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Estaba recargada en el cristal, viendo a través de la ventana a Alex, el hijo de John, en el patio, corriendo tras unas palomas.

Escuchó los pasos de John subiendo las escaleras, esperaba con ansia su acostumbrada visita. Las palabras de John eran su único enlace con el mundo. Si pudiera hablar y decirle lo importante que era para ella su presencia y su plática. Si pudiera bajar y besar a Alex como al hijo que no tenía y jugar con él hasta el cansancio, si pudiera recordar como cocinar tan siquiera un par de huevos, si pudiera gozar de un platillo cualquiera que fuera, si pudiera… volver a la vida. Un olor que percibió la sacudió. Era un olor ajeno a esta casa. John abrió la puerta y apareció ¡con una charola en las manos y un plato con caldo de colita de res!

¡Un caldo de colita de res! No podía creerlo. Tras John entró Chencha bañada en lágrimas. El abrazo que se dieron fue breve, para evitar que el caldo se enfriara. Cuando dio el primer sorbo, Nacha llegó a su lado y le acarició la cabeza mientras comía, como lo hacía cuando de niña ella se enfermaba y la besó repetidamente en la frente. Ahí estaban, junto a Nacha, los juegos de su infancia en la cocina, las salidas al mercado, las tortillas recién cocidas, los huesitos de chabacano de colores, las tortas de Navidad, su casa, el olor a leche hervida, a pan de natas, a champurrado, a comino, a ajo, a cebolla. Y como toda la vida, al sentir el olor que despedía la cebolla, las lágrimas hicieron su aparición. Lloró como no lo hacía desde el día en que nació. Qué bien le hizo platicar largo rato con Nacha. Igual que en los viejos tiempos, cuando Nacha aún vivía y juntas habían preparado infinidad de veces caldo de colita. Rieron al revivir esos momentos y lloraron al recordar los pasos a seguir en la preparación de esta receta. Por fin había logrado recordar una receta, al rememorar como primer paso, la picada de la cebolla.

La cebolla y el ajo se pican finamente y se ponen a freír en un poco de aceite; una vez que se acitronan se les incorporan las papas, los ejotes y el jitomate picado hasta que se sazonen.

John interrumpió estos recuerdos al entrar bruscamente en el cuarto, alarmado por el riachuelo que corría escaleras abajo.

Cuando se dio cuenta de que se trataba de las lágrimas de Tita, John bendijo a Chencha y a su caldo de colita por haber logrado lo que ninguna de sus medicinas había podido: que Tita llorara de esa manera. Apenado por la intromisión, se dispuso a retirarse. La voz de Tita se lo impidió. Esa melodiosa voz que no había pronunciado palabra en seis meses.

– ¡John! ¡No se vaya, por favor!

John permaneció a su lado y fue testigo de cómo pasó Tita de las lágrimas a las sonrisas, al escuchar por boca de Chencha todo tipo de chismes e infortunios. Así se enteró el doctor de que Mamá Elena tenía prohibidas las visitas a Tita. En la familia De la Garza se podían perdonar algunas cosas, pero nunca la desobediencia ni el cuestionamiento de las actitudes de los padres. Mamá Elena no le perdonaría jamás a Tita que, loca o no loca, la hubiera culpado de la muerte de su nieto. Y al igual que con Gertrudis, tenía vetado inclusive el que se pronunciara su nombre. Por cierto, Nicolás había regresado hacía poco con noticias de ella.

Efectivamente la había encontrado trabajando en un burdel. Le había entregado su ropa y ella le había mandado una carta a Tita. Chencha se la dio y Tita la leyó en silencio:

Querida Tita:

No sabes cómo te agradezco el que me hayas enviado mi ropa. Por fortuna aún me encontraba aquí y la pude recibir. Mañana voy a dejar este lugar, pues no es el que me pertenece. Aún no se cuál será, pero sé que en alguna parte tengo que encontrar un sitio adecuado para mí. Si caí aquí fue porque sentía que un fuego muy intenso me quemaba por dentro, el hombre que me cogió en el campo prácticamente me salvó la vida. Ojalá lo vuelva a encontrar algún día. Me dejó porque sus fuerzas se estaban agotando a mi lado, sin haber logrado aplacar mi fuego interior. Por fin ahora, después de que infinidad de hombres han pasado por mí, siento un gran alivio. Tal vez algún día regrese a casa y te lo pueda explicar.

Te quiere tu hermana Gertrudis.

Tita guardó la carta en la bolsa de su vestido y no hizo el menor comentario. El que Chencha no le preguntara nada sobre el contenido de la carta indicaba claramente que ya la había leído al derecho y al revés.

Más tarde, entre Tita, Chencha y John secaron la recámara, las escaleras y la planta baja.

Al despedirse, Tita le comunicó a Chencha su decisión de no regresar nunca más al rancho y le pidió que se lo hiciera saber a su madre. Mientras Chencha cruzaba por enésima vez el puente entre Eagle Pass y Piedras Negras, sin darse cuenta, pensaba cuál sería la mejor manera de darle la noticia a Mamá Elena. Los celadores de ambos países la dejaron hacerlo, pues la conocían desde niña. Además resultaba de lo más divertido verla caminar de un lado a otro hablando sola y mordisqueando su rebozo. Sentía que su ingenio para inventar estaba paralizado por el terror.

Cualquier versión que diera de seguro iba a enfurecer a Mamá Elena. Tenia que inventar una en la cual ella, al menos, saliera bien librada. Para lograrlo tenía que encontrar una excusa que disculpara la visita que le había hecho a Tita. Mamá Elena no se tragaría ninguna. ¡Como si no la conociera! Envidiaba a Tita por haber tenido el valor de no regresar al rancho. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo, pero no se atrevía. Desde niña habla oído hablar de lo mal que les va a las mujeres que desobedecen a sus padres o a sus patrones y se van de la casa. Acaban revolcadas en el arroyo inmundo de la vida galante. Nerviosa daba vueltas y vueltas a su rebozo, tratando de exprimirle la mejor de sus mentiras para estos momentos. Nunca antes le había fallado. Al llegar a las cien.retorcidas al rebozo siempre encontraba el embuste apropiado para la ocasión. Para ella mentir era una práctica de supervivencia que había aprendido desde su llegada al rancho. Era mucho mejor decir que el padre Ignacio la había puesto a recoger las limosnas, que reconocer que se le había tirado la leche por estar platicando en el mercado. El castigo al cual uno se hacía merecedora era completamente diferente.

Total todo podía ser verdad o mentira, dependiendo de que uno se creyera las cosas verdaderamente o no. Por ejemplo, todo lo que había imaginado sobre la suerte de Tita no había resultado cierto.

Todos estos meses se los había pasado angustiada pensando en los horrores por los que estaría pasando fuera de la cocina de su casa. Rodeada de locos gritando obscenidades, atada por una camisa de fuerza y comiendo quién sabe qué tipo de comida horrenda fuera de casa. Imaginaba la comida de un manicomio gringo, para acabarla de amolar, como lo peor del mundo. Y la verdad, a Tita la había encontrado bastante bien, nunca había puesto un pie en un manicomio, se veía que la trataban de lo más bien en casa del doctor y no ha de haber comido tan mal, pues le notaba hasta unos kilitos de más. Pero eso sí, por mucho que hubiera comido nunca le hablan dado algo como el caldo de colita. De eso sí podía estar bien segura, si no, ¿por qué habla llorado tanto cuando lo comió?

Pobre Tita, de seguro ahora que la había dejado estaría llorando nuevamente, atormentada por los recuerdos y la idea de no volver a cocinar al lado de Chencha nunca más. Sí, de seguro estaría sufriendo mucho. Nunca se le hubiera ocurrido imaginarla como realmente estaba, bellísima, luciendo un vestido de raso tornasol con encajes, cenando a la luz de la luna y recibiendo una declaración de amor. Para la mente sufridora y exagerada de Chencha esto hubiera sido demasiado. Tita estaba sentada cerca de una fogata asando un malvavisco. A su lado John Brown le proponía matrimonio. Tita había aceptado acompañar a John a una lunada en un rancho vecino para festejar que le acababa de dar de alta. John le había regalado un hermoso vestido que desde hacía tiempo había comprado en San Antonio, Texas, para este momento. Su color tornasol le hacia recordar el plumaje que las palomas tienen en el cuello, pero ya sin ninguna asociación dolorosa con el lejano día en que se encontró en el palomar. Francamente, estaba completamente recuperada y dispuesta a iniciar una nueva vida al lado de John. Con un tierno beso en los labios sellaron su compromiso. Tita no sintió lo mismo que cuando Pedro la había besado, pero esperaba que su alma por tanto tiempo enmohecida lograra poco a poco encenderse con la cercanía de este hombre tan maravilloso.