Cruzó el patio con determinación, abrió la puerta y se encontró con una agradable mujer como de ochenta años de edad. Era muy parecida a Nacha. Una larga trenza cruzada le cubría la cabeza, estaba limpiándose el sudor de la frente con el delantal. Su rostro tenía claros rasgos indígenas. Hervía té en un cazo de barro.
Levantó la vista y le sonrió amablemente, invitándola a sentarse junto a ella. Tita así lo hizo. Inmediatamente le ofreció una taza de ese delicioso té.
Tita lo tomó despacito, disfrutando al máximo el sabor de esas hierbas desconocidas y conocidas al mismo tiempo. Qué sensación más agradable le producían el calor y el sabor de esta infusión.
Permaneció un buen rato al lado de esta señora. Ella tampoco hablaba, pero no era necesario. Desde un principio se estableció entre ellas una comunicación que iba más allá de las palabras.
Desde entonces diariamente la había visitado. Pero poco a poco, en lugar de ella, fue apareciendo el doctor Brown. La primera vez que sucedió le causó extrañeza, no esperaba encontrarlo ahí, ni tampoco los cambios que había hecho en la decoración del lugar.
Ahora había muchos aparatos científicos, tubos de ensayo, lámparas, termómetros, etc. La pequeña estufa había perdido el lugar preponderante, para ocupar un pequeño sitio en un rincón de la habitación. Sentía que no era justa esta relegación, pero como no deseaba que sus labios emitieran sonido alguno, se guardó para más tarde su opinión al respecto junto con la pregunta sobre el paradero y la identidad de esta mujer. Además tenía que reconocer que también disfrutaba enormemente de la compañía de John. La única diferencia era que él sí hablaba, y en lugar de cocinar se dedicaba a poner a prueba sus teorías de una manera científica.
Esta afición por experimentar la había heredado de su abuela, una india kikapú a la que su abuelo había raptado y llevado a vivir con él lejos de su tribu. Con todo y que se casó con ella, la orgullosa y netamente norteamericana familia del abuelo le había construido este cuarto al fondo de la casa, donde la abuela podía pasar la mayor parte del día dedicándose a la actividad que más le interesaba: investigar las propiedades curativas de las plantas.
Al mismo tiempo este cuarto le servía de refugio en contra de las agresiones de su familia. Una de las primeras que recibió fue que le pusieran el mote de «la kikapú», en lugar de llamarla por su verdadero nombre, creyendo que con esto la iban a molestar enormemente. Para los Brown, la palabra «kikapú» encerraba lo más desagradable de este mundo, pero no así para «Luz del amanecer». Para ella significaba todo lo contrario y era un motivo enorme de orgullo.
Éste era sólo un pequeño ejemplo de la gran diferencia de opiniones y conceptos que existían entre estos representantes de dos culturas tan diferentes, y que hacía imposible que entre los Brown surgiera el deseo de un acercamiento a las costumbres y tradiciones de «Luz del amanecer». Tuvieron que pasar años antes de que se adentraran un poco en la cultura de «la kikapú». Fue cuando el bisabuelo de John, Peter, estuvo muy enfermo de un mal en los bronquios. Los accesos de tos lo hacían ponerse morado constantemente. El aire no podía entrarle libremente en sus pulmones. Su esposa Mary, conocedora de nociones sobre medicina, pues era hija de un médico, sabía que en estos casos el organismo del enfermo producía mayor cantidad de glóbulos rojos; para contrarrestar esta insuficiencia era recomendable aplicar una sangría para prevenir que un exceso de estos glóbulos produjera un infarto o un trombo, ya que cualquiera de ellos podía ocasionar la muerte del enfermo.
La abuela de John, Mary, entonces empezó a preparar las sanguijuelas con las que aplicaría la sangría a su esposo. Mientras lo hacía, se sentía de lo más orgullosa de estar al tanto de los mejores conocimientos científicos que le permitían cuidar la salud de su familia de una manera moderna y adecuada, ¡no con hierbas como «la kikapú»!
Las sanguijuelas se ponen dentro de un vaso con medio dedo de agua, por espacio de una hora. La parte del cuerpo donde se van a aplicar se lava con agua tibia azucarada. Entre tanto se colocan las sanguijuelas en un lienzo limpio y se cubren con él. Después se colocan sobre la parte en que se han de agarrar, sujetándolas bien con el paño y procurando comprimirlas, para que no vayan a picar por otro lado. Si después de desprenderlas conviniera la evacuación de sangre, ésta se favorece por medio de fricciones de agua caliente. Para contener la sangre y cerrar las fisuras se cubren con yesca de álamo o trapo y luego se aplica una cataplasma de miga de pan y leche, que se retira hasta que las fisuras estén enteramente cicatrizadas.
Mary hizo todo esto al pie de la letra, pero el caso es que cuando retiraron las sanguijuelas del brazo de Peter se empezó a desangrar y no podían contener la hemorragia. Cuando «la kikapú» escuchó los gritos de desesperación provenientes de la casa corrió a ver qué era lo que pasaba. Al momento se acercó al enfermo y al poner una de sus manos sobre las heridas logró de inmediato contener el sangrado. Todos quedaron asombradísimos. Entonces les pidió que por favor la dejaran a solas con el enfermo. Nadie se atrevió a decirle que no después de lo que acababan de presenciar. Se pasó toda la tarde al lado de su suegro cantándole melodías extrañas y poniéndole cataplasmas de hierbas entre los humos del incienso y copal que había puesto a quemar. Hasta muy entrada la noche no abrió la puerta de la recámara y salió rodeada de nubes de incienso; tras ella, Peter hizo su aparición, completamente restablecido.
A partir de ese día «la kikapú» se convirtió en el médico de la familia y fue plenamente reconocida como curandera milagrosa entre la comunidad norteamericana. El abuelo quiso construirle un sitio más grande para que practicara sus investigaciones, pero ella se negó. No podía haber en toda la casa un lugar superior a su pequeño laboratorio. En él John había pasado la mayor parte de su niñez y adolescencia. Cuando entró a la universidad dejó de frecuentarlo, pues las modernas teorías médicas que ahí le enseñaban se contraponían enormemente con las de su abuela y con lo que él aprendía de ella. Conforme la medicina fue avanzando, fue llevando a John de regreso a los conocimientos que su abuela le había dado en sus inicios, y ahora, después de muchos años de trabajo y estudio, regresaba al laboratorio convencido de que sólo ahí encontraría lo último en medicina. Mismo que podría ser del conocimiento público si es que él lograba comprobar científicamente todas las curaciones milagrosas que «Luz del amanecer» había realizado.
Tita gozaba enormemente el verlo trabajar. Con él siempre había cosas que aprender y descubrir, como ahora, que mientras preparaba los cerillos le estaba dando toda una cátedra sobre el fósforo y sus propiedades.
– En 1669, Brandt, químico de Hamburgo, buscando la piedra filosofal descubrió el fósforo. Él creía que al unir el extracto de la orina con un metal conseguirla transmutarlo en oro. Lo que obtuvo fue un cuerpo luminoso por sí mismo, que ardía con una vivacidad desconocida hasta entonces. Por mucho tiempo se obtuvo el fósforo calcinando fuertemente el residuo de la evaporación de la orina en una retorta de tierra cuyo cuello se sumergía en el agua. Hoy se extrae de los huesos de los animales, que contienen ácido fosfórico y cal.
El doctor no por hablar descuidaba la preparación de los fósforos. Sin ningún problema disociaba la actividad mental de la física. Podía inclusive filosofar sobre aspectos muy profundos de la vida sin que sus manos cometieran errores o pausas. Por tanto, prosiguió manufacturando los cerillos mientras platicaba con Tita.