– Tita, quisiera decirle que considero un lamentable error de su parte la idea que tiene de casarse con John. Aún está a tiempo de no cometer esa equivocación, ¡no acepte ese matrimonio, por favor!
– Pedro, usted no es nadie para decirme lo que tengo que hacer, o no. Cuando usted se casó yo no le pedí que no lo hiciera, a pesar de que esa boda me destrozó. Usted hizo su vida, ¡ahora déjeme hacer la mía en paz!
– Precisamente por esa decisión que tomé y de la cual estoy completamente arrepentido, le pido que recapacite. Usted sabe muy bien cuál fue el motivo que me unió a su hermana, pero resultó un acto inútil que no funcionó, ahora pienso que lo mejor hubiera sido huir con usted.
– Pues lo piensa demasiado tarde. Ahora ya no hay remedio. Y le suplico que nunca más en la vida me vuelva a molestar, ni se atreva a repetir lo que me acaba de decir, mi hermana lo podría escuchar y no tiene por qué haber otra persona infeliz en esta casa. ¡Con permiso…! Ah. Y le sugiero que para la próxima vez que se enamore, ¡no sea tan cobarde!
Tita, tomando la olla con furia, se encaminó hacia la cocina. Terminó el mole entre masculleos y aventones de trastes, y mientras éste se cocía siguió con la preparación del champandongo.
Cuando la carne se empieza a dorar, se le agregan el jitomate picado junto con el acitrón, las nueces y las almendras partidas en trozos pequeños.
El calor del vapor de la olla se confundía con el que se desprendía del cuerpo de Tita. El enojo que sentía por dentro actuaba como la levadura con la masa del pan. Lo sentía crecer atropelladamente, inundando hasta el último resquicio que su cuerpo podía contener y, como levadura en un traste diminuto, se desbordaba hacia el exterior, saliendo en forma de vapor por los oídos, la nariz y todos los poros de su cuerpo.
Este desmesurado enojo era causado en una mínima parte por la discusión con Pedro, en otra, por los incidentes y el trabajo de la cocina, y en una gran parte por las palabras que Rosaura había pronunciado unos días antes. Estaban reunidos en la recámara de su hermana, Mita, John y Alex. John había, llevado a su hijo a la visita médica, pues el niño extrañaba mucho la presencia de Tita en su casa y la quería ver nuevamente. El niño se asomó a la cuna para conocer a Esperanza y quedó muy impresionado con la belleza de la niña. Y como todos los niños de esa edad que no se andan con tapujos, dijo en voz alta:
– Oye, papi, yo quiero casarme también, así como tú. Pero yo con esta niñita.
Todos rieron por la graciosa ocurrencia, pero cuando Rosaura le explicó a Alex que eso no podía ser pues esa niñita estaba destinada a cuidarla hasta el día de su muerte, Tita sintió que los cabellos se le erizaban. Sólo a Rosaura se le podía ocurrir semejante horror, perpetuar una tradición por demás inhumana
¡Ojalá que a Rosaura la boca se le hiciera chicharrón! Y que nunca hubiera dejado escapar esas repugnantes, malolientes, incoherentes, pestilentes, indecentes y repelentes palabras. Más valía que se las hubiera tragado y guardado en el fondo de sus entrañas hasta que se le pudrieran y agusanaran. Y ojalá que ella viviera lo suficiente como para impedir que su hermana llevara a cabo tan nefastas intenciones.
En fin, no sabía por qué tenia que pensar en esas cosas tan desagradables en estos momentos que deberían ser para ella los más felices de su vida, ni sabía por qué estaba tan molesta. Tal vez Pedro la había contagiado de su mal humor. Desde que regresaron al rancho y se enteró que Tita se pensaba casar con John andaba de un mal humor de los mil demonios. Ni siquiera se le podía dirigir la palabra. Procuraba salir muy temprano y recorrer el rancho a galope en su caballo. Regresaba por la noche justo a tiempo para la cena y se encerraba en su recámara inmediatamente después.
Nadie se explicaba este comportamiento, algunos creían que era porque le habla afectado profundamente la idea de no volver a tener más hijos. Por lo que fuera, pero tal parecía que la ira dominaba los pensamientos y las acciones de todos en la casa. Tita literalmente estaba «como agua para chocolate». Se sentía de lo más irritable. Hasta el canturreo tan querido de las palomas, que ya se habían reinstalado en el techo de la casa y que el día de su regreso le había proporcionado tanto placer, en este momento la molestaba. Sentía que la cabeza le iba a estallar como roseta de maíz. Tratando de impedirlo se la apretó fuertemente con las dos manos. Un tímido golpe que sintió en el hombro la hizo reaccionar sobresaltada, con ganas de golpear a quien fuera el que lo hizo, que de seguro venía a quitarle más.el tiempo. Pero cuál no sería su sorpresa al ver a Chencha frente a ella. La misma Chencha de siempre, sonriente y feliz. Nunca en la vida le había dado tanto gusto verla, ni siquiera cuando la había visitado en casa de John. Como siempre Chencha llegaba caída del cielo, en el momento en que Tita más lo necesitaba.
Era asombroso observar lo repuesta que se encontraba Chencha, después de haberla visto irse en el estado de angustia y desesperación en que lo hizo.
Ni rastro quedaba del trauma que había sufrido. El hombre que había logrado borrarlo estaba a su lado, luciendo una sincera y amplia sonrisa. A leguas se veía que se trataba de un hombre honrado y callado, bueno, eso quién sabe, porque lo que pasaba era que Chencha no le permitió abrir la boca más que para decirle a Tita: «Jesús Martínez para servirle a usted». Después Chencha, como siempre, acaparó por completo la plática y rompiendo un récord de velocidad, en sólo dos minutos logró poner a Tita al día en los acontecimientos de su vida:
Jesús había sido su primer novio y nunca la había olvidado. Los papás de Chencha se habían opuesto terminantemente a esos amores y de no haber sido porque Chencha regresó a su pueblo y él la volvió a ver, nunca hubiera sabido dónde buscarla. Por supuesto no le importó que Chencha no fuera virgen y se casó inmediatamente con ella. Regresaban juntos al rancho con la idea de empezar una nueva vida ahora que Mamá Elena había muerto, y pensaban tener muchos hijos y ser muy felices por los siglos de los siglos…
Chencha se detuvo para tomar aire pues se estaba poniendo morada y Tita aprovechó la interrupción para decirle, no tan rápido como ella, pero casi, que estaba encantada de su regreso al rancho, que mañana hablarían de la contratación de jesús, que hoy venían a pedir su mano, que pronto se casaría, que aún no terminaba la cena y ley pidió que ella la hiciera para poderse dar un calmante baño de agua helada y de esta manera estar presentable cuando John llegara, que sería de un momento a otro.
Chencha prácticamente la echó de la cocina y de inmediato tomó el mando. El champandongo lo podía hacer, según ella, con los ojos tapados y las manos amarradas.
Cuando la carne ya está cocida y seca, lo que procede es freír las tortillas en aceite, no mucho para que no se endurezcan. Después, en el traste que vamos a meter al horno se pone primero una capa de crema para que no se pegue el platillo, encima una capa de tortillas, sobre ellas una capa de picadillo y por último el mole, cubriéndolo con el queso en rebanadas y la crema. Se repite esta operación cuantas veces sea necesario hasta rellenar el molde. Se mete al horno y se saca cuando el queso ya se derritió y las tortillas se ablandaron. Se sirve acompañado de arroz y frijoles.
Qué tranquilidad le daba a Tita saber que Chencha estaba en la cocina. Ahora sólo se tenía que preocupar por su arreglo personal. Cruzó el patio como ráfaga de viento y se metió a bañar. Contaba con tan sólo diez minutos, para bañarse, vestirse, perfumarse y peinarse adecuadamente. Tenía tal apuro que ni siquiera vio a Pedro, en el otro extremo del patio trasero, pateando piedras.
Tita se despojó de sus ropas, se metió a la regadera y dejó que el agua fría cayera sobre su cabeza. ¡Qué alivio sentía! Con los ojos cerrados las sensaciones se agudizan, podía percibir cada gota de agua fría recorriéndole el cuerpo. Sentía los pezones de sus senos ponerse duros como piedras al contacto con el agua. Otro hilo de agua bajaba por su espalda y después caía como cascada en la curva de sus redondos y protuberantes glúteos, recorriendo sus firmes piernas hasta los pies. Poco a poco se le fue pasando el mal humor, y el dolor de cabeza desapareció. De pronto empezó a sentir que el agua se entibiaba y se ponía cada vez más caliente hasta empezar a quemarle la piel. Esto pasaba algunas veces en épocas de calor cuando el agua del tinaco había sido calentada todo el día por los poderosos rayos del sol, pero no ahora que en primera no era verano y en segunda, empezaba a anochecer. Alarmada abrió sus ojos, temerosa de que nuevamente se fuera a incendiar el cuarto de baño y lo que descubrió fue la figura de Pedro del otro lado de los tablones, observándola detenidamente.