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Mole de guajolote con almendra y ajonjolí

IV. Abril. Mole de guajolote con almendra y ajonjolí

INGREDIENTES:

¼ de chile mulato

3 chiles pasilla

3 chiles anchos

Un puño de almendras

Un puño de ajonjolí

Caldo de guajolote

Un bizcocho (1/3 de concha)

Cacahuates

¼ cebolla Vino

2 tablillas de chocolate

anís

manteca

clavo

canela

pimienta

azúcar

semilla de los chiles

5 dientes de ajo

Manera de hacerse:

Después de dos días de matado el guajolote, se limpia y se pone a cocer con sal. La carne de los guajolotes es sabrosa y aun exquisita si se ha cebado cuidadosamente. Esto se logra teniendo a las aves en corrales limpios, con grano y agua en abundancia.

Quince días antes de matar a los guajolotes, se les empieza a alimentar con nueces pequeñas. Comenzando el primer día con una, al siguiente se les echan en el pico dos y así sucesivamente se les va aumentando la ración, hasta la víspera de matarse, sin importar el maíz que coman voluntariamente en ese tiempo.

Tita tuvo mucho cuidado en cebar a los guajolotes apropiadamente, pues le interesaba mucho quedar bien en la fiesta tan importante a celebrarse en el rancho: el bautizo de su sobrino, el primer hijo de Pedro y Rosaura. Este acontecimiento ameritaba una gran comida con mole. Para la ocasión se había mandado hacer una vajilla de barro especial con el nombre de Roberto, que así se llamaba el agraciado bebé, quien no paraba de recibir las atenciones y los regalos de familiares y amigos. En especial de parte de Tita, quien en contra de lo que se esperaba, sentía un inmenso cariño por este niño, olvidando por completo que era el resultado del matrimonio de su hermana con Pedro, el amor de su vida.

Con verdadero entusiasmo se dispuso a preparar con un día de anterioridad el mole para el bautizo. Pedro la escuchaba desde la sala experimentando una nueva sensación para él. El sonido de las ollas al chocar unas contra otras, el olor de las almendras dorándose en el comal, la melodiosa voz de Tita, que cantaba mientras cocinaba, habían despertado su instinto sexual. Y así como los amantes saben que se aproxima el momento de una relación íntima, ante la cercanía, el olor del ser amado, o las caricias recíprocas en un previo juego amoroso, así estos sonidos y olores, sobre todo el del ajonjolí dorado, le anunciaban a Pedro la proximidad de un verdadero placer culinario.

Las almendras y el ajonjolí se tuestan en comal. Los chiles anchos, desvenados, también se tuestan, pero no mucho para que no se amarguen. Esto se tiene que hacer en una sartén aparte, pues se les pone un poco de manteca para hacerlo. Después se muelen en metate junto con las almendras y el ajonjolí.

Tita, de rodillas, inclinada sobre el metate, se movía rítmica y cadenciosamente mientras molía las almendras y el ajonjolí.

Bajo su blusa sus senos se meneaban libremente pues ella nunca usó sostén alguno. De su cuello escurrían gotas de sudor que rodaban hacia abajo siguiendo el surco de piel entre sus pechos redondos y duros.

Pedro, no pudiendo resistir los olores que emanaban de la cocina, se dirigió hacia ella, quedando petrificado en la puerta ante la sensual postura en que encontró a Tita.

Tita levantó la vista sin dejar de moverse y sus ojos se encontraron con los de Pedro. Inmediatamente, sus miradas enardecidas se fundieron de tal manera que quien los hubiera visto sólo habría notado una sola mirada, un solo movimiento rítmico y sensual, una sola respiración agitada y un mismo deseo.

Permanecieron en éxtasis amoroso hasta que Pedro bajó la vista y la clavó en los senos de Tita. Ésta dejó de moler, se enderezó y orgullosamente irguió su pecho, para que Pedro lo observara plenamente. El examen de que fue objeto cambió para siempre la relación entre ellos. Después de esa escrutadora mirada que penetraba la ropa ya nada volvería a ser igual. Tita supo en carne propia por qué el contacto con el fuego altera los elementos, por qué un pedazo de masa se convierte en tortilla, por qué un pecho sin haber pasado por el fuego del amor es un pecho inerte, una bola de masa sin ninguna utilidad. En sólo unos instantes Pedro había transformado los senos de Tita, de castos a voluptuosos, sin necesidad de tocarlos.

De no haber sido por la llegada de Chencha, que había ido al mercado por los chiles anchos, quién sabe qué hubiera pasado entre Pedro y Tita; tal vez Pedro hubiera terminado amasando sin descanso los senos que Tita le ofrecía pero, desgraciadamente, no fue así. Pedro, fingiendo haber ido por un vaso de agua de limón con chía, lo tomó rápidamente y salió de la cocina.

Tita, con manos temblorosas, trató de continuar con la elaboración del mole como si nada hubiera pasado.

Cuando ya están bien molidas las almendras y el ajonjolí, se mezclan con el caldo donde se coció el guajolote y se le agrega sal al gusto. En un molcajete se muelen el clavo, la canela, el anís, la pimienta y, por último, el bizcocho, que anteriormente se ha puesto a freír en manteca junto con la cebolla picada y el ajo.

En seguida se mezclan con el vino y se incorporan.

Mientras molía las especias, Chencha trataba en vano de capturar el interés de Tita. Pero por más que le exageró los incidentes que había presenciado en la plaza y le narraba con lujo de detalles la violencia de las batallas que tenían lugar en el pueblo, sólo alcanzaba a interesara Tita por breves momentos.

Esta, por hoy, no tenía cabeza para otra cosa que no fuera la emoción que acababa de experimentar. Además de que Tita conocía perfectamente cuáles eran los móviles de Chencha al decirle estas cosas. Como ella ya no era la niña que se asustaba con las historias de la llorona, la bruja que chupaba a los niños, el coco y demás horrores, ahora Chencha trataba de asustarla con historias de colgados, fusilados, desmembrados, degollados e inclusive sacrificados a los que sacaban el corazón ¡en pleno campo de batalla! En otro momento le hubiera gustado caer en el sortilegio de la graciosa narrativa de Chencha y terminar por creerle sus mentiras, inclusive la de que a Pancho Villa le llevaban los corazones sangrantes de sus enemigos para que se los comiera, pero no ahora.

La mirada de Pedro le había hecho recuperar la confianza en el amor que éste le profesaba. Había pasado meses envenenada con la idea de que, o Pedro le había mentido el día de la boda al declararle su amor sólo para no hacerla sufrir, o que con el tiempo Pedro realmente se había enamorado de Rosaura. Esta inseguridad había nacido cuando él, inexplicablemente, había dejado de festejarle sus platillos. Tita se esmeraba con angustia en cocinar cada día mejor. Desesperada, por las noches, obviamente después de tejer un buen tramo de su colcha, inventaba una nueva receta con la intención de recuperar la relación que entre ella y Pedro había surgido a través de la comida. De esta época de sufrimiento nacieron sus mejores recetas.

Y así como un poeta juega con las palabras, así ella jugaba a su antojo con los ingredientes y con las cantidades, obteniendo resultados fenomenales. Pero nada, todos sus esfuerzos eran en vano. No lograba arrancar de los labios de Pedro una sola palabra de aprobación. Lo que no sabia es que Mamá Elena le había «pedido» a Pedro que se abstuviera de elogiar la comida, pues Rosaura de por sí sufría de inseguridad, por estar gorda y deforme a causa de su embarazo, como para encima de todo tener que soportar los cumplidos que él le hacía a Tita so pretexto de lo delicioso que ella cocinaba.

Qué sola se sintió Tita en esa época. ¡Extrañaba tanto a Nacha! Odiaba a todos, inclusive a Pedro. Estaba convencida de que nunca volvería a querer a nadie mientras viviera. Claro que todas estas convicciones se esfumaron en cuanto recibió en sus propias manos al hijo de Rosaura.