Llamó a los gemelos una vez más; sin embargo, ya fuera por suerte o por buen juicio, ambos tenían el móvil desconectado y los buzones de voz saltaron de inmediato. Empezó a devanarse los sesos para dar con una versión conveniente y asequible de localización telefónica de la que pudiera servirse a pesar de sus recursos limitados. A favor de él jugaba su capacidad de movimiento fuera de la ley -podía tomar atajos más rápidos y sucios que Oso y los agentes judiciales-, pero no alcanzaba a imaginar cómo llevar a cabo la tarea sin acceso directo a tecnología informática en red y sin un equipo que fuera barriendo una manzana tras otra con unidades de rastreo manual. Decidió seguir probando suerte con los móviles de Robert y Mitchell para deducir si los estaban utilizando; en caso de que estuvieran desconectados, no tendría sentido rastrearlos.
Por lo que había visto, Mitchell mantenía el móvil desconectado por costumbre; Robert era el más indicado para el contacto telefónico. Le vino a la cabeza la posibilidad de que los Masterson tuvieran los móviles desconectados porque estaban manipulando o preparando explosivos eléctricos. También se planteó que, vivieran donde viviesen, tenía que ser lo bastante lejos de la zona de Hancock Park donde estaba la residencia de Rayner para que hubieran necesitado un listín a la hora de localizar una bodega en las inmediaciones la noche que salieron juntos a tomar cervezas.
Para cuando dejó la autopista y llegó al Memorial Coliseum, ya casi eran las siete menos cuarto, y temió haberse perdido por completo el entrenamiento de Delroy Jones. Entró en el espacio inmenso al tiempo que acogedor del estadio, momentáneamente desorientado por la densidad del crepúsculo en contraste con las monótonas franjas de cemento. Vio una silueta con chándal de nailon rojo y amarillo que subía las empinadas escaleras del estadio. Ascendía por una, cruzaba en sentido lateral una vez arriba y bajaba por la siguiente. Luego el mismo recorrido otra vez.
Tim cogió una botella de Gatorade de la bolsa donde guardaba el equipo de guerra y se sentó en la cima de un tramo de escaleras para ver cómo Delroy sudaba la gota gorda para llegar hasta él. Echó un buen trago y se lo tomó con calma mientras se acercaba el muchacho, quien lo miró con expresión avisada y alcanzó a la carrera las gradas que había justo delante de él. Tim cantaba a poli a una legua, así había sido antes incluso de entrar a trabajar como agente judicial.
– ¿Delroy Jones?
Delroy no aflojó el paso.
– ¿Quién lo pregunta?
Mientras el chico enfilaba el siguiente tramo de peldaños, Tim se levantó con toda tranquilidad, se desplazó unos tres metros hacia la derecha y aguardó su llegada. Delroy jadeaba con más intensidad en el momento en que volvió a alcanzar la cima. Tim reparó en que hacía una pequeña mueca de dolor cuando apoyaba el pie izquierdo, como si se resintiera de un esguince.
– ¿Te gustaría que tu entrenador se enterase de que tomaste parte en un atraco, haciendo de vigilante?
Sin aminorar la marcha, Delroy profirió un chasquido desdeñoso.
– Tenía doce años, madero. Vas a tener que recurrir a una treta mejor.
En paralelo a las gradas y otra vez escaleras abajo. Tim se desplazó tres metros más, dejó la botella de Gatorade a sus pies y aguardó. Delroy resollaba con ganas cuando volvió a llegar a su altura.
Tim probó suerte:
– Vamos a ver. Hablemos del presente. Sé que tu primo Rhythm te ha presionado para que abras brecha en el mercado universitario. Por aquí hay cantidad de niños bonitos que quieren pasárselo bien. También sé que te negaste, pero tenemos fotografías de los dos juntos y podemos hacer que le lleguen a tu entrenador. ¿Cuánto falta para que te renueven la beca? ¿Cuatro meses?
Delroy hizo caso omiso de él, recorrió la grada hasta la mitad y entonces se detuvo, todavía de espaldas a él, alzando y bajando los hombros mientras recuperaba el aliento. Desanduvo el camino, se pasó una mano por la frente y proyectó una fina lluvia de sudor hacia el cemento. Los dos hombres se desafiaron con la mirada como perros de presa a punto de disputarse una chuleta.
– ¿Quién coño eres?
– Intento proteger a tu primo.
– Y yo soy un ortodontista blanco. Me alegro de conocerte.
Tim le ofreció la botella de Gatorade, gesto del que Delroy no hizo ningún caso.
– Rhythm Jones. ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Ya no se hace llamar Rhythm. Ahora es G-Smooth.
– Pues tiene que resultarle difícil explicar lo del tatuaje de Rhythm en el pecho, ¿ eh? -Tim hizo chasquear los labios contra los dientes una vez y luego otra, con toda la intención de resultar irritante-. Ahora escúchame bien, Delroy, vas a tener que currártelo más. No me vengas con nombres falsos y pistas de mierda. Hay unos tipos que quieren cargarse a tu primo, y cada vez están más cerca. Tú me ayudarás porque quieres salvar la vida a tu primo y porque, si no me ayudas, pienso pillarte bien pillado y darte donde más te duela. Filtraré tus antecedentes penales a la gaceta deportiva interuniversitaria. Haré llegar fotografías tuyas con Rhythm a todos los miembros del departamento de atletismo y a todos los que tengan algo que ver con la concesión de becas. Tu cara junto al careto infame de Rhythm hará que los gilipollas blancos que dirigen el campus arruguen el morro. Y ahora, ¿qué me dices?
Delroy, nervioso, apartaba la mirada una y otra vez.
– Mira, madero, yo voy a mi rollo, sólo quiero entrenar. ¿Por qué no me dejas en paz? No soy un chivato. Joder, todo el mundo viene a interrumpirme, a preguntar… -Se mordió la lengua, pero Tim ya se había puesto en pie.
– ¿Te ha presionado alguien más?
La reacción de Tim provocó una leve contracción en el rostro del muchacho.
– Joder, tío. Yo creía que era una cuestión de quincalla, que querían llegar a un acuerdo. ¿Crees que esos cabrones van a cargárselo?
– Sé que se lo quieren cargar. ¿Les has dado la dirección?
Delroy cogió aire no sin cierta dificultad, dio un paso atrás y se levantó la sudadera como si fuera a enseñar una pistola metida en el cinturón. Encima de las costillas del costado izquierdo habían aflorado unos amplios cardenales; marcas de botas, probablemente.
– Esos cabrones no me han dejado opción.
Tim pisó a fondo el Acura por las calles de South Central. Dobló a la derecha en el garito de gofres y pollo frito, tal como le habían indicado, y redujo la velocidad al mínimo mientras contaba los números de las casas para su coleto. El escondrijo de Rhythm estaba oculto tras un muro de estuco, el único de toda la manzana. Dejó el coche calle arriba y aprovechó el regreso a pie para ponerse los guantes con tachuelas de plomo. La cancela en la verja de madera estaba sin afianzar, el cierre apenas apoyado en el gancho. La abrió con los nudillos.
La puerta principal entreabierta. Un brazo a la vista, apoyado en el suelo del codo a la muñeca. Desenfundó el 357, cerró)a verja de madera a su espalda para que no pudieran verlo desde la calle y entró en la casa. Se desplazó con la espalda pegada a la pared a su derecha, el arma adelantada, los codos en posición. Al pasar, rozó con el hombro un teléfono colgado de la pared junto a la puerta. El brazo pertenecía a un cuerpo obeso que, supuso, debía de ser el de Rhythm. Estaba tumbado boca abajo, caído sobre una barriga considerable, con la cabeza medio reventada. Los restos de pólvora tiznaban la herida de entrada en forma de estrella: había sido a quemarropa, un asunto personal.
Robert y Mitchell tenían que haber disfrutado de lo lindo cargándose a un depredador sexual como el que había matado a Beth Ann. Eso debía de haber estimulado su apetito.
Algo más allá yacía el cuerpo de un hombre blanco, también boca abajo, sin el mínimo indicio de violencia. Tim ladeó el cadáver ya medio rígido con la punta del pie y reparó en las dos heridas de bala en el pecho, ambas casi a la altura de la clavícula. En el vestíbulo, justo fuera de su vista, yacía otro cadáver con dos disparos en la espalda: uno entre los omoplatos y otro en el riñón. Un muchacho negro escuchimizado que no debía de llegar a los veinte y no medía ni uno sesenta.