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– Robert y Mitchell no están interesados en airear nombres… -Con un gran esfuerzo, Rayner apartó un poco la cabeza del pilar para mirar a los ojos a Tim-. Si les dejamos tranquilos, ellos también nos dejarán tranquilos.

– Hay gente inocente que corre peligro de ser asesinada.

– Eso no lo sabemos. -Los ojos de Rayner eran una mezcolanza de desesperación y pánico sofocado. Cuando volvió a hablar, se abrió la herida de su labio superior, una grieta entre dos lengüetas de piel-. La cláusula de rescisión…, señor Rackley. ¿O lo ha olvidado? La Comisión ha quedado… disuelta.

– La cláusula de rescisión también estipula que debemos atar los cabos sueltos. ¿No te parece que tenemos entre manos un cabo suelto?

El chirrido de la trituradora de documentos seguía resonando de fondo con una regularidad exasperante.

– Soy profesor de psicología social…, un erudito de renombre… No eche por tierra el trabajo de toda una vida. No arruine lo que he intentado… -Hizo un brusco movimiento hacia delante, transido de dolor-. Lo que he intentado hacer aquí, por causa de esos dos… tarados. No son cosa nuestra. Lo que hagan no tiene que ver con lo que somos… La prensa lo confundirá todo… -Con los ojos llenos de lágrimas, Rayner se llevó una mano al costado en un intento fútil de restañar la hemorragia. Se le veía desesperado y absolutamente alicaído-. No arrastre mi nombre por el barro… por favor.

– Robert y Mitchell piensan matar a personas que declaramos inocentes. Formamos parte de esto. Lo pusimos en marcha. Para bien o para mal, es responsabilidad nuestra.

Rayner estaba quedándose blanco. Emitió un sonido de disconformidad, un brusco suspiro que se volvió fricativo en contacto con sus dientes.

– Voy a proteger a esa gente -dijo Tim-. Es más importante que tu reputación.

Rayner echó la cabeza hacia atrás y soltó una risilla tenue y quebradiza que heló la sangre a Tim.

– Eso se lo dice a un hombre a punto de morir. Es un idiota, Rackley. Nunca llegará a averiguar qué le ocurrió a su hija… No tiene ni la menor idea…

Tim se levantó de pronto con el corazón acelerado.

– ¿Sabes lo que le ocurrió a Ginny?

– Claro. Lo sé todo… -Jadeaba y pronunciaba las palabras a fuerza de intensas exhalaciones-. Hubo un cómplice, sí. Sé quién fue. Lo averigüé…

El charco de sangre iba creciendo debajo de Rayner y se extendía por la ranura en la base del peldaño inferior. Sus pullas sonaron concisas y perversas; Tim notó las palabras igual que un estilete que hurgara en una herida.

– Adelante…, filtre mi nombre a la poli, a la prensa…, pero… nunca lo averiguará…

Su mirada se aceró y adoptó una expresión altiva, intratable. Tim notó una repentina afinidad con aquel de los hermanos Masterson que había intentado aplastarle la cara con el cañón de la pistola.

La voz de Tim sonó grave y hosca. El deje amenazante lo sorprendió incluso a éclass="underline"

– Dime quién más está implicado en la muerte de mi hija.

Rayner sonrió y sus dientes brillaron a través del labio superior partido. El gesto desdeñoso se desvaneció y fue sustituido por otro de terror ante el acercamiento definitivo de la muerte. Tendió la mano poco a poco, temblorosa, y se aferró al bajo de los pantalones de Tim, que permaneció encima de él, mirándolo fijamente, con los brazos cruzados, viéndolo morir.

Dio la impresión de que el cuerpo de Rayner se retraía levemente, como si se acurrucara sobre sí mismo, aunque apenas se movió. Levantó la mirada hacia Tim, a lomos de una calma repentina.

– Quería mucho a mi chico, señor Rackley -dijo, y a continuación expiró.

Tim se apartó y levantó la pierna para zafarse de los dedos de Rayner. Tenía poco tiempo antes de la llegada de las ambulancias y, desde luego, no iba a marcharse sin el expediente de Kindell. Sobre todo a la luz de lo que le había dicho Rayner.

Siguiendo el rastro de la sangre, entró en la sala de reuniones. El gañido de la trituradora de documentos era cada vez más intenso. Rodeó la enorme mesa con las fotografías de las víctimas tumbadas por la explosión. Salvo por una zona ennegrecida cerca de la ranura superior, la caja de seguridad estaba del todo intacta. La puerta estaba entreabierta, pero con los topes echados como si aún siguiera cerrada. Tim se acercó y vio las mellas, similares a arañazos, producidas por los fragmentos del explosivo, también cerca de la ranura metálica. Olisqueó el aire profundamente un par de veces, a la espera de que el olor se abriera paso por sus recuerdos; lo que abrió fue una caja que llevaba cerrada desde 1993 en Somalia. Cordón detonante; cincuenta cargas por cada treinta centímetros.

Probablemente, Mitchell había introducido unos sesenta centímetros de cordón detonante por la ranura y añadido un detonador al extremo exterior. La explosión debía de haber aumentado la presión de la bolsa de aire en el interior de la caja, combando la puerta hacia fuera hasta el punto de que los topes se desencajaron y la puerta se abrió. La ranura metálica debía de haber producido un efecto mitigador, protegiendo así las carpetas que había tras ella.

El que la puerta hubiera recuperado su forma original y no reflejara daños permanentes no hacía sino atestiguar la habilidad y precisión de Mitchell. Robert y su hermano habían optado por los explosivos, un sistema más ruidoso y arriesgado que desentrañar la combinación. Tim confiaba en que eso supusiera que el Cigüeña, la única persona capaz de hacerlo, no estaba involucrado.

Empujó la puerta con un nudillo. Sólo quedaban dos carpetas, las correspondientes a Lañe y Debuffier.

La de Kindell había desaparecido.

A su espalda, la trituradora de documentos continuaba lamentándose. A Tim se le cerraron los ojos al entenderlo de repente. Se acercó al aparato y lo golpeó con una silla de respaldo alto para tumbarlo. Una página se había arrugado en el interior de la máquina, lo que había hecho que se trabaran las cuchillas. Tim la arrancó, y la mitad inferior continuó su camino y se disipó en diminutos cuadrados.

Era la foto de Kindell tomada por la policía, ahora rasgada justo por debajo de los ojos.

Robert y Mitchell habían hecho trizas el expediente de Kindell y los secretos que contenía. La agresión definitiva, la jugada final en el juego de poderes, una declaración de guerra.

Los Masterson estaban listos para actuar.

Contempló la mitad superior de la fotografía y notó que su frustración se tornaba rabia. El dolor por todo lo que había perdido lo recorrió de arriba abajo y lo dejó sin aliento. Al cabo, abocó el cráneo plano de Kindell al zumbido de las cuchillas.

Al salir, sólo se detuvo para recoger de la mesa la fotografía enmarcada de Ginny.

Capítulo 33

Oso tenía la voz impregnada de sueño, más bronca de lo habitual.

– ¿Qué? -exclamó.

Tim se introdujo entre un Camaro y una camioneta en una entrada de dos carriles que desembocaba en otro carril de la autopista, rebosante de coches de uso compartido, lo que dio lugar a una cacofonía de bocinazos estridentes. Incluso en febrero, la mañana caía sobre Los Ángeles dura e implacable; el sol casaba con lo explícito de la propia ciudad, ansiosa por dejar atrás los preliminares y quedar al descubierto.

– Ya me has oído. Ésos son los nombres y las direcciones. ¿Los tienes?

– Sí, sí, los tengo -dijo Oso-. ¿Hasta qué punto estás involucrado en el asunto?

– Llama al abogado defensor y envía unidades a casa de Mick Dobbins ahora mismo. Cursa una orden para que la policía busque de inmediato a Terrill Bowrick. Tal como te he dicho, no dispongo de la dirección actual de Oso Negro…