Richard cogió a Tim por el brazo; por primera vez su voz sonó tenue y cascada en vez de atolondrada o rebosante de ironía hastiada.
– Porque supone una inmensa desesperación.
Se dobló y vomitó encima de sus propios zapatos.
Un par de taburetes más allá, una chica vio el charco de vomitona y lanzó un grito. Emanaba del líquido un olor nauseabundo y caliente. Richard sonrió con la barbilla manchada de babas y levantó los brazos al estilo de Rocky.
La camarera juraba en arameo y un tipo de seguridad criado en un gimnasio se acercaba a toda prisa ladrando por un transmisor. El gorila de la puerta se abrió paso entre el gentío y agarró a Richard.
– Muy bien, gilipollas, ya te advertí que si volvías a ponerte como una cuba en mi club te iba a joder vivo. -Por medio de una llave de lucha libre, cogió a Richard por detrás y le hizo agachar la cabeza al tiempo que le obligaba a poner los brazos en cruz igual que un espantapájaros. El otro tipo agarró a Nick por el hombro y lo incorporó de la barra.
– Vamos a tomárnoslo con calma -dijo Tim, pero el gorila no le hizo caso y golpeó la cabeza de Nick contra la barra. Tim tendió la mano y cogió al gorila por el ancho cuello para clavarle el pulgar en la escotadura del esternón. El tipo emitió un sonido gangoso y se quedó de una pieza-. No era una sugerencia -aclaró Tim.
Esperó a que el gorila soltara a Richard. El otro tipo soltó a Nick y separó las piernas, con la vista clavada en Tim, en busca de un buen ángulo. Varias personas miraban, pero, en buena medida, la música sofocaba el barullo. La pista de baile seguía siendo un mar de movimiento ajeno a la conmoción.
Tim apartó las manos y las alzó en un gesto tranquilizador. El gorila dio un paso atrás y se puso a toser.
– No me hace mucha gracia pelear -dijo Tim-, y además estoy convencido de que podéis darme una buena paliza, así que, ¿qué os parece si optamos por lo más fácil? Estos chicos van a pagar la cuenta. -Asintió en dirección a Nick, que hurgó en el bolsillo para sacar unos cuantos billetes que dejó encima de la barra-. Voy a sacar a mis amigos de aquí y no volveréis a vernos nunca. ¿Qué tal suena?
El gorila fulminó a Tim con la mirada.
– De acuerdo.
Tim pasó la mano por encima del hombro a Richard y lo llevó medio a rastras camino de la puerta. Nick los siguió de cerca. Salieron a la calle y el aire frío los golpeó a la altura del pecho igual que una ola.
– Vaya gilipollas -farfulló Richard mientras se frotaba el codo-. ¿Por qué no le has enseñado la placa? -Rebuscó en el bolsillo el resguardo del aparcamiento, pero Tim lo arrastró hasta el bordillo de la acera y paró un taxi que pasaba por allí. Dejó a Richard en el interior y se hizo a un lado para que subiera Nick.
Richard abrió la boca para decir algo pero Tim golpeó la ventanilla con los nudillos y el taxista puso el vehículo en marcha. Luego regresó hasta el aparcacoches y le entregó su resguardo. El gorila estaba otra vez en su puesto detrás de la cuerda y se frotaba la marca roja que le había salido en el cuello.
– ¿Estás bien? -le preguntó Tim.
– Más vale que te vayas de aquí cagando leches.
Guardaron un silencio tenso mientras esperaban a que trajesen el coche de Tim.
Capítulo 30
Estaba sentado en el tobogán de la escuela primaria Warren, a escasas manzanas de su casa, con los pies sobre la pendiente de aluminio y una botella de vodka más o menos aferrada en el regazo. El carrusel, pequeño y sencillo, permanecía quieto, en silencio, como una araña panza arriba con las patas de metal agarrotadas. Los columpios tintineaban mecidos por la brisa nocturna; una cuerda con nudos para trepar golpeaba contra su poste. El aire olía a corcho plastificado y asfalto.
La última vez que estuvo allí fue un domingo de asueto cuando Ginny lo interrumpió en su tarea de podar el jardín trasero y lo obligó a que la llevara de la mano para estudiar unas barras cruzadas a las que aún la asustaba subirse. Habían permanecido en silencio, padre e hija, mientras ella rodeaba las barras, examinándolas desde todos los ángulos, como si se trataran de un caballo que quisiera montar. Cuando Tim le preguntó si deseaba intentarlo, Ginny negó con la cabeza, como siempre, y regresaron a casa cogidos de la mano.
Aunque no hacía ni pizca de frío, Tim temblaba. Se vio caminando, sopesando el suelo con los pies. Se vio delante de su porche, llamando al timbre.
Cierto revuelo y luego contestó Mac, a quien le llevó un momento reconocerlo y apartar la mano de la culata de la Beretta que llevaba metida en la cintura de los pantalones de deporte. Detrás de él, a través de una neblina cada vez más densa de pena e ira, Tim vio la manta y el cojín en el sofá de donde le había hecho levantarse.
– Quiero ver el cuarto de Ginny -dijo Tim.
Mac meció el cuerpo como si acabara de dar un paso, cosa que no había hecho.
– Mira, Rack, no creo que sea buena…
Tim habló en voz queda y tranquila.
– ¿Ves esa pistola que llevas?
Mac asintió.
– Más vale que te apartes, o voy a quitártela y hacértela tragar. -A Tim le temblaba la voz.
Mac movió la boca en un ademán a medio camino entre tragar saliva y morderse la lengua antes de adoptar una expresión inescrutable no exenta de atractivo.
– De acuerdo.
Tim abrió la puerta y Mac se hizo a un lado. Dray venía por el pasillo, atándose el albornoz con la boca entreabierta.
– ¿Qué haces…?
Bajó la cabeza al cruzarse con ella y entró a zancadas en la habitación de Ginny para cerrar la puerta a su espalda.
Oyó que Dray y Mac hablaban en el pasillo, pero estaba demasiado borracho para deducir palabras de los sonidos. Contempló la habitación un tanto borrosa, el montón de animales de peluche en el rincón, la pantalla plisada que coronaba la lámpara de porcelana rosa en la diminuta mesa, el brillo inane de la luz nocturna con la efigie de Pocahontas. Sólo cuando se aovilló en la cama de Ginny cayó en la cuenta de que aún llevaba la botella de vodka. Lo último que hizo antes de quedarse dormido fue posarla en el suelo para que no se le derramara.
Cuando despertó, le llevó unos instantes recordar dónde estaba. Había adoptado la posición fetal para acomodarse en la cama pequeña. Apoyó la coronilla en el cabezal, se frotó un ojo y notó la punzada de una legaña reseca en el párpado. Dray estaba sentada al otro extremo de la habitación, con la espalda apoyada en la pared, de cara a él. Le caía sobre el rostro la tenue luz gris de primera hora de la mañana dividida por los listones de la persiana.
Miró la puerta, que ya no estaba cerrada, y luego la miró a ella. Tenía una horquilla sin doblar en la boca, arqueada sobre su carnoso labio inferior.
– Lo siento -dijo Tim al tiempo que ponía los pies en el suelo-. Me marcho.
– No -le pidió ella-. Todavía no.
Su mirada lo incomodó, de modo que se puso a contemplar las florecillas amarillas y rosas del papel de la pared.
– Anoche llorabas -dijo Dray.
Tim entrelazó las manos y se llevó los nudillos a la boca.
– Lo siento.
– Ni se te ocurra pedir disculpas por eso. -Se recostó hasta darse un leve cabezazo contra la pared-. Quizá deberías haberlo hecho más a menudo.
Tim parpadeó con fuerza y mantuvo los ojos cerrados.
– No sé qué hacer para aliviar el dolor. Tiene que haber algo, alguna salida para las víctimas. En caso contrario, si no sacamos nada de los tribunales, de la ley, ¿qué se supone que debemos hacer?
– Llorarla, estúpido. -Dray apoyó la barbilla en la juntura de ambos puños-. Y, Tim… -Aguardó a que levantara la mirada-. No somos la víctima, sino familiares de la víctima.
Estuvo ponderando las palabras unos minutos y luego dijo en voz queda:
– Es una observación muy acertada, desde luego.