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– No me ocupé de supervisar toda la vigilancia. Cada uno nos centramos en distintos candidatos. Dedicamos a la selección la mayor parte del año, de modo que no podíamos estar todos al tanto de cada uno de los candidatos. Al principio, estabas en la lista de Rayner. Rob y Mitch se encargaban de trabajar a pie de calle, como siempre, con la colaboración del Cigüeña cuando les hacía falta algún aparatito. Así que no lo sé. Me involucré cuando Rayner empezó a tomarte en serio, más o menos cuando el funeral de tu hija. ¿Qué piensas?

A Tim le vino a la cabeza una imagen: estaba en el patio trasero de Rayner con Ananberg y vio a aquél susurrarle algo a Mitchell en la cocina.

– Quizás estuvieron implicados.

– ¿Implicados en la muerte de Virginia? -Dumone meneó la cabeza y le tembló un poco la sotabarba-. Me da igual hasta qué punto se les haya ido la olla, serían incapaces de asesinar a una niña. No son depredadores sexuales, no son pervertidos. Fanáticos, quizá. Crueles, sí. Más de lo que supuse. Pero odian, y me refiero a auténtico odio, a la gentuza como Kindell. ¿Qué habrían salido ganando con el asesinato de Ginny?

– No lo sé. Quizá la posibilidad de que, más adelante, la Comisión llevara a cabo otra ejecución sonada.

– Venga, Tim. ¿Cómo iban a saber de antemano el desenlace del juicio contra Kindell? Todo indicaba que acabaría entre rejas. Y no iban a matar aun niña sólo para poder cargarse a algún primo por haberla asesinado. No tiene sentido. Sabes perfectamente que, por muy tarados que estuvieran, tanto Rob y Mitch como Rayner, no harían nada semejante. Además, es imposible que Ananberg lo hubiera permitido.

Ananberg no lo habría permitido, desde luego, pero cabía la posibilidad de que ella, al igual que el Cigüeña, no estuviese al corriente del plan.

– Entonces, ¿por qué no quiso decirme Rayner quién era el cómplice? -preguntó Tim-. Ocultaba algo, algo que perjudicaría su reputación.

– Rayner siempre fue un tirano de la información: cómo la obtenía, cómo la protegía, cómo la filtraba. Ese era su mayor poder. ¿Por qué habría de renunciar a ese control, ni siquiera en el momento de su muerte? Era un megalómano. Incluso al final, quiso resguardar su reputación, su oportunidad de pasar a la historia. Si te ciñes a la cláusula de rescisión, Rob y Mitch quedarán como un par de balas perdidas que actuaron por su cuenta, y él pasará a los anales como el profesor compasivo que hizo todo lo posible por influir en la opinión pública y proteger a las víctimas.

Tim recordó lo mucho que mortificó a Robert la mujer muerta en la nevera de Debuffier, el repeluzno de Rayner cuando ponían encima de la mesa fotografías explícitas, la vehemencia herida con que Mitchell habló de la muerte de Ginny en Monument Hill, y tuvo la certeza de que a Dumone no le engañaba el instinto. No habrían colaborado con Kindell en los abusos y el asesinato de Ginny.

– Tienes razón. Pero Rayner sabía lo que le pasó a Ginny aquella noche; no era un farol. Y puesto que los gemelos hicieron trizas la carpeta de Kindell, es posible que Rayner se haya llevado el secreto a la tumba.

Dumone se aferró a la muñeca de Tim como si intuyera lo que se disponía a preguntar.

– Estoy en punto muerto; en todos los frentes -reconoció Tim-. Con Ginny. Con Robert y Mitchell. Si voy a pararles los pies, tengo que saber si Rayner guardaba copias de los expedientes en alguna parte.

Dumone comenzó a jadear. En el caso de que Tim persiguiera a los Masterson y protegiese a los objetivos, tal como ambos sabían que era su deber, tanto él como Dumone se verían implicados, serían juzgados y probablemente acabarían en la cárcel. Ponerle al corriente del paradero de las carpetas con los expedientes equivaldría a aportar pruebas de peso contra sí mismo.

Dumone se cogió el puente de la nariz entre el pulgar y el índice y se apretó la piel hinchada en torno a los ojos.

– Tenía copias en su despacho. Ve a por ellas. Averigua quién colaboró en la muerte de tu hija. No tengo más respuestas que darte. No tengo nada. -Apartó la mano y contempló a Tim con ojos enrojecidos-. Si algo lamento en la vida es haberte metido en esto, hijo mío. Espero que algún día llegues a perdonarme.

– Cada uno toma sus propias decisiones. No te culpes por ello.

– Claro. Me pongo condescendiente. Tal vez eso es lo que ocurre cuando estás llamando a las puertas de la muerte. -Tosió con fuerza e hizo una mueca de dolor.

– ¿Quieres que llame a una enfermera?

Dumone escudriñó el rostro de Tim.

– Déjame una bala.

Tim entreabrió la boca, pero no llegó a emitir sonido.

– Ya no me queda nada salvo ir pudriéndome. Y ambos sabemos que no me va.

El pitido del monitor. El destello verdusco sobre la almohada. El frío que emanaba de las baldosas del suelo.

Tim bajó la mano y sacó el 357 de la funda que llevaba al cinto. Abrió el tambor, sacó una sola bala y la depositó en la mano tendida de Dumone.

– Gracias por no obligarme a que me rebaje.

– Nunca ha habido razón para llegar a eso.

– Encáuzalo, Tim. Averigua todo lo que necesites.

Tim asintió y se puso en pie. Una vez en la puerta, se volvió. Dumone yacía en silencio, observándolo. Levantó la mano derecha y se la llevó a la frente a modo de saludo.

Antes de salir, Tim le devolvió el gesto.

Tim entró en Westwood y desfiló por delante de la hilera de mansiones dilapidadas con carteles de hermandades desportillados y jóvenes sin camisa que sacaban del porche desechos de las fiestas del día anterior. Le llevó casi una hora entera encontrar aparcamiento, incluso en uno de los numerosos parkings del campus. Con veinticinco centavos daba para unos siete minutos de parquímetro, un timo digno de su padre. Al menos habían tenido la gentileza de poner máquinas expendedoras de cambio en todos los pisos. Antes de salir, metió unos nueve pavos en el parquímetro.

El campus de la UCLA estaba abarrotado de alumnos de toda constitución, corpulencia y procedencia étnica. Una mujer de aspecto gargantuesco con túnica africana y coletas rojas se daba el lote con un tipo de aspecto lejanamente persa que abultaba casi la mitad que ella, bajo un póster hecho jirones en el que se anunciaba la fiesta del día del Movimiento por la Independencia de Corea.

La diversidad en acción.

Entró en el Centro John Wooden y llamó a información. Una voz gangosa le dijo que el despacho del doctor Rayner estaba en la primera planta del edificio Franz Hall.

En la última puerta del pasillo había adherida una placa con el nombre de WILLIAM RAYNER; Tim observó que los otros profesores habían tenido el buen gusto de otorgarse a sí mismos alguna letra minúscula. El vidrio translúcido estaba oscuro y no se veía ninguna sombra en el despacho del profesor adjunto. Le bastó con ver la ranura de luz en la jamba para saber que la última secretaria no se había molestado en echar la llave al salir.

Fingió hojear las notas del curso, colgadas bajo una fotocopia con un perfil del difunto aparecido en Vanity Fair, hasta que el pasillo estuvo despejado. Tom Altman, hombre de amplios recursos, había tenido la gentileza de facilitarle un carné de conducir plastificado que le permitió abrir sin dificultades la cerradura de tres al cuarto.

Cerró la puerta y echó el pestillo detrás de sí, pasó por delante de la mesa de un ayudante y entró en la estancia más grande, al fondo. Una voluminosa mesa de roble, archivadores de metal, estanterías con libros, casi todos firmados por el propio Rayner. Le bastó echar un vistazo a los cajones para ver que contenían sobre todo material de docencia. El salvapantallas del ordenador, una fotografía del chico de Rayner, rebotaba una y otra vez de un lado a otro del monitor como uno de esos misiles que desafían las leyes físicas en los videojuegos Atari.

A punto estuvo de romper el abrecartas de plata de ley hurgando en la cerradura del enorme cajón inferior de la mesa, lleno hasta los topes de expedientes amarillo canario. Tim cogió el primero, que también era el más grueso, y su propio nombre le devolvió la mirada desde la portada.