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Dray murmuró algo en tono furibundo.

Tim dio media vuelta y cuando se dirigía a la puerta oyó a su espalda un coro de murmuraciones.

– Se le da bien largarse…

– Pues que siga así…

Tim alcanzó la puerta y pasó el pestillo, que emitió un chasquido metálico. El bar quedó en silencio. Desanduvo el camino en paralelo a la barra seguido por la mirada de los pocos borrachos que quedaban encaramados a sus taburetes.

Llegó al racimo de agentes y se volvió hacia la barra, de espaldas a ellos. Sacó el Smith & Wesson que aún llevaba en el cinturón y lo dejó encima de la barra. A continuación se deshizo de la cartera con el peso que le daba la placa. Colgó con pulcritud la cazadora en un taburete de respaldo alto. Se remangó cuidadosamente, dos pliegues en cada manga.

Cuando se dio media vuelta, los agentes estaban bastante más sobrios. Se acercó a Gutierez.

– Levántate.

Gutierez cambió de postura en la silla y se retrepó en un intento de mostrarse duro e impávido, aunque fracasó tanto en lo uno como en lo otro. Tim aguardó. Nadie abrió la boca. Otro agente echó un trago de cerveza y dejó la botella en la mesa con un golpe sordo. Al cabo, Gutierez apartó la mirada.

Tim volvió a ponerse la cazadora y cogió el arma y la placa. Rodeó la mesa, pero Dray ya se incorporaba para ir a su encuentro. Apoyó en él todo su peso, sesenta y un kilos de músculo y artillería.

Le pasó un brazo por la cintura y la acompañó camino de la puerta.

La desvistió como si fuera una cría, acuclillándose para quitarse las botas mientas ella se apoyaba en sus hombros. Cuando la arropó, ella, sudorosa, apartó las sábanas. Tim le dio un beso en la frente húmeda.

Dray levantó la mirada, su rostro juvenil y sin arrugas en la oscuridad. La voz le tembló:

– ¿Qué aspecto tenía ese tipo?

Tim se lo dijo.

Le enjugó las lágrimas, una mejilla con un pulgar, luego la otra.

– Dime lo que ocurrió. En la casucha. Hasta el último detalle.

Él se lo contó, esforzándose por no derramar sus propias lágrimas, limpiando las de ella sin cesar.

– Ojalá lo hubieras matado -dijo Dray.

– Entonces habríamos perdido la única oportunidad que tenemos de averiguar la verdad.

– Pero estaría muerto. Ya no estaría sobre la faz de la tierra. Habría sido erradicado.

Tim no alcanzaba a enjugarle tantas lágrimas. Ella le cogió la mano entre las suyas y se la apretó, dejando que las lágrimas resbalaran sienes abajo hasta la almohada.

– Estoy furiosa. Muy furiosa. Contra todo y contra todos. -Se le cerraba la garganta, así que lanzó un fuerte carraspeo.

– ¿Vas a dormir un rato? -preguntó.

– Me parece que no.

Dray se desvaneció unos instantes y luego volvió en sí.

– Yo tampoco. -Sonrió amodorrada.

– Voy a ver un poco la tele. No quiero estar dando vueltas, sin dejarte dormir. -Le apartó el pelo de los ojos con suavidad-. Al menos uno de los dos tiene que dormir.

Dray asintió.

– Vale.

Tim se tumbó en el sofá del salón como si se tendiera dentro de un ataúd, vestido de los pies a la cabeza, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Se quedó mirando el techo, esforzándose por asimilar la nueva realidad de su vida. No alcanzaba a comprender lo monumental que era su pérdida. Estaba sumiéndose en la oscuridad sin tener la menor idea de hasta dónde llegaba. El programa Nick de noche dejaba oír risas enlatadas a intervalos hipnóticos. Se desentendió de todo salvo de ese sonido. «La risa sigue existiendo -pensó-. Si me hace falta recordarlo, puedo encender la caja tonta y ahí está.»A eso de las tres de la madrugada lo despertó Dray, que se subía al sofá con el edredón a rastras. Se colocó encima de él y acomodó el rostro en su cuello.

– Timothy Rackley -dijo en voz baja y somnolienta.

Él le acarició el cabello con suavidad, luego se lo retiró hacia arriba y le frotó la tersa piel de la nuca. Durmieron entrelazados en un abrazo inquieto.

Capítulo 4

Tim abrió los ojos y notó que el miedo descendía sobre él antes de ser capaz de nombrarlo siquiera. Bajó las piernas del sofá y apoyó los pies en el suelo. Dray trajinaba en la cocina.

No sólo recordó su pena, sino que la volvió a aprender. Durante varios minutos permaneció sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los brazos a los costados, preparado para incorporarse. Estaba paralizado de desdicha. E incapaz de realizar un solo movimiento. Se centró en la respiración y pensó que si podía respirar tres veces, entonces sería capaz de tomar aire otras tres y la vida se iría prolongando de tres en tres respiraciones.

Al cabo, cobró fuerza suficiente para levantarse. De camino a la ducha, intentó no pensar en la pesadez teatral de su hija cuando la llevaba por ese mismo trayecto de la tele al dormitorio, a la hora de acostarse. Ginny solía ir con la cabeza echada hacia atrás, los ojos firmemente cerrados, la lengua asomando por la comisura de la boca como un personaje de dibujos animados ebrio, en un intento de sisar unos cuantos minutos más de pantalla fingiendo estar dormida.

A la luz del día, su muerte había cobrado una entidad real. Vivía en la casa con ellos, en el polvo de los suelos, la desnudez de los techos, los leves ruidos que emitió Tim al pasar por delante de su habitación y que quedaron sin respuesta.

Tras una ducha hirviendo, se vistió y regresó a la cocina.

Dray estaba sentada a la mesa, tomando café a sorbos con los ojos hinchados y el pelo aplastado a un lado. Tenía el teléfono inalámbrico encima de la mesa, a su lado.

– Bueno -dijo-. Acabo de hablar con la fiscal del distrito. Creo que no disteis al traste con el caso de Kindell.

– Bien. Eso está muy bien.

Se observaron el uno al otro un instante. Ella tendió los brazos como una niña que quería ser abrazada y Tim fue a su encuentro. Dray apretó la cabeza contra el estómago de su esposo, y gimió cuando éste le acarició la nuca y le revolvió el cabello.

Tim se sentó en la silla al lado de su mujer, que tenía dos medias lunas negras debajo de los ojos.

– Vaya maldito hijoputa soplapollas cabronazo de los putos cojones -dijo Dray.

– Sí -asintió Tim.

– Han metido a Kindell en la cárcel del condado. Tiene antecedentes penales: uno por exhibicionismo y otros dos por abusos a menores; en todas las ocasiones, con niñas menores de diez años. Un par de azotes en la palma de la mano. La última vez llegó a un acuerdo. El juez lo declaró inocente por enajenación mental. Con ese veredicto consiguió año y medio en Patton, con paredes acolchadas y comida caliente. -Dray hablaba a toda velocidad, para quitárselo de en medio.

– ¿Y qué hay del caso?

– Una vez en comisaria se cerró como un mejillón. Aunque le apretaron de lo lindo, no dijo ni palabra. Pero hay pruebas por toda su casucha. Esta mañana han obtenido una coincidencia con la sangre que había…, que había en la sierra… -Se echó hacia delante; tenía arcadas. Su espalda se combó en dos estertores secos.

Tim le retiró el pelo con cuidado, pero Dray no llegó a vomitar. Se incorporó en la silla, se limpió la boca con el dorso de la mano, lanzó un fuerte suspiro para marcar un punto y aparte y luego continuó en el mismo tono oficial.

– La fiscal le está apretando las tuercas y va a alegar circunstancias agravantes. La vista se celebra mañana. -Hizo girar la taza de café una vez, y luego otra más.

– Aún hay un cómplice suelto al que tenemos que dar caza.

– Alguien involucrado en el asesinato que supo cubrir sus huellas mucho mejor que Kindell.

– O un acuerdo que se fue al garete, o una mala pasada.

O, como por lo visto cree la fiscal, quizá lúe únicamente una maldita coincidencia: Kindell iba en su camioneta y se cruzó con Ginny, de camino a casa de Tess.