En opinión de Mamá Elena, con el baño pasaba lo mismo que con la comida: por más que Tita se esforzaba, siempre cometía infinidad de errores. O la camisa tenía una arruguita o no estaba suficientemente caliente el agua o la raya de la trenza estaba chueca, en fin, parecía que la única virtud de Mamá Elena era la de encontrar defectos. Pero nunca encontró tantos como ese día. Y es que Tita verdaderamente había descuidado todos los detalles de la ceremonia. El agua estaba tan caliente que Mamá Elena se quemó los pies al entrar, había olvidado el shishi para el lavado del pelo, había quemado el fondo y la camiseta, había abierto la puerta demasiado, en fin, que ahora sí se había ganado a pulso el que Mamá Elena la reprendiera y la expulsara del cuarto de baño.
Tita caminaba aprisa hacia la cocina, llevando bajo el brazo la ropa sucia, lamentándose del regaño y de sus garrafales fallas. Lo que más le dolía era el trabajo extra que significaba haber quemado la ropa. Era la segunda vez en su vida que le ocurría este tipo de desgracia. Ahora iba a tener que humedecer las manchas rojizas en una solución de dorato de potasa con agua pura y con lejía alcalina suave, restregando repetidas veces, hasta lograr que la mancha desapareciera, aunando este penoso trabajo al de lavar. la ropa negra con que se vestía su madre. Para hacerlo tenía que disolver hiel de vaca en una pequeña cantidad de agua hirviendo, sumergir una esponja suave en esta agua y con ella mojar toda la ropa, enseguida aclarar con agua limpia los vestidos y sacarlos al aire libre.
Tita fregaba y fregaba la ropa como tantas veces lo hizo con los pañales de Roberto para quitarles las manchas. Lo lograba poniendo a cocer una porción de orina, en ella sumergía la mancha por un momento, lavándola después con agua. Así de simple, las manchas se esfumaban. Pero ahora por más que sumergía los pañales en la orina, no podía quitarles ese horroroso color negro. De pronto se dio cuenta que no se trataba de los pañales de Roberto, sino de la ropa de su madre. La había estado sumergiendo en la bacinica que desde la mañana había dejado olvidada sin lavar junto al fregadero. Apenada, se dispuso a corregir su fallo.
Ya instalada en la cocina, Tita se propuso poner más atención en lo que hacía. Tenía que poner coto a los recuerdos que la atormentaban o la furia de Mamá Elena podría estallar de un momento a otro.
Desde que empezó a preparar el baño de Mamá Elena dejó reposando el chorizo, por tanto ya había pasado tiempo suficiente como para proceder a rellenar las tripas.
Tienen que ser tripas de res, limpias y curadas. Para rellenarlas se utiliza un embudo. Se atan muy bien a distancia de cuatro dedos, y se pican con una aguja para que salga el aire, que es lo que puede perjudicar el chorizo. Es muy importante comprimirlo muy bien mientras se rellena, para que no quede ningún espacio.
Por más empeño que Tita ponía en evitar que los recuerdos acudieran a ella y la hicieran cometer más errores, no pudo evitarlos al tener en las manos un trozo grande de chorizo y rememorar la noche de verano en que todos salieron a dormir al patio. En la época de canícula se colgaban en el patio grandes hamacas, pues el calor se hacia insoportable. En una mesa se ponía una tinaja con hielo y dentro se colocaba una sandía partida por si alguien a media noche se levantaba acalorado con deseos de refrescarse comiendo una rebanada. Mamá Elena era especialista en partir sandia: tomando un cuchillo filoso, encajaba la punta de tal manera que sólo penetraba hasta donde terminaba la parte verde de la cáscara, dejando sin tocar el corazón de la sandía.
Hacía varios cortes en la cáscara, de una perfección matemática tal que cuando terminaba tomaba entre sus manos la sandía y le daba un solo golpe sobre una piedra, pero en el lugar exacto, y mágicamente la cáscara de la sandía se abría como pétalos en flor, quedando sobre la mesa el corazón intacto. Indudablemente, tratándose de partir, desmantelar, desmembrar, desolar, destetar, desjarretar, desbaratar o desmadrar algo, Mamá Elena era una maestra. Desde que Mamá Elena murió nunca nadie ha podido volver a realizar esa proeza (con la sandía).
Tita escuchó desde su hamaca cómo alguien se había levantado a comer un pedazo de sandia. A ella la habían despertado las ganas de ir al baño. Todo el día había tomado cerveza, no para aminorar el calor sino para tener más leche, para amamantar a su sobrino.
Este dormía apaciblemente junto a su hermana. Se levantó a tientas, no podía distinguir nada, era una noche de completa obscuridad. Se fue caminando hacia el baño, tratando de recordar dónde estaban las hamacas, no quería tropezar con nadie.
Pedro, sentado en su hamaca, comía su sandia y pensaba en Tita. Su cercanía le producía una gran agitación. No podía dormir imaginándola ahí a unos pasos de él… y de Mamá Elena, por supuesto. Su respiración se detuvo unos instantes al escuchar el sonido de unos pasos en las tinieblas. Tenía que tratarse de Tita, la fragancia peculiar que se esparció por el aire, entre jazmín y olores de la cocina sólo podía pertenecerle a ella. Por un momento pensó que Tita se había levantado para buscarlo. El ruido de sus pasos acercándose a él se confundía con el de su corazón, que latía violentamente. Pero no, los pasos ahora se alejaban, en dirección al baño. Pedro se levantó como un felino y sin hacer ruido la alcanzó.
Tita se sorprendió al sentir que alguien la jalaba y le tapaba la boca, pero inmediatamente se dio cuenta de a quién pertenecía esa mano, y permitió sin ninguna resistencia que la mano se deslizara primero por su cuello hasta sus senos y después en un reconocimiento total por todo su cuerpo.
Mientras recibía un beso en la boca, la mano de Pedro, tomando la suya, la invitó a recorrerle el cuerpo. Tita tímidamente palpó los duros músculos de los brazos y el pecho de Pedro. Más abajo, un tizón encendido, que palpitaba bajo la ropa. Asustada, retiró la mano, no por el descubrimiento, sino por un grito de Mamá Elena.
– Tita, ¿dónde estás?
– Aquí, mami, vine al baño.
Temerosa de que su madre sospechara algo, Tita regresó rápidamente y pasó una noche de tortura aguantando las ganas de orinar acompañada de otra sensación parecida. Pero de nada sirvió su sacrificio: al día siguiente Mamá Elena, que por un tiempo parecía haber cambiado de opinión en cuanto a que Pedro y Rosaura se fueran a vivir a San Antonio, Texas, aceleró la partida y en tres días más logró que se fueran del rancho.
La entrada de Mamá Elena a la cocina ahuyentó sus recuerdos. Tita dejó caer el chorizo entre sus manos. Sospechaba que su madre podía leerle el pensamiento. Tras ella, entró Chencha llorando desconsoladamente.
– ¡No llores niña! Me choca verte llorar. ¿Qué es lo que te pasa?
– Es q'el Felipe yástá aquí y dice ¡que si petatió!
– ¿Qué dices? ¿Quién se murió?
– ¡Pos el niño!
– ¿Cuál niño?
– ¡Pos cuál iba’ser! Pos su nieto, todo lo que comía le caía mal ¡y pos si petatió!
Tita sintió en su cabeza un trastero cayéndose. Después del golpe, el sonido de una vajilla rota en mil pedazos. Como impelida por un resorte se levantó.
– ¡Siéntate a trabajar! Y no quiero lágrimas. Pobre criatura,-espero que el Señor lo tenga en su gloria, pero no podemos dejar que la tristeza nos gane, hay mucho que hacer. Primero terminas y luego haces lo que quieras, menos llorar, ¿me oíste?
Tita sintió que una violenta agitación se posesionaba de su ser: enfrentó firmemente la mirada de su madre mientras acariciaba el chorizo y después, en lugar de obedecerla, tomó todos los chorizos que encontró y los partió en pedazos, gritando enloquecida.