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Dray dejó escapar un suspiro entre dientes.

– Yo siempre la cago con todas las consecuencias, pero tú mantienes la calma. Siempre conservas la cordura. Tanto es así que, si se te deja solo, puedes llegar a convencerte de cualquier cosa. Bueno, ¿qué esperabas sacar de la Comisión?

Pensó con todas sus fuerzas, pero la respuesta siguió pareciéndole absurda:

– Justicia. Mi justicia.

– ¿Igual que la justicia contra el censo fascista? ¿Igual que un rito vudú contra los espíritus malignos? ¿Igual que la revancha contra los abusones de la escuela?

– Ya lo pillo. Pura hipocresía hecha realidad.

– Todo el mundo está convencido de poder apropiarse de la justicia, pero es imposible. No se trata de un lujo. No hay nada parecido a «mi» justicia. Sólo hay «Justicia», así, con mayúscula.

– ¿Y colarse en casa de Kindell para romperle una tubería? ¿Eso es «Justicia» con mayúscula?

– Claro que no, coño. Eso no es más que vandalismo. -Sus ojos, de un verde prístino, ocultaron un destello-. He hablado de lucidez, no de madurez. -Dejó escapar una risilla y luego mudó de gesto como sólo ella era capaz de hacer: fue frunciendo la boca y cincelando los pómulos al tiempo que ponía la mandíbula en tensión-. No creas que he venido aquí a juzgarte sólo porque he sido capaz de enlazar unas cuantas ideas en las últimas veinticuatro horas. No es eso.

Permanecieron unos momentos en silencio con la brisa nocturna y las ramas de los eucaliptos susurrando por encima de sus cabezas.

– No puedo seguir adelante con la Comisión -reconoció Tim.

– ¿Porque se está desbocando?

– No. Porque es una equivocación.

Resonó por el cañón el chapoteo de Kindell después de un tropezón, y luego se desvaneció en el silencio interrumpido únicamente por el canto de los grillos.

– Han estado jugándomela desde el principio. Voy a dejarlo, y me llevaré el expediente de Kindell.

– ¿Y si no quieren dártelo?

– Dejaré la Comisión de todos modos.

– Entonces, nunca averiguaremos lo que le ocurrió a Ginny.

– Lo averiguaremos de otro modo, si no nos queda más remedio.

Tim sacó de la funda el 357 sin registrar, abrió el tambor y lo hizo girar para que las balas fueran cayendo una tras otra en la palma de su mano. Entregó a Dray los proyectiles y luego el arma.

Se subió al coche. Cuando sus faros barrieron el vehículo de Dray, ésta seguía sentada en el capó, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.

La puerta de entrada a la casa de Rayner estaba abierta y proyectaba un haz de luz hacia la noche. A medida que se acercaba, Tim vio desde detrás del volante que habían desgoznado de golpe la verja del sendero de entrada y el último poste describía un arco sobre el cemento. Aparcó el Beemer al otro lado de la calle y cruzó la verja a la carrera.

Oyó unos gemidos procedentes del interior y se acercó a la puerta a toda prisa, consciente hasta lo doloroso de que no llevaba arma alguna. Rayner yacía boca arriba a los pies de las escaleras del vestíbulo, recostado sobre un codo, con los hombros y la cabeza apoyados en el pilar central.

Le vio sangre en la cara y el pecho.

Subió al porche y Rayner levantó la cabeza, pasmado, hasta que lo reconoció. De la sala de reuniones partía un rastro de sangre que acababa allí donde estaba tumbado Rayner; se había arrastrado por el vestíbulo. El teléfono encaramado a un pequeño nicho en la pared seguía fuera de su alcance.

Tim se detuvo ante el umbral e hizo un gesto de interrogación.

Rayner habló con voz débil y entrecortada. Tenía el labio superior partido hasta el bigote blanco, y el albornoz desgarrado por el costado derecho:

– Ya se han ido.

Al levantar una manga del albornoz empapada en sangre, asomó el puño del pijama. Con mano trémula y lánguida señaló hacia el otro extremo del vestíbulo.

Tim alargó el cuello y vio el cuerpo de Ananberg tumbado boca abajo cerca de la puerta de la biblioteca. El atroz ángulo de sus extremidades -un brazo doblado hacia atrás por el codo, la pierna derecha atrapada debajo de su peso de tal manera que tenía las caderas levantadas y ladeadas de un modo extraño- dejaba claro que seguía tal como había caído. Se apreciaban manchas de sangre en su blusa de color crema.

Se aproximó con cautela y se sirvió del codo para cerrar la puerta de tal forma que no borrara las huellas que pudieran haber quedado en el pomo de la puerta. Respiró por la nariz y percibió el olor residual de un explosivo. Se le habían desbocado los pensamientos en un furioso remolino.

Cruzó la estancia hasta Ananberg y le tomó el pulso, a pesar de que no esperaba encontrárselo. Un mechón de cabello brillante le tapaba los ojos. A Tim le habría gustado que ella misma se lo apartara con el dorso de la mano, se levantara con mirada soñolienta e hiciera algún comentario gracioso sobre su expresión pasmada, su camisa, un error de deducción. Sin embargo, permaneció allí, inerte y fría. Le retiró el pelo de la cara y le pasó suavemente las yemas de los dedos por la mejilla de porcelana.

– Maldita sea, Jenna -se lamentó.

Miró por la puerta abierta de la sala de reuniones. Aunque no tenía buen ángulo, vio que la fotografía del hijo de Rayner había caído al suelo. Una de las trituradoras de documentos, que debía de estar atascada, traqueteaba y emitía un gañido repetitivo.

La voz de Rayner le llegó en un susurro áspero.

– Llama a emergencias.

Tim ya tenía abierto el móvil. Al tiempo que pedía que enviaran una ambulancia a aquella dirección, le abrió el albornoz a Rayner. En torno a la herida abierta en el costado quedaron unas hebras sueltas. Asomó a la vista una de sus costillas, un destello blanco en el lustre oscuro e intenso.

Cuando Rayner volvió a hablar, Tim vio que tenía rotas las dos palas, y cayó en la cuenta de que le habían golpeado con una pistola.

– Nos han sacado de la cama… y han intentado hacerme abrir la caja de seguridad. Me he negado. -Levantó la mano y la dejó caer-. Jenna ha tratado de ofrecer resistencia… cuando me han disparado… Robert ha perdido los nervios y le ha partido el cuello con sólo girar la mano, sin más ni más… Jenna, Dios bendito… Pobre Jenna, tan orgullosa… -Se aferró al reborde chamuscado del albornoz con dedos tensos, anquilosados. Se estaba muriendo y ambos lo sabían.

A Tim le zumbaba la cabeza de pura incredulidad.

– Son implacables.

– Ahora que ya no está Franklin para poner orden…

– ¿Qué se han llevado?

– Los expedientes de los inocentes. Thomas Oso Negro, Mick Dobbins, Rhythm Jones. Y también han cogido el de Terrill Bowrick. -Su voz era un mero gorgoteo cada vez más débil.

Aunque su preocupación no era poca, Tim notó cierto alivio al averiguar que habían dejado el expediente de Kindell.

– He intentado detenerlos. Si matan indiscriminadamente… se irá al garete todo lo que somos… mi doctrina.

– ¿Había alguna otra carpeta en la caja fuerte? ¿Alguna de las que estabas revisando de cara a la segunda fase?

– No. -Rayner parpadeó un par de veces y su mirada vaciló-. Nada.

Los cuatro expedientes sustraídos contenían semanas, quizá meses de trabajo. Abarcaban todos los detalles de las investigaciones policiales, lugares, direcciones, relaciones, costumbres, infinidad de pistas para localizar al acusado.

Esa información esencial de cara a planear una serie de ejecuciones.

– Voy a llamar a las autoridades para ponerlas sobre aviso.

– Ni pensarlo. No… puedes. Una investigación, los medios… Quedaría destruido mi mensaje, mi nombre, mi legado…

La arrogancia de Rayner, su orgullo, seguía rigiendo hasta su último pensamiento, incluso entonces, al borde de la muerte. Tenía la boca levemente entreabierta, justo lo suficiente para que Tim percibiera las protuberancias de sus palas melladas. Se le veían las encías ribeteadas de sangre. Tim no habría sabido decir por qué Rayner le inspiraba más desprecio aún que Robert y Mitchell, que cualquiera, en realidad, salvo él mismo. El hedor a desvergüenza, quizás. El mismo aroma de su padre.