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¡Por fin, después de haber caminado tres horas, Chencha tenía ya la respuesta! Como siempre habla encontrado la mentira idónea. Le diría a Mamá Elena que paseando por Eagle Pass se había encontrado en una esquina a una limosnera con la ropa sucia y desgarrada. Que la compasión la había hecho acercársele para darle 10 centavos, y que azorada descubrió que se trataba de Tita. Se había escapado del manicomio y vagaba por el mundo pagando la culpa de haber insultado a su madre. Ella la había invitado a regresar, pero Tita se había negado. No se sentía merecedora de vivir nuevamente al lado de tan buena madre y le habla pedido que por favor le dijera a su mamá que la quería mucho y que nunca olvidaría lo mucho que siempre había hecho por ella, prometiendo que en cuanto se hiciera una mujer de bien regresaría a su lado para darle todo el amor y el respeto que Mamá Elena se merecía.

Chencha pensaba cubrirse de gloria con esta mentira, pero por desgracia no lo pudo lograr. Esa noche, al llegar a la casa un grupo de bandoleros atacó el rancho. A Chencha la violaron y Mamá Elena, al tratar de defender su honor, recibió un fuerte golpe en la espalda y éste le provocó una paraplejia que la paralizó de la cintura para abajo. En esas condiciones no estaba como para recibir ese tipo de noticias, ni Chencha como para darlas.

Por otro lado estuvo bien que no le hubiera dicho nada, pues con el retorno de Tita al rancho al conocer la desgracia, su piadosa mentira se habría venido a pique ante la esplendorosa belleza y energía que Tita irradiaba. Su madre la recibió en silencio. Y por primera vez Tita le sostuvo firmemente la mirada y Mamá Elena retiró la suya. Había en la mirada de Tita una luz extraña.

Mamá Elena desconocía a su hija. Sin palabras se hicieron mutuos reproches y con esto se rompió entre ellas el hasta entonces fuerte lazo de sangre y obediencia que las unía y que ya nunca se restablecería. Por tanto intentó de todo corazón atenderla lo mejor posible. Con mucho cuidado preparaba la comida para su madre y en especial el caldo de colisa, con la sana intención de que le sirviera como a ella para recuperarse totalmente.

Vació el caldillo ya sazonado con las papas y los ejotes en la olla donde había puesto a cocer las colitas de res.

Ya que se vacía, sólo hay que dejar hervir por media hora todos los ingredientes juntos. En seguida se retira del fuego y se sirve bien caliente.

Tita sirvió el caldo y se lo subió a su madre en una hermosa charola de plata cubierta con una servilleta de algodón, bellamente deshilada y perfectamente blanqueada y almidonada.

Tita esperaba con ansiedad la reacción positiva de su madre en cuanto diera el primer sorbo, pero por el contrario Mamá Elena escupió el alimento sobre la colcha y a gritos le pidió a Tita que inmediatamente le retirara de su vista esa charola.

– Pero ¿por qué?

– Porque está asquerosamente amargo, no lo quiero. ¡Llévatelo! ¿No me oíste?

Tita en lugar de obedecerla dio media vuelta tratando de ocultar a los ojos de su madre el sentimiento de frustración que experimentaba. Escapaba a su comprensión el que un ser, independiente del parentesco que pudiera tener con otro, así nomás, con la mano en la cintura rechazara de una manera tan brutal una atención. Porque estaba segura de que el caldo estaba exquisito. Ella misma lo había probado antes de subirlo. No podía ser de otra manera, pues había puesto mucho cuidado al prepararlo.

Se sentía verdaderamente una estúpida por haber regresado al rancho para atender a su madre. Lo mejor hubiera sido quedarse en casa de John sin pensar nunca más en la suerte que pudiera correr Mamá Elena. Pero los remordimientos no la hubieran dejado. La única manera de liberarse realmente de ella sería con la muerte y Mamá Elena aún no tenía para cuándo.

Sentía ganas de correr lejos, muy lejos para proteger de la gélida presencia de su madre el pequeño fuego interior que John con trabajos había logrado encender. Era como si el escupitajo de Mamá Elena hubiera caído justo en el centro de la incipiente hoguera y la hubiera extinguido. Sufría dentro de sí los efectos del apagón; el humo le subía a la garganta y se le arremolinaba en un nudo espeso, que le nublaba la vista y le producía lagrimeo.

Bruscamente abrió la puerta y corrió, en el preciso momento en que John llegaba a realizar su visita médica. Chocaron intempestivamente. John la sostuvo en sus brazos justo a tiempo para evitar que cayera. Su cálido abrazo salvó a Tita de una congelación, fueron sólo unos instantes los que estuvieron unidos pero los suficientes como para reconfortarle el alma. Tita estaba empezando a dudar si esta sensación de paz y seguridad que John le daba era el verdadero amor, y no el ansia y el sufrimiento que experimentaba al lado de Pedro. Con verdadero esfuerzo se separó de John y salió de la recámara.

– ¡Tita, ven acá! ¡Te dije que te llevaras esto!

– Doña Elena, no se altere por favor, le hace daño. Yo le quito esa charola, pero dígame ¿no tiene deseos de comer?

Mamá Elena le pidió al doctor que cerrara la puerta con llave y casi en secreto le externó su inquietud respecto a lo amargo de la comida. John le respondió que tal vez se debía al efecto de las medicinas que estaba tomando.

– De ninguna manera, doctor, si fuera la medicina todo el tiempo tendría ese sabor en la boca y no es así. Algo me están dando con la comida. Curiosamente desde que Tita regresó. Necesito que lo investigue.

John, sonriendo ante la maliciosa insinuación, se acercó a probar el caldo de colita que le habían llevado y que estaba intacto en la charola.

– A ver, vamos a descubrir qué le están poniendo en la comida. ¡Mmmmm! Qué delicia. Esto tiene ejotes, papas, chile y… no logro distinguir bien… qué tipo de carne es.

– No estoy para juegos, ¿no siente un sabor amargo?

– No, doña Elena, para nada. Pero si quiere lo mando analizan No quiero que se preocupe. Pero mientras me dan los resultados tiene que comer.

– Entonces mándeme una buena cocinera.

– ¡Pero cómo! Si tiene en casa a la mejor. Tengo entendido que su hija Tita es una cocinera excepcional. Un día de estos voy a pedirle su mano.

– ¡Ya sabe que ella no se puede casar! -exclamó presa de una furiosa agitación.

John guardó silencio. No le convenía irritar más a Mamá Elena. Ni tenía caso puesto que estaba plenamente convencido de que él se casaría con Tita con o sin la autorización de ella. Sabía también que ahora a Tita le tenía muy sin cuidado su absurdo destino y que en cuanto cumpliera 18 años se casarían. Dio por terminada la visita, pidiéndole calma a Mamá Elena y prometiéndole que al día siguiente le mandaría una nueva cocinera. Y así lo hizo, pero Mamá Elena ni siquiera se dignó a recibirla. El comentario del doctor sobre la idea de pedir la mano de Tita le había abierto los ojos.

De seguro que entre los dos había surgido una relación amorosa.

Desde hacía tiempo sospechaba que Tita deseaba que ella desapareciera de este mundo para así poderse casar libremente, no una sino mil veces si le daba la gana. Este deseo lo percibía como una presencia constante entre ellas, en cada roce, en cada palabra, en cada mirada. Pero ahora no le cabía la menor duda de que Tita intentaba envenenarla poco a poco para poder casarse con el doctor Brown. Por tanto, desde ese día se negó terminantemente a comer nada que Tita hubiera cocinado. Le ordenó a Chencha que se hiciera cargo de la preparación de su comida. Sólo ella y nadie más podía llevársela y la tenía que probar en su presencia antes de que Mamá Elena se animara a comerla.