de seguir teniendo fe? ¿Por qué no puede alguien intentar mejorarlo, tomarse la justicia por su mano?
Richard cogió a Tim por el brazo; por primera vez su voz sonó tenue y cascada en vez de atolondrada o rebosante de ironía hastiada.
– Porque supone una inmensa desesperación.
Se dobló y vomitó encima de sus propios zapatos.
Un par de taburetes más allá, una chica vio el charco de vomitona y lanzó un grito. Emanaba del líquido un olor nauseabundo y caliente. Richard sonrió con la barbilla manchada de babas y levantó los brazos al estilo de Rocky.
La camarera juraba en arameo y un tipo de seguridad criado en un gimnasio se acercaba a toda prisa ladrando por un transmisor. El gorila de la puerta se abrió paso entre el gentío y agarró a Richard.
– Muy bien, gilipollas, ya te advertí que si volvías a ponerte como una cuba en mi club te iba a joder vivo. -Por medio de una llave de lucha libre, cogió a Richard por detrás y le hizo agachar la cabeza al tiempo que le obligaba a poner los brazos en cruz igual que un espantapájaros. El otro tipo agarró a Nick por el hombro y lo incorporó de la barra.
– Vamos a tomárnoslo con calma -dijo Tim, pero el gorila no le hizo caso y golpeó la cabeza de Nick contra la barra. Tim tendió la mano y cogió al gorila por el ancho cuello para clavarle el pulgar en la escotadura del esternón. El tipo emitió un sonido gangoso y se quedó de una pieza-. No era una sugerencia -aclaró Tim.
Esperó a que el gorila soltara a Richard. El otro tipo soltó a Nick y separó las piernas, con la vista clavada en Tim, en busca de un buen ángulo. Varias personas miraban, pero, en buena medida, la música sofocaba el barullo. La pista de baile seguía siendo un mar de movimiento ajeno a la conmoción.
Tim apartó las manos y las alzó en un gesto tranquilizador. El gorila dio un paso atrás y se puso a toser.
– No me hace mucha gracia pelear -dijo Tim-, y además estoy convencido de que podéis darme una buena paliza, así que, ¿qué os parece si optamos por lo más fácil? Estos chicos van a pagar la cuenta. -Asintió en dirección a Nick, que hurgó en el bolsillo para sacar unos cuantos billetes que dejó encima de la barra-. Voy a sacar a mis amigos de aquí y no volveréis a vernos nunca. ¿Qué tal suena?
El gorila fulminó a Tim con la mirada.
– De acuerdo.
Tim pasó la mano por encima del hombro a Richard y lo llevó medio a rastras camino de la puerta. Nick los siguió de cerca. Salieron a la calle y el aire frío los golpeó a la altura del pecho igual que una ola.
– Vaya gilipollas -farfulló Richard mientras se frotaba el codo-. ¿Por qué no le has enseñado la placa? -Rebuscó en el bolsillo el resguardo del aparcamiento, pero Tim lo arrastró hasta el bordillo de la acera y paró un taxi que pasaba por allí. Dejó a Richard en el interior y se hizo a un lado para que subiera Nick.
Richard abrió la boca para decir algo pero Tim golpeó la ventanilla con los nudillos y el taxista puso el vehículo en marcha. Luego regresó hasta el aparcacoches y le entregó su resguardo. El gorila estaba otra vez en su puesto detrás de la cuerda y se frotaba la marca roja que le había salido en el cuello.
– ¿Estás bien? -le preguntó Tim.
– Más vale que te vayas de aquí cagando leches.
Guardaron un silencio tenso mientras esperaban a que trajesen el coche de Tim.