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– ¡Mire lo que hago con sus órdenes! ¡Ya me cansé! ¡Ya me cansé de obedecerla!

Mamá Elena se acercó, tomó una cuchara de madera y le cruzó la cara con ella.

– ¡Usted es la culpable de la muerte de Roberto! -le gritó Tita fuera de sí y salió corriendo, secándose la sangre que le escurría de la nariz; tomó al pichón, la cubeta de lombrices y se subió al palomar.

Mamá Elena ordenó que quitaran la escalera y que la dejaran pasar toda la noche ahí. Mamá Elena y Chencha terminaron en silencio de rellenar los chorizos. Con lo perfeccionista que era Mamá Elena y el cuidado que siempre ponla para que no quedara aire dentro de los chorizos, fue verdaderamente inexplicable para todos que una semana después encontraran los chorizos invadidos de gusanos en la bodega donde los había puesto a secar.

A la mañana siguiente mandó que Chencha bajara a Tita. Mamá Elena no podía hacerlo pues sólo había una cosa que temía en la vida y era el miedo a las alturas. No soportaba ni el pensamiento de tener que subir por la escalera, que media siete metros, y abrir hacia fuera la pequeña puerta, para poder entrar. Por lo tanto le convenía fingir más orgullo del que tenia y mandar a otra persona para que bajara a Tita, aunque ganas no le faltaban de subir personalmente y bajarla arrastrándola de los cabellos.

Chencha la encontró con el pichón en las manos. Tita parecía no darse cuenta de que estaba muerto. Intentaba darle de comer más lombrices. El pobre tal vez murió de indigestión porque Tita le dio demasiadas. Tita tenía la mirada perdida y miraba a Chencha como si fuera la primera vez que la viera en su vida.

Chencha bajó diciendo que Tita estaba como loca y que no quería abandonar el palomar.

– Muy bien, si está como loca va a ir a dar al manicomio. ¡En esta casa no hay lugar para dementes!

Y efectivamente, de inmediato mandó a Felipe a por el doctor Brown para que se llevara a Tita a un manicomio. El doctor llegó, escuchó la versión de la historia de parte de Mamá Elena y se dispuso a subir al palomar.

Encontró a Tita desnuda, con la nariz rota y llena de suciedad de palomas por todo el cuerpo. Algunas plumas se le habían pegado en la piel y el pelo. En cuanto vio al doctor corrió a un rincón y se puso en posición fetal.

Nadie supo qué le dijo el doctor Brown durante las horas que pasó con ella, pero al atardecer bajó con Tita ya vestida, la subió a su carretela y se la llevó.

Chencha, corriendo y llorando a su lado, apenas alcanzó a ponerle a Tita en los hombros la enorme colcha que había tejido en sus interminables noches de insomnio. Era tan grande y pesada que no cupo dentro del carruaje. Tita se aferró a ella con tal fuerza que no hubo más remedio que llevarla arrastrando como una enorme y caleidoscópica cola de novia que alcanzaba a cubrir un kilómetro completo. Debido a que Tita utilizaba en su colcha cuanto estambre caía en sus manos, sin importarle el color, la colcha mostraba una amalgama de colores, texturas y formas que aparecían y desaparecían como por arte de magia entre la monumental polvareda que levantaba a su paso.

Continuará…

Siguiente receta:

Masa para hacer fósforos

VI. Junio. Masa para hacer fósforos

INGREDIENTES:

1 onza de nitro en polvo

½ onza de minio

½ onza de goma arábiga en polvo

1 dracma de fósforo

azafrán

cartón

Manera de hacerse:

Disuélvase la goma arábiga en agua caliente hasta que se haga una masa no muy espesa; estando preparada se le une el fósforo y se disuelve en ella, al igual que el nitro. Se le pone después el minio suficiente para darle color.

Tita observaba al doctor Brown realizar estas acciones en silencio.

Estaba sentada junto a la ventana de un pequeño laboratorio que el doctor tenia en la parte trasera del patio de su casa. La luz que se filtraba por la ventana le daba en la espalda y le proporcionaba una pequeña sensación de calor, tan sutil que era casi imperceptible. Su frío crónico no le permitía calentarse, a pesar de estar cubierta con su pesada colcha de lana. Por uno de sus extremos continuaba tejiéndola por las noches, con un estambre que John le habla comprado.

De toda la casa, ése era el lugar preferido de ambos. Tita lo había descubierto a la semana de haber llegado a la casa del doctor John Brown. Pues John, en contra de lo que Mamá Elena le había pedido, en lugar de depositarla en un manicomio la llevó a vivir con él. Tita nunca dejaría de agradecérselo. Tal vez en un manicomio hubiera terminado realmente loca. En cambio, aquí, con las cálidas palabras y las actitudes de John para con ella se sentía cada día mejor. Como en sueños recordaba su llegada a la casa. Entre imágenes borrosas guardaba en su memoria el intenso dolor que sintió cuando el doctor le puso la nariz en su lugar.

Después las manos de John, graves y amorosas, quitándole la ropa y bañándola; luego con cuidado le había desprendido de todo el cuerpo la suciedad de las palomas, dejándola limpia y perfumada. Por último, le había cepillado el cabello tiernamente y acostado en una cama con sábanas almidonadas.

Esas manos la habían rescatado del horror y nunca lo olvidaría.

Algún día, cuando tuviera ganas de hablar le gustaría hacérselo saber a John; por ahora prefería el silencio. Tenía muchas cosas que ordenar en su mente y no encontraba palabras para expresarlo que se estaba cocinando en su interior desde que dejó el rancho. Se sentía muy desconcertada. Los primeros días inclusive no quería salir del cuarto, ahí le llevaba sus alimentos Caty, una señora norteamericana de setenta años, que aparte de encargarse de la cocina tenía la misión de cuidar de Alex, el pequeño hijo del doctor. La madre de éste se había muerto cuando él nació. Tita escuchaba a Alex reír y corretear por el patio, sin ánimos de conocerlo.

A veces Tita ni siquiera probaba la comida, era una comida insípida que le desagradaba. En lugar de comer, prefería ponerse horas enteras viéndose las manos. Como un bebé, las analizaba y las reconocía como propias. Las podía mover a su antojo, pero aún no sabía qué hacer con ellas, aparte de tejer. Nunca había tenido tiempo de detenerse a pensar en estas cosas. Al lado de su madre, lo que sus manos tenían que hacer estaba fríamente determinado, no había dudas. Tenía que levantarse, vestirse, prender el fuego en la estufa, preparar el desayuno, alimentar a los animales, lavar los trastes, hacer las camas, preparar la comida, lavar los trastes, planchar la ropa, preparar la cena, lavar los trastes, día tras día, año tras año. Sin detenerse un momento, sin pensar si eso era lo que le correspondía. Al verlas ahora libres de las órdenes de su madre no sabía qué pedirles que hicieran, nunca lo había decidido por sí misma. Podían hacer cualquier cosa o convertirse en cualquier cosa. ¡Si pudieran transformarse en aves y elevarse volando! Le gustaría que la llevaran lejos, lo más lejos posible. Acercándose a la ventana que daba al patio, elevó sus manos al cielo, quería huir de sí misma, no quería pensar en tomar una determinación, no quería volver a hablar. No quería que sus palabras gritaran su dolor.

Deseó con toda el alma que sus manos se elevaran. Permaneció un buen rato así, viendo el fondo azul del cielo a través de sus inmóviles manos. Tita pensó que el milagro se estaba convirtiendo en realidad cuando observó que sus dedos se empezaban a transformar en un tenue vapor que se elevaba al cielo. Se preparó para subir atraída por una fuerza superior, pero nada de eso sucedió. Decepcionada, descubrió que el humo no le pertenecía.

Provenía de un pequeño cuarto al fondo del patio. Una fumarola desperdigaba por el ambiente un olor tan agradable y a la vez tan familiar que le hizo abrir la ventana para poder inhalarlo profundamente. Con sus ojos cerrados se vio sentada junto a Nacha en el piso de la cocina mientras hacían tortillas de maíz: vio la olla donde se cocinaba un puchero de lo más aromático, junto a él los frijoles soltaban el primer hervor… sin dudarlo decidió ir a investigar quién cocinaba. No podía tratarse de Caty. La persona que producía ese tipo de olor con la comida sí sabía cocinar. Sin haberla visto, Tita sentía reconocerse en esa persona; quienquiera que fuera.