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La nueva disposición no afectó para nada a Tita, es más, fue para ella un alivio el delegar en Chencha la penosa obligación de atender a su madre y así tener libertad para empezar a bordar las sábanas para su ajuar de novia. Había decidido casarse con John en cuanto su madre estuviera mejor.

La que sí se vio muy afectada por la orden fue Chencha. Aún se estaba restableciendo física y emocionalmente del brutal ataque del que fue objeto. Y aunque aparentemente se veía beneficiada al no tener que realizar ninguna otra tarea más que la de hacer la comida y llevársela a Mamá Elena, no era así. Al principio recibió con gusto la noticia, pero en cuanto empezaron los gritos y los reproches se dio cuenta de que no hay pan que no cueste una torta.

Un día en que había ido a que el doctor John Brown le quitara las costuras que le había tenido que hacer, pues había sufrido un desgarre durante la violación, Tita preparó la comida en su lugar.

Creyeron que podrían engañar a Mamá Elena sin mayor problema. A su regreso Chencha le llevó la comida y la probó como siempre lo hacía, pero al dársela a comer a ella, Mamá Elena de inmediato detectó el sabor amargo. Con enojo lanzó la charola al piso y corrió a Chencha de la casa, por haber intentado burlarse de ella.

Chencha se aprovechó de este pretexto para irse a pasar unos días a su pueblo. Necesitaba olvidarse del asunto de la violación y de la existencia de Mamá Elena. Tita trató de convencerla de que no le hiciera caso a su mamá.

Tenía muchos años de conocerla y ya sabía muy bien cómo manejarla.

– ¡Si niña, pero `orita pa` que quiero más agrura, si con el mole tengo! Déjame ir, no seas ingrata.

Tita la abrazó y la consoló como lo había hecho todas las noches desde su regreso. No veía la manera 'de sacar a Chencha de su depresión y de la creencia de que ya nadie se casaría con ella después del violento ataque que sufrió por parte de los bandoleros.

– Ya ves cómo son los hombres. Toditos dicen que plato de segunda mesa ni en otra vida, ¡menos en ésta!

Al ver su desesperación, Tita decidió dejarla ir. Por experiencia sabía que si permanecía en el rancho y cerca dé su madre no tendría salvación. Sólo la distancia podría hacerla sanar. Al otro día la mandó con Nicolás a su pueblo.

Tita entonces se vio en la necesidad de contratar una cocinera. Pero ésta se fue de la casa a los tres días de haber llegado. No soportó las exigencias ni los malos modos de Mamá Elena. Entonces buscaron a otra, que sólo duró dos días y a otra y a otra, hasta que no quedó ninguna en el pueblo que quisiera trabajar en la casa. La que más duró fue una muchacha sordomuda: aguantó 15 días, pero se fue porque Mamá Elena le habla dicho en señas 'que era una mensa.

Entonces a Mamá Elena no le quedó otra que comer lo que Tita cocinaba, pero lo hacia con las debidas precauciones. Aparte de exigir que Tita probara la comida antes que ella, siempre pedía que le llevara un vaso de leche tibia con cada comida y se lo tomaba antes de ingerir los alimentos, para contrarrestar los efectos del amargo veneno, que según ella, percibía disuelto en la comida. Algunas veces sólo esta medida era suficiente, pero en ocasiones sentía vivos dolores en el vientre, entonces se tomaba, además, un trago de vino de hipecacuana y otro de cebolla de albarrana como vomitivo. No fue por mucho tiempo. Al mes murió Mamá Elena presa de unos dolores espantosos acompañados de espasmos y convulsiones intensas. En un principio, Tita y John no se explicaban esta extraña muerte, pues aparte de la paraplejia Mamá Elena clínicamente no tenia ninguna enfermedad Pero al revisar su buró encontraron el frasco de vino de hipecacuana y dedujeron que de seguro Mamá Elena lo había estado tomando a escondidas. John le hizo saber a Tita que este vomitivo es tan fuerte que puede provocar la muerte.

Tita no podía quitarle la vista al rostro de su madre durante el velorio. Hasta ahora, después de muerta, la veía por primera vez y la empezaba a comprender. Quien la viera podría fácilmente confundir esa mirada de reconocimiento con una mirada de dolor, pero Tita no sentía dolor alguno. Ahora comprendía el significado de la frase de «fresca como una lechuga», así de extraña y lejana se debería sentir una lechuga ante su repentina separación de otra lechuga con la que hubiera crecido. Sería ilógico esperar que sufriera por la separación de esa lechuga con la que nunca había podido hablar ni establecer ningún tipo de comunicación y de la que sólo conocía las hojas exteriores, ignorando que en su interior había muchas otras escondidas.

No podía imaginar a esa boca con rictus amargo besando con pasión, ni esas mejillas ahora amarillentas, sonrosadas por el calor de una noche de amor. Y, sin embargo, así había sido alguna vez. Y Tita lo había descubierto ahora, demasiado tarde y de una manera meramente circunstancial. Cuando Tita la estaba vistiendo, para el velorio, le quitó de la cintura el enorme llavero que como una cadena la había acompañado desde que ella recordaba. En la casa todo estaba bajo llave y bajo estricto control. Nadie podía sacar ni una taza de azúcar de la despensa sin la autorización de Mamá Elena. Tita conocía las llaves de todas las puertas y escondrijos. Pero además del enorme llavero, tenla colgado al cuello un pequeño dije en forma de corazón y dentro de él había una pequeña llave que le llamó la atención.

De inmediato relacionó la llave con la cerradura indicada. De niña, un día jugando a las escondidillas se había metido en el ropero de Mamá Elena. Entre las sábanas había descubierto un pequeño cofre. Mientras Tita esperaba que la fueran a buscar trató inútilmente de abrirlo, pues estaba bajo llave. Mamá Elena a pesar de no estar jugando a las escondidas fue quien la encontró al abrir el ropero. Había ido por una sábana o algo así y la cogió con las manos en la masa. La castigó en el granero y la pena consistió en desgranar 100 elotes. Tita sintió que la falta no ameritaba el castigo tan grande, esconderse con zapatos entre las sábanas limpias no era para tanto. Y ahora, muerta su madre, mientras leía las cartas que contenía el cofre, se daba cuenta de que no había sido castigada por eso, sino por haber intentado ver el contenido del cofre, y que el castigo sí era para tanto.

Tita abrió el cofre con morbosa curiosidad. Contenía un paquete de cartas de un tal José Treviño y un diario. Las cartas estaban dirigidas a Mamá Elena. Tita las ordenó por fechas y se enteró de la verdadera historia de amor de su madre. José habla sido el amor de su vida. No le habían permitido casarse con él pues tenía en sus venas sangre negra. Una colonia de negros, huyendo de la guerra civil en USA y del peligro que corrían de ser linchados, había llegado a instalarse cerca del pueblo. José era el producto de los amores ilícitos entre José Treviño padre y una guapa negra. Cuando los padres de Mamá Elena habían descubierto el amor que existía entre su hija y este mulato, horrorizados la obligaron inmediatamente a casarse con Juan De la Garza, su padre.

Esta acción no logró impedir que aun estando casada siguiera manteniendo correspondencia secreta con José, y tal parecía que no se habían conformado solamente con este tipo de comunicación, pues, según estas cartas, Gertrudis era hija de José y no de su padre.

Mamá Elena había intentado huir con José al enterarse de este embarazo, pero la noche en que lo esperaba escondida, tras los oscuros del balcón, presenció cómo un hombre desconocido, sin motivo aparente, protegiéndose entre las sombras de la noche, atacaba a José eliminándolo de este mundo. Después de grandes sufrimientos Mamá Elena se resignó entonces a vivir al lado de su legítimo marido. Juan De la Garza ignoró por muchos años toda esta historia, pero se enteró de ella precisamente cuando Tita nació. Había ido a la cantina a festejar con unos amigos el nacimiento de su nueva hija y ahí alguna lengua venenosa le había soltado la información. La terrible noticia le provocó un infarto. Eso era todo.