Fue una mañana fría de marzo, ella estaba en el gallinero recogiendo los huevos que las gallinas acababan de poner, para utilizarlos en el desayuno. Algunos aún estaban calientes, así que se los metía bajo la blusa, pegándoles al pecho, para mitigar el frío crónico que sufría y que últimamente se le había agudizado. Se había levantado antes que nadie, como de costumbre.
Pero hoy lo había hecho media hora antes de lo acostumbrado, para empacar una maleta con la ropa de Gertrudis. Quería aprovechar que Nicolás salía de viaje a recoger un ganado, para pedirle que por favor se la hiciera llegar a su hermana. Por supuesto, esto lo hacía a escondidas de su madre. Tita decidió enviársela pues no se le quitaba de la mente la idea de que Gertrudis seguía desnuda. Claro que Tita se negaba a aceptar como cierto que esto fuera porque el trabajo de su hermana en el burdel de la frontera así lo requería, sino más bien porque no tenía ropa que ponerse.
Rápidamente le dio a Nicolás la maleta con la ropa y un sobre con las señas del antro donde posiblemente encontraría a Gertrudis y regresó a hacerse cargo de sus labores.
De pronto escuchó a Pedro preparar la carretela. Le extrañó que lo hiciera a tan temprana hora, pero al ver la luz del sol se dio cuenta de que ya era tardísimo y que empacarle a Gertrudis, junto con su ropa, parte de su pasado, le habla tomado más tiempo del que se habla imaginado. No le fue fácil meter en la maleta el día en que hicieron su primera comunión las tres juntas. La vela, el libro y la foto afuera de la iglesia cupieron muy bien, pero no así el sabor de los tamales y del atole que Nacha les había preparado y que habían comido después en compañía de sus amigos y familiares. Cupieron los huesitos de chabacano de colores, pero no así las risas cuando jugaban con ellos en el patio de la escuela, ni la maestra Jovita, ni el columpió, ni el olor de su recámara, ni el del chocolate recién batido. Lo bueno es que tampoco cupieron las palizas, los regaños de Mamá Elena, pues Tita cerró muy fuerte la maleta antes de que se fueran a colar.
Salió al patio justo en el momento en que Pedro le gritaba buscándola con desesperación. Tenía que ir a Eagle Pass por el doctor Brown, que era el médico de la familia, y no la encontraba por ningún lado. Rosaura había empezado con los dolores de parto.
Pedro le encargó que por favor la atendiera mientras él volvía.
Tita era la única que podía hacerlo. En casa no quedaba nadie: Mamá Elena y Chencha ya se habían ido al mercado, con el propósito de abastecer la despensa pues esperaban el nacimiento de un momento a otro y no querían que faltara en casa ningún artículo que fuera indispensable en estos casos. No habían podido hacerlo antes, pues la llegada de los federales y su peligrosa estancia en el pueblo se lo habla impedido. No supieron al salir que el arribo del niño ocurriría ~ más pronto de lo que pensaban, pues en cuanto se fueron Rosaura había empezado con el trabajo del parto.
A Tita entonces no le quedó otra que ir al lado de su hermana para acompañarla, con la esperanza de que fuera por poco tiempo.
No tenía ningún interés en conocer al niño o niña o lo que fuera.
Pero lo que nunca se esperó es que a Pedro lo capturaran los federales injustamente impidiéndole llegar por el doctor y que Mamá Elena y Chencha no pudieran regresar a causa de una balacera que se entabló en el pueblo y las obligó a refugiarse en casa de los Lobo, y que de esta manera la única presente en el nacimiento de su sobrino fuera ella, ¡precisamente ella!
En las horas que pasó al lado de su hermana aprendió más que en todos los años de estudio en la escuela del pueblo. Renegó como nunca de sus maestros y de su mamá por no haberle dicho en ninguna ocasión lo que se tenía que hacer en un parto. De qué le servía en ese momento saber los nombres de los planetas y el manual de Carreño de pe a pa si su hermana estaba a punto de morir y ella no podía ayudarla. Rosaura había engordado 30 kilos durante el embarazo, lo cual dificultaba aún más su trabajo de parto como primeriza. Dejando de lado la excesiva gordura de su hermana, Tita notó que a Rosaura se le estaba hinchando descomunalmente el cuerpo. Primero fueron los pies y después la cara y manos. Tita le limpiaba el sudor de la frente y trataba de animarla, pero Rosaura parecía no escucharla.
Tita habla visto nacer algunos animales, pero esas experiencias de nada le servían en estos momentos. En aquellas ocasiones sólo habla estado de espectadora. Los animales sabían muy bien lo que tenían que hacer, en cambio ella no sabía nada de nada. Tenía preparadas sábanas, agua caliente y unas tijeras esterilizadas. Sabía que tenía que cortar el cordón umbilical, pero no sabia cómo ni cuándo ni a qué altura. Sabía que había que darle una serie de atenciones a la criatura en cuanto arribara a este mundo, pero no sabia cuáles. Lo único que sabía es que primero tenía que nacer, ¡y no tenía para cuándo! Tita se asomaba entre las piernas de su hermana con frecuencia y nada. Sólo un túnel obscuro, silencioso, profundo. Tita, arrodillada frente a Rosaura, con gran desesperación pidió a Nacha que la iluminara en estos momentos.
¡Si era posible que le dictara algunas recetas de cocina, también era posible que le ayudara en este difícil trance! Alguien tenia que asistir a Rosaura desde el más allá, porque los del más acá no tenían manera.
No supo por cuánto tiempo rezó de hinojos, pero cuando por fin despegó los párpados, el obscuro túnel de un momento a otro se transformó por completo en un río rojo, en un volcán impetuoso, en un desgarramiento de papel. La carne de su hermana se abría para dar paso a la vida. Tita no olvidaría nunca ese sonido ni la imagen de la cabeza de su sobrino saliendo triunfante de su lucha por vivir. No era una cabeza bella, más bien tenía forma de un piloncillo, debido a la presión a que sus huesos estuvieron sometidos por tantas horas. Pero a Tita le pareció la más hermosa de todas las que había visto en su vida.
El llanto del niño invadió todos los espacios vacíos dentro del corazón de Tita. Supo entonces que amaba nuevamente: a la vida, a ese niño, a Pedro, inclusive a su hermana, odiada por tanto tiempo: Tomó al niño entre sus manos, se lo llevó a Rosaura, y juntas lloraron un rato, abrazadas a él. Después, siguiendo las instrucciones que Nacha le daba al oído, supo perfectamente todos los pasos que tenía que seguir: cortar el cordón umbilical en el lugar y momento preciso, limpiar el cuerpo del niño con aceite de almendras dulces, fajarle el ombligo y vestirlo. Sin ningún problema supo cómo ponerle primero la camiseta y la camisa, luego el fajero en el ombligo, luego el pañal de manta de cielo, luego el de ojo de pájaro, luego la franela para cubrirle las piernas, luego la chambrita, luego los calcetines y los zapatos y, por último, utilizando una cobija de felpa le cruzó las manos sobre el pecho para que no se fuera a rasguñar la cara. Cuando por la noche llegaron Mamá Elena y Chencha acompañada de los Lobo, se admiraron del profesional trabajo que Tita realizó. Envuelto como taco, el niño dormía tranquilamente.
Pedro no llegó con el doctor Brown hasta el día siguiente, después de que lo dejaron en libertad. Su retorno tranquilizó a todos.
Temían por su vida. Ahora sólo les quedaba la preocupación por la salud de Rosaura, que aún estaba muy delicada e hinchada. El doctor Brown la examinó exhaustivamente. Fue entonces que supieron lo peligroso que había estado el parto. Según el doctor, Rosaura sufrió un ataque de eclampsia que la pudo haber matado. Se mostró muy sorprendido de que Tita la hubiera asistido con tanto aplomo y decisión en condiciones tan poco favorables. Bueno, quién sabe qué le llamó más la atención, si el que Tita la hubiera atendido sola y sin tener ninguna experiencia o el descubrir de pronto que Tita, la niña dientona que él recordaba, se había transformado en una bellísima mujer sin que él lo hubiera notado.