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Tita estaba tan feliz que no se dio cuenta de que su madre, lo mismo que John, aunque por otra razón, no la perdía de vista un solo instante. Estaba convencida de que algo se traían entre manos Tita y Pedro. Tratando de descubrirlo, ni siquiera comió, y estaba tan concentrada en su labor de vigilancia, que le pasó desapercibido el éxito de la fiesta. Todos estuvieron de acuerdo en que gran parte del mismo se debía a Tita, ¡el mole que había preparado estaba delicioso! Ella no paraba de recibir felicitaciones por sus méritos como cocinera y todos querían saber cuál era su secreto. Fue verdaderamente lamentable que en el momento en que Tita respondía a esta pregunta diciendo que su secreto era que había preparado el mole con mucho amor, Pedro estuviera cerca y los dos se miraran por una fracción de segundo con complicidad, recordando el momento en que Tita molía en el metate, pues la vista de águila de Mamá Elena, a 20 metros de distancia, detectó el destello y le molestó profundamente.

Entre todos los invitados ella era realmente la única molesta, pues curiosamente, después de comer el mole, todos habían entrado en un estado de euforia que los hizo tener reacciones de alegría poco comunes. Reían y alborotaban como nunca lo habían hecho y pasaría bastante tiempo antes de que lo volvieran a hacer. La lucha revolucionaria amenazaba con acarrear hambre y muerte por doquier. Pero en esos momentos parecía que todos trataban de olvidar que en el pueblo había muchos balazos.

La única que no perdió la compostura fue Mamá Elena, que estaba muy ocupada en buscar una solución a su resquemor, y aprovechando un momento en que Tita estaba lo suficientemente cerca como para no perder una sola de las palabras que ella pronunciara, le comentó al padre Ignacio en voz alta:

– Por cómo se están presentando las cosas padre, me preocupa que un día mi hija Rosaura necesite un médico y no lo podamos traer, como el día en que dio a luz. Creo que lo más conveniente sería que en cuanto tenga más fuerzas se vaya junto con su esposo y su hijito a vivir a San Antonio, Texas, con mi primo. Ahí tendrá mejor atención médica.

– Yo no opino lo mismo doña Elena, precisamente por cómo está la situación política, usted necesita de un hombre en casa que la defienda.

– Nunca lo he necesitado para nada, sola he podido con el rancho y con mis hijas. Los hombres no son tan importantes para vivir padre -recalcó-. Ni la revolución es tan peligrosa como la pintan, ¡peor es el chile y el agua lejos!

– ¡No, pues eso sí! -respondió riéndose-. ¡Ah, qué doña Elena! Siempre tan ocurrente. Y, dígame, ¿ya pensó dónde trabajaría Pedro en San Antonio?

– Puede entrar a trabajar como contador en la compañía de mi primo, no tendrá problema, pues habla inglés a la perfección.

Las palabras que Tita escuchó resonaron como cañonazos dentro de su cerebro. No podía permitir que esto pasara. No era posible que ahora le quitaran al niño. Tenía que impedirlo a como diera lugar. Por lo pronto, Mamá Elena logró arruinarle la fiesta. La primera fiesta que gozaba en su vida.

Continuará… Siguiente receta: Chorizo norteño

V. Mayo. Chorizo norteño

INGREDIENTES:

8 kilos de lomo de puerco

2 kilos de retazo o cabeza de lomo

1 kilo de chile ancho 60 g de cominos 60 g de orégano 30 g de pimienta 6 g de clavo

2 tazas de ajos

2 litros de vinagre de manzana ¼ de kilo de sal

Manera de hacerse:

El vinagre se pone en la lumbre y se le incorporan los chiles, a los que previamente se les han quitado las semillas. En cuanto suelta el hervor, se retira del fuego y se le pone a la olla una tapadera encima, para que los chiles se ablanden.

Chencha puso la tapa y corrió a la huerta a ayudara Tita en su búsqueda de lombrices. De un momento a otro llegaría a la cocina Mamá Elena a supervisar la elaboración del chorizo y la preparación del agua para su baño y estaban bastante atrasadas en ambas cosas. El motivo era que Tita, desde que Pedro, Rosaura y el niño se habían ido a vivir a San Antonio, Texas, había perdido todo interés en la vida, exceptuando el que le despertaba un indefenso pichón al que alimentaba con lombrices. De ahí en fuera, la casa podía caerse, que a ella no le importaba.

Chencha no quería ni imaginar lo que pasaría si Mamá Elena se enteraba que Tita no quería participar en la elaboración del chorizo.

Habían decidido prepararlo por ser uno de los mejores recursos para utilizar la carne de cerdo de una manera económica y que les aseguraba un buen alimento por mucho tiempo, sin peligro de que se descompusiera. También habían dispuesto una gran cantidad de cecina, jamón, tocino y manteca. Tenían que sacarle el mejor provecho posible a este cerdo, uno de los pocos animales sobrevivientes de la visita que miembros del ejército revolucionario les habían hecho unos días antes.

El día que llegaron los rebeldes sólo estaban en el rancho Mamá Elena, Tita, Chencha y dos peones: Rosalío y Guadalupe. Nicolás, el capataz, aún no regresaba con el ganado que por imperiosa necesidad había ido a comprar, pues ante la escasez de alimentos habían tenido que ir matando a los animales con que contaban y era preciso reponerlos. Se había llevado con él a dos de los trabajadores de más confianza para que lo ayudaran. Había dejado a su hijo Felipe al cuidado del rancho, pero Mamá Elena lo había relevado del cargo, tomando ella el mando en su lugar, para que Felipe pudiera irse a San Antonio, Texas, en busca de noticias sobre Pedro y su familia. Temían que algo malo les hubiera pasado, ante su falta de comunicación desde su partida.

Rosalío llegó a galope a informar que una tropa se acercaba al rancho. Inmediatamente Mamá Elena tomó su escopeta y mientras la limpiaba pensó en esconder de la voracidad y el deseo de estos hombres los objetos más valiosos que poseía. Las referencias que le habían dado de los revolucionarios no eran nada buenas, claro que tampoco eran nada confiables pues provenían del padre Ignacio y del Presidente Municipal de Piedras Negras. Por ellos tenía conocimiento de cómo entraban a las casas, cómo arrasaban con todo y cómo violaban a las muchachas que encontraban en su camino. Así pues, ordenó a Tita, Chencha y el cochino que permanecieran escondidos en el sótano.

Cuando los revolucionarios llegaron, encontraron a Mamá Elena en la entrada de la casa. Bajo las enaguas escondía su escopeta; a su lado estaban Rosalío y Guadalupe. Su mirada se encontró con la del capitán que venía al mando y éste supo inmediatamente, por la dureza de esa mirada, que estaban ante una mujer de cuidado.

– Buenas tardes, señora, ¿es usted la dueña de este rancho?

– Así es. ¿Qué es lo que quieren?

– Venimos a pedirle, por las buenas, su cooperación para la causa.

– Y yo, por las buenas, les digo que se lleven lo que quieran de las provisiones que encuentren en el granero y los corrales. Pero eso sí, las que tengo dentro de mi casa no las tocan, ¿entendido? Ésas son para mi causa particular.

El capitán, bromeando, se le cuadró y le respondió:

– Entendido, mi general.

A todos los soldados les cayó en gracia el chiste, y lo festejaron, pero el capitán se dio cuenta de que con Mamá Elena no valían las chanzas, ella hablaba en serio, muy en serio.

Tratando de no amedrentarse por la dominante y severa mirada que recibía de ella, ordenó que revisaran el rancho. Lo que encontraron no fue gran cosa, un poco de maíz para desgranar y ocho gallinas. Uno de los sargentos, muy molesto, se acercó al capitán y le dijo: