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Con la intención de aclararse las ideas, volvió a centrarse en su cometido. No en cómo lo habían liado. No en las estratagemas de Rayner, Robert y Mitchell para hurgar en su vida privada. Ni tampoco en Kindell.

Tenía que proteger a los objetivos. Sobre todo al siguiente de la lista.

Sirviéndose del antebrazo, barrió de la mesa todos los documentos que llevaban su nombre. Puso delante de sí la carpeta de Rhythm Jones, satisfecho al notar su peso; luego pasó cerca de hora y media encorvado sobre la mesa, hojeando el expediente mientras se mordía el labio inferior de un modo muy parecido a Bill Clinton cuando quería demostrar que compartía el dolor ajeno.

Prácticamente todos los personajes que aparecían en las actas del juicio o en los testimonios relacionados con Rhythm eran don nadies o pringados sin nada que perder a los que resultaría muy difícil sacar de debajo de las piedras: drogatas, chulos y camellos de medio pelo. No iba a ser fácil dar con ellos. El mejor candidato que Tim encontró fue un primo de Jones, Delroy, que había hecho algo con su vida, se había graduado en el instituto y había ido a la USC con una beca de atletismo. El abogado defensor de Rhythm, en uno de sus insólitos aciertos, había sacado al chico al estrado para que diera testimonio del carácter del acusado. La fiscalía intentó desacreditar a Delroy acusándolo de colaborar como vigilante en el atraco a una tienda cuando tenía doce años, un delito juvenil que el fiscal había conseguido desenterrar.

Tim salió a hurtadillas del despacho de Rayner con un rimero de carpetas y expedientes diversos acomodados entre la cuna de sus manos y la barbilla. Al llegar al coche a paso ligero hizo caso omiso de la multa adherida al parabrisas y metió los documentos en el maletero.

Se fue a la USC, hizo un aparte con uno de los muchos guardias de seguridad que deambulaban por allí, lo lió con un aluvión de términos policiales, y le instó a que colaborase como un buen representante de la ley y llamara a la central para que le facilitaran un número de habitación en la residencia de estudiantes. El guardia accedió más que encantado. Tras facilitarle la información, meneó de lado a lado la cabeza cuadrada, sus ojos soñolientos entumecidos de estupidez o del hastío provocado por tener que patearse South Central un día tras otro, y murmuró «Estos chavales negros…», con lasitud y desdén a partes iguales.

Fue una bonita chica de piel oscura, que tenía entre las manos un grueso libro de ciencia y llevaba puesta la sudadera del equipo de atletismo de Delroy a guisa de vestido, quien abrió la puerta de la habitación en la residencia. No pidió ver la placa de Tim cuando éste se identificó, pero él reparó en el gesto incómodo que cruzó fugaz por su cara, en el tono rígido al tiempo que amable de la joven, y anotó el hacerse pasar por un poli blanco de lo más gilipollas en su lista de razones para aborrecerse ese día.

Sí, era la habitación de Delroy. No, no estaba. Había salido de ronda por el West Side, solicitando donaciones para un programa de alfabetización para adultos con el que colaboraba en South Central. Había ido solo. No tenía móvil y se había dejado el busca. La chica no sabía por dónde había empezado ni qué zona de la ciudad tenía pensado cubrir, pero estaba segura de que volvería en torno a las seis para correr por las escaleras del estadio de fútbol, tal como hacía cada tarde antes de que diera comienzo la temporada. Tim le advirtió que no respondiera a ninguna pregunta sobre Delroy y que no olvidase nunca pedir que le enseñaran la placa antes de abrir la puerta, y ella lo observó con cara de fastidio mal disimulado hasta que se marchó.

Una vez fuera, llamó a las oficinas del programa de alfabetización de adultos, pero estaban cerradas de jueves a domingo, cosa que, de haber estado de mejor humor, le habría parecido graciosa.

En el desguace de vehículos de Doug Kay, Tim rastreó los BMW en busca de un Acura del noventa con un costado mellado y matrícula limpia. Kay cogió las llaves del Beemer con una sonrisilla satisfecha y le entregó la llave de un Integra colgada de un sujetapapeles doblado. Luego se marchó a toda prisa y se perdió entre cubos metálicos antes de que Tim tuviera oportunidad de cambiar de opinión.

Las dos horas siguientes las dedicó a pasearse por ferreterías, tiendas de ropa y farmacias con objeto de elaborar lo que los agentes veteranos y los hoscos adeptos a la vieja guardia llaman «equipo de guerra». Después se fue a casa en busca de su arma.

Nada más aparcar, vio a Dray sentada a la mesa de la cocina con un café y el periódico, tal como tenía por costumbre hacer por las tardes cuando la víspera le había tocado el turno de noche. Bajó del coche y se quedó en el sendero de entrada mirándola, contemplando su casa, durante unos momentos de calma relativa. No se veía a Mac por ninguna parte. Ginny bien podría haber estado en el colegio.

Dray levantó la mirada, lo vio allí plantado, momentáneamente ebrio de aquella fantasía pretérita, y se levantó para salir a la puerta y acompañarlo hasta la mesa de la cocina mientras él se aclaraba las ideas, exorcizaba el espíritu de las Navidades pasadas y volvía a la realidad como un cuerpo defenestrado por voluntad propia al estrellarse contra la acera.

– ¿Qué coño ha ocurrido? Oso ha llamado tres veces. Me parece que te sigue los pasos.

– Sí. Y dentro de hora y media va a saberlo todo. -Tim lanzó una mirada nerviosa pasillo adelante-. ¿Dónde está Mac?

Dray hizo un gesto en dirección a la ventana. Al otro extremo del jardín, Mac estaba sentado sobre la mesa plegable con los pies encima del banco, de espaldas a la casa. A su lado había alineadas tres botellas de Rolling Rock; se estaba trabajando la cuarta.

– Está enfurruñado; hoy le han dado la patada del Equipo de Operaciones Especiales.

– Vaya sorpresa.

– ¿Qué ha ocurrido?

Le contó lo acontecido en las últimas quince horas y ella escuchó en silencio, si bien su rostro hablaba largo y tendido. Terminó y permanecieron un momento sin decir nada más.

Cuando notó que Dray lo observaba, Tim se preparó para someterse al juicio de su mirada, pero no se produjo. Quizás estaba demasiado cansada para eso. O quizá su preocupación había mermado la ira, reduciéndola a una suerte de contemplación hastiada.

– ¿Por qué diablos tenían que matar a Rayner y Ananberg? -preguntó ella-. No era necesario. Podrían haber cogido los expedientes sin matarlos. -Se apretó las sienes-. Esos tipos… ¿Quién es capaz de matar por las buenas. Sin necesidad de ello. Sin apenas tener un motivo? ¿Son esos tipos los que llevan meses vigilándonos? ¿Espiándonos con nuestra hija?

Tim tenía la garganta tan seca que le dolió al responder:

– Sí.

– Joder, desde luego han dedicado tiempo de sobra a pillarte. -Dray cerró los dedos en un puño y golpeó la mesa con tanta fuerza que la taza de café dio un salto y se estrelló contra el suelo a un metro largo. Tim vio en su rostro la expresión que tenían las madres de los fugitivos cuando se presentaban para llevarse a sus hijos. Era una expresión funérea: perdida, extrapolada, una mezcolanza de desdicha y resignación ante lo inevitable. Dray apoyó los dedos entrelazados contra la frente y escondió los ojos-. Si haces lo correcto, si confiesas para proteger a los objetivos, vas a acabar en la cárcel -dijo.

– Es probable.

Cuando ella bajó la mano, tenía cuatro marcas blancas en la piel allí donde habían estado sus dedos.

– ¿Te consideras un hipócrita?

Tim intentó calibrar su ira mirándola a los ojos.

– Sí -respondió-, pero prefiero intentar ser cabal antes que coherente. -Si tenía la sensación de llevar días sin dormir era porque no lo había hecho. Metió la mano en el interior vacío de la funda de la pistola que se había puesto a la cintura de camino a casa.

Dray esbozó esa sonrisa que daba a entender que no le veía la gracia.

– Fowler trabajó en un rancho de Montana cuando era un chaval. Eso sí que era un trabajo, según dijo, en la planta del matadero donde se cargaban a las vacas. Había que atontar a los animales con una descarga y luego cortarles el gaznate. -Se inclinó sobre la mesa-. Tenían que cambiar de puesto cada semana. No porque fuera duro vivir con ello, sino porque los hombres empezaban a cogerle gustillo. Querían que les llegara el turno.