– Thomas Oso Negro está enchironado en Donovan por hurto mayor.
– Entonces no te preocupes por él. Tampoco tengo la dirección actual de Rhythm Jones, así que cursa otra orden de búsqueda. Corre grave peligro. Y ve a casa de William Rayner antes de que se enfríen los cadáveres.
– ¿Cómo te has visto implicado en todo esto?
Tim tenía unas ganas tremendas de que Oso dejara de hablar, llamara a comisaría y cursara las órdenes de búsqueda.
– En Yamashiro a las cinco y media. Llevaré las respuestas.
– Y una mierda, en Yamashiro. Si quieres que dé la alarma, tienes que responderme ahora.
– Es mejor que no te responda ahora. Te conviene pillar a esos sujetos y tenerlos bajo protección sin el lastre que supone esa información que, de todos modos, ambos sabemos que ya te consta. Aclararé el asunto cuando nos veamos.
– Vas a hacer algo más que eso. -Oso colgó.
A continuación, Tim probó suerte con los Nextel de Robert y Mitchell, pero saltaron los buzones de voz sin que sonaran siquiera. No les dejó ningún mensaje.
Al ver que se abría ante él un abanico de peligros cada vez más amplio, Tim cobró conciencia de su necedad, lo vio todo más claro, amplificado, y dedicó un momento a despreciarse sin ambages antes de hacer de tripas corazón y volver a funcionar como era debido.
Puesto que los Masterson habían hecho trizas la carpeta con el expediente de Kindell en vez de llevársela consigo, no debían de tener interés en darle caza. Kindell era el único de los sospechosos que iban a dejar en paz, para que continuara atormentando a Tim con su mera existencia. Las ejecuciones empezarían con Bowrick y Dobbins porque ya disponían de sus direcciones, y luego se pondrían tras la pista de Rhythm. En lo tocante a Oso Negro, no tardarían en averiguar que estaba a salvo de ellos en la cárcel.
Tim tenía un objetivo meridianamente claro: ante todo y sobre todo, tenía que velar por la seguridad de aquellos tipos.
Bowrick ya se había marchado; Tim le había visto subir al Escalade trucado y desaparecer entre el abundante tráfico de Lincoln.
En un semáforo, llamó a información para obtener la dirección de Dobbins, un apartamento en la parte más cutre de Culver City, al sur de Sony Pictures. Se vio atrapado en el flujo matinal de gente que iba al trabajo, de modo que le llevó casi media hora llegar al domicilio de Dobbins, un edificio de la década de los años cincuenta de estuco agrietado.
No había cinta que delimitara ningún escenario del crimen, ni camioneta del equipo forense, ni indicios de presencia policial o actividades violentas. El apartamento de Dobbins, el 9D, estaba en la parte de atrás.
Llamó al timbre. No hubo respuesta.
Con la mandíbula tensa de miedo, escudriñó el interior desastrado por la ventana, esperando ver el cadáver del jardinero retrasado sobre la moqueta raída, encima de una elipse de sangre. En vez de eso vio un póster enmarcado de Tony Dorsett, una mecedora marrón y un gato obeso, un tanto aburrido, que se daba lametazos. Ya tenía el juego de ganzúas en la mano cuando una anciana perdida entre un albornoz de color azul dentífrico y una constelación de rulos dobló la esquina y alzó una bolsa de medicamentos en dirección a él. Se le cayó un aerosol de plástico de Metamucil que fue a parar a un macizo de enebros, marchitos desde hacía mucho tiempo.
– ¿Qué hace?
– Hola, señora. Soy amigo de Mick. Me he pasado para…
– Mickey no tiene ningún amigo. -Al agacharse, asomó por la abertura del albornoz una pierna varicosa medio cubierta por una media de compresión.
– Permítame que se lo coja.
La anciana le arrebató el aerosol de la mano como si recuperase mercancía robada.
– Ha venido la policía y se lo ha llevado a rastras. No ha hecho nada. Ni entonces ni ahora. Es un buen chico. Casi le partieron el corazón, la última vez. Con todo aquello de las niñas, todo paparruchas. Es increíble cómo lo trataron. Le encantan los niños. Los quiere con pasión. Es un buen muchacho.
– ¿Cuánto hace que ha venido la policía?
– No los ha visto por los pelos.
La posibilidad de que Robert y Mitchell se hubieran hecho pasar por agentes para secuestrar a Dobbins mitigó la sensación de alivio.
– ¿Iban de uniforme? -preguntó Tim.
– Claro. Dos coches llenos hasta los topes de policías, con las sirenas puestas y toda la pesca. Han bloqueado la entrada. Vaya susto me han dado. ¡Vaya susto!
La típica anciana entrometida, la mejor amiga de un investigador.
– Gracias, señora. Voy a ver si puedo echar una mano al amigo Mickey.
– Alguien debería tener el detalle de velar por él. -Se puso una mano moteada sobre el albornoz, a la altura del corazón, como si fuera a jurar lealtad a la bandera-. Además de una servidora.
Tim regresó a su coche mientras se planteaba el siguiente paso a dar.
Teniendo en cuenta que, por el momento, ya no tenía que preocuparse por Oso Negro, Bowrick ni Dobbins, sólo debía cubrir otro objetivo. Según recordaba del expediente de Rhythm Jones, éste no tenía dirección conocida. Para dar con él antes que los Masterson, necesitaba tener acceso a las mismas pistas que ellos. Rayner se había mostrado paranoico a la hora de ocultar y poner límites a los materiales con que trabajaba la Comisión, pero también era un gran estratega. Tim habría apostado a que guardaba copias de los expedientes en alguna parte; otra de sus hábiles pólizas de seguro.
La cuestión era dónde.
Dumone se revolvió en la cama del hospital y alzó la mirada hacia Tim. Aunque la luz estaba apagada y las cortinas echadas, Tim vio que tenía los ojos hundidos, profundamente ensombrecidos, y la piel cetrina. A Dumone le costó lo suyo levantar la cabeza.
– ¿Qué ocurre? -Su voz era apenas discernible.
Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se sentó a su lado. Bajo la tela del albornoz de Dumone abultaban los parches torácicos, y le salían por la manga múltiples cables. El monitor proyectaba un leve destello verde sobre el extremo de la almohada. En un impulso repentino, Tim le cogió la lánguida mano izquierda.
– No hagas eso -le dijo Dumone.
Tim, un tanto avergonzado, lo soltó, pero Dumone pasó la mano derecha por encima del pecho y lo cogió por la muñeca en un gesto que era aproximación al cariño.
– No tengo tacto en esa mano.
– Has tenido una recaída.
– Otra embolia, anoche -farfulló Dumone-. Acaban de traerme de la UCI y estoy hecho polvo. -Intentó incorporarse un poco pero le fue imposible, así que negó con la cabeza cuando Tim hizo ademán de ayudarle-. Suéltamelas. Las malas noticias. Me parece que tienes peor aspecto que yo.
– Robert y Mitchell han perdido el juicio. Mataron a Rayner y Ananberg y se llevaron los expedientes.
Dumone suspiró al tiempo que se acomodaba entre las sábanas.
– Santa madre de Dios. -Cerró los ojos-. Detalles.
Tim lo puso al corriente en un tono de voz grave exento de emoción. Dumone mantuvo los ojos cerrados todo el rato; hubo un momento en que Tim se sorprendió vigilándole el pecho para asegurarse de que seguía respirando.
Acabó de hablar y permanecieron unos instantes en un silencio interrumpido únicamente por el pitido ocasional del monitor. Cuando Dumone abrió los ojos, los tenía húmedos.
– Rob y Mitch -dijo suavemente-. Dios bendito, esos chicos. -Apretó la muñeca a Tim con fuerza-. Ya sabes que vas a tener que detenerlos. -Sí.
– Aunque hayas de llegar hasta las últimas consecuencias.
– Sí. -Tim respiró hondo y contuvo el aire hasta notar que le ardían los pulmones-. ¿Te dijo Rayner quién era el cómplice de Kindell?
– No. Ni una palabra. -A Dumone le temblaba una de las comisuras de la boca-. Fue incapaz de decírtelo antes de morir. Vaya hijoputa manipulador.
– El Cigüeña mintió sobre el momento en que instaló el transmisor digital en mi reloj. ¿Sabes cuándo empezaron con las escuchas?