Dray respiró hondo como si se dispusiera a lanzarse al agua:
– A ti y a mí lo que nos cuesta es empezar las conversaciones, no conversar. -Bajó los brazos hasta estirarlos del todo con los codos apoyados en las rótulas-. Hoy he ido al supermercado por primera vez. A hacer la compra no para tres, ni siquiera para dos. Me he saltado el pasillo de las golosinas, por Ginny, ya sabes, y he comprado menos cosas, sólo para mí. He llegado a la caja y sólo me han cobrado treinta y pico dólares. Era tan barato que casi me he echado a llorar. -Se le quebró la voz, una grieta de vulnerabilidad-. No quiero ir a hacer la compra para uno solo.
Tim notó que algo se rompía en su interior y derramaba una intensa sensación de alivio.
– Andrea, yo… -Se irguió de repente-. Espera un momento. ¿No fuiste a la compra el día que yo fui a trabajar, el día del tiroteo del Martía Domez?
– Ese día no fui capaz de levantarme del sofá. ¿Qué pasa?
– El Cigüeña dijo que fue entonces cuando entró en casa y me puso un micro en el reloj. Lo dejé aquí.
– Imposible. Estuve aquí todo el día. -Dejó que un suspiro le inflara los carrillos-. Deben de tenerte vigilado desde mucho antes de lo que te quieren hacer creer. Ya sabías que te estaban manipulando desde el principio.
– Tengo que hablar con Dumone. Sé que puedo confiar en él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Sencillamente lo sé. Lo noto en los huesos.
– Bueno, quizás el Cigüeña y Rayner querían ponerte un micro una semana antes y no le informaron.
– Quizás. -Acudieron a su mente ideas poco halagüeñas. Le propuso obtener unas cuantas respuestas de Dumone, o en la siguiente reunión en casa de Rayner, para averiguar hasta qué punto había estado acosándolo la Comisión. La sensación de incomodidad que le rondaba se agravó: si de veras habían cometido un abuso de confianza con él, se vería obligado a disolver la Comisión.
Dray seguía apoyada en la pared y lo miraba con ojos húmedos. Tenía en el cuello señales de haber estado rascándose con las uñas.
– Ven aquí -le dijo Tim.
Se levantó con un gemido y le chasquearon las rodillas. Cruzó la habitación hasta la cama de Ginny y, al tumbarse con la cara sobre el pecho de Tim, un mechón de cabello le cayó sobre la mejilla enmarcándole el rabillo del ojo. Él le puso una mano en la nuca y la acercó hacia sí. Dray lo hocicó como un animal, como una criatura de pecho. Respiraron al unísono y luego siguieron respirando.
Tim le apartó el pelo de la cara; se miraron a los ojos y se sostuvieron la mirada. Ella le cogió el pecho con más fuerza.
– Tengo la sensación de que hemos vuelto a encontrarnos el uno al otro -dijo Tim.
El teléfono que llevaba en el bolsillo delantero de los vaqueros vibró contra ambos. Dray se apartó de él, hincó rodillas y codos en el colchón y le apoyó la barbilla en el estómago.
Abrió el teléfono.
– Sí.
– Tenemos al sujeto localizado -dijo Mitchell.
– De acuerdo. -Tim desconectó el móvil y miró a Dray, saboreando los últimos instantes de bienestar al tiempo que ya notaba en su interior el embate de la necesidad, pétreo y arrollador.
Dray levantó la mirada. Tim asintió y ella, tras quitársela de encima, se puso en pie y se alisó la camisa.
Tim sintió un deseo desesperado de llevar sus labios a los de ella, pero temió que, si empezaba, ya no podría parar. Tenía que ir al otro extremo de la ciudad y se aborrecía por ello.
Al pasar el uno junto al otro, se unieron en un abrazo espontáneo, los dos de costado, las manos de ella cogidas a la cintura de él y el brazo de él rodeando la cintura de ella, la cara de ella apoyada en el costado de su cuello, la barbilla en el hombro.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no volver la cabeza y besarla.
Capítulo 31
Tim vio a Mitchell al volante de una furgoneta de reparto de pizzas aparcada a media manzana del domicilio de Bowrick. Había un letrero iluminado de Domino en el techo, pero las puertas no llevaban el logotipo pintado, un lapsus menor pero perceptible. Tim abrió la puerta de atrás y entró. El interior olía a vinilo barato y a aire viciado.
En la transformación sufrida por el rostro de Mitchell, Tim percibió la factura que le había pasado el incidente de Debuffier. Tenía los ojos y las mejillas un tanto más oscuros, como si los pensamientos represados se hubieran filtrado hasta ellas para luego estancarse. Se le había reventado una venilla en el ojo izquierdo; semejaba una culebra muerta que brotara serpenteando de la pupila.
– Lo dejó un Escalade dorado con matrícula nueva a las cero cinco horas cincuenta y siete minutos. Tenía todo el aspecto de haberse bebido unas cuantas anoche. Se quedó en casa hasta las cero seis horas veinticuatro minutos y luego salió con mono de trabajo y el casco bajo el brazo. Cogió el bus dos manzanas hacia el norte, en la esquina.
– ¿Qué número de bus?
– Cogió el dos hasta la Diez. He intentado llamarte, pero no ha habido respuesta, así que le he seguido hasta el transbordo y luego al centro.
– ¿Adonde ha ido?
– Esto te va a encantar: al monumento conmemorativo, el nuevo que están levantando en honor a la gente asesinada en el atentado a la Oficina Regional del Censo. Tienen a Bowrick y a otros pardillos condenados a servicios comunitarios lijando el metal con chorro de arena, a las órdenes del escultor. A algún genio se le ocurrió que podría reformar criminales y construir el engendro al mismo tiempo. Debe de ser ironía, o algo parecido. No puede manejar el difusor de arena con el brazo malo, pero lo tienen haciendo cosillas. Incluso les obligan a hacer descansos para rezar. Es algo así como una puta secta de penitentes. Como si lijar metal con chorro de arena fuera a redimirte de haber acribillado a los alumnos de un instituto.
De la bolsa de lona caqui de Mitchell, colocada en el asiento trasero, asomaban guantes y pasamontañas negros. Tim cogió una capucha, la enrolló y se la metió en el bolsillo de atrás. También sacó un par de esposas flexibles del manojo que había sujeto con gomas elásticas.
Curvadas en lazos dobles parecidos a unas orejas de ratón, las esposas flexibles funcionaban igual que los cierres para bolsas de basura industriales. Una vez ceñidas a las muñecas del detenido, no era fácil zafarse; de intentarlo, sólo conseguía apretarlas más. Las tiras de plástico duro eran tan implacables que a veces los agentes se veían obligados a utilizar tijeras de podar para cortarlas. Eran un adminículo habitual en las redadas de la Unidad de Respuesta y Detención, y a Tim le gustaba tener unas cuantas a mano para poner trabas a lo imprevisible.
– ¿Llevaba almuerzo? ¿Una bolsa de papel marrón, una fiambrera o algo parecido?
– No.
– Bien. Así que deben de darles de almorzar, aunque también es posible que regrese entre las doce y la una. De no ser así, supongo que volverá entre las cuatro y las seis. Voy a colarme en su casa y lo esperaré allí. Si no está solo cuando regrese, da dos toques de bocina. No se te ocurra dejar el puesto de vigilancia. ¿Dónde está Robert?
– Aquí no.
– No quiero verlo sobre el terreno. ¿Queda claro?
Mitchell se atusó el bigote.
– Claro. Voy a ir a cambiar de vehículo. No quiero estar aquí mucho más rato con este trasto.
Tim asintió y se bajó. Recorrió a zancadas largas la acera agrietada y descolgó levemente el codo para rozar la culata del 357, cuyo tacto sólido bajo la camisa lo tranquilizó. Se cruzó con dos chicas mexicanas preciosas que saltaban a la cuerda, un vejestorio con un pit bull y un coche trucado con las ventanillas ahumadas. Dio la vuelta a la manzana y cruzó a hurtadillas dos patios traseros para aproximarse a la casa de Bowrick desde atrás.
Volvió a reptar por la ventana del cuarto de baño y se sentó a la mesa. El talonario de Bowrick estaba a la vista, así que lo hojeó. Bowrick ingresaba cheques por valor de unos quinientos dólares dos veces al mes. A Tim le llamó la atención una serie de entradas: doscientos dólares a la semana, todas las semanas, al fondo Lizzy Bowman. Tuvo que pensar un buen rato en ese nombre hasta caer en la cuenta de que era el de la hija del entrenador acribillada durante el tiroteo en el Instituto Warren.