Una soldadera, que era su amante, se había enterado de sus actividades y entonces él la había balaceado despiadadamente antes de que lo denunciara. Gertrudis regresaba de darse un baño en el río y la encontró agonizando. La soldadera le alcanzó a dar una clave para identificarlo. El traidor tenía un lunar rojo en forma de araña en la entrepierna.
Gertrudis no podía ponerse a revisar a todos los hombres, pues además de prestarse a malas interpretaciones, el traidor podría sospechar y huir antes de que lo encontraran. Entonces encargó la misión a Treviño. Tampoco para él era una misión fácil. Lo que podrían pensar de su persona era peor de lo que pensarían de Gertrudis si se ponía a husmear en las entrepiernas de todos los hombres de la tropa. Treviño, entonces, esperó pacientemente hasta llegar a Saltillo.
Inmediatamente después de que entraron en la ciudad se dio a la tarea de recorrer cuanto burdel existía y conquistar a todas las prostitutas de cada lugar valiéndose de no sé cuántas artes. Pero la principal era que Treviño las trataba como damas, las hacía sentirse como reinas. Era con ellas muy educado y galante, mientras les hacía el amor les recitaba versos y poemas. No había una que no cayera en sus redes y no estuviera dispuesta a trabajar para la causa revolucionaria.
De esta manera, no se tardó más de tres días en dar con el traidor y ponerle una trampa en complicidad con sus amigas las putas. El traidor entró a un cuarto del lenocinio con una rubia oxigenada llamada «La Ronca». Tras la puerta lo esperaba Treviño. Éste de una patada cerró la puerta y haciendo gala de una violencia nunca vista mató a golpes al traidor. Ya sin vida le cortó los testículos con un cuchillo.
Cuando Gertrudis le preguntó por qué lo habla matado con tanta saña y no simplemente de un balazo, él respondió que había sido un acto de venganza. Hacía tiempo un hombre que tenía en la entrepierna un lunar rojo en forma de araña había violado a su madre y a su hermana. Esta última se lo había confesado antes de morir. De esta manera quedaba lavado el honor de su familia. Ése fue el único gesto salvaje que Treviño tuvo en la vida, de ahí en fuera era la persona más fina y elegante hasta para matar. Siempre lo hizo con gran pundonor. A partir de la captura del espía, a Treviño le quedó la fama de mujeriego empedernido. Y no estaba muy alejada de la verdad, pero el amor de su vida siempre fue Gertrudis. Muchos años trató de conquistarla en vano pero sin perder las esperanzas, hasta que Gertrudis se encontró nuevamente con Juan. Entonces se dio cuenta de que la había perdido para siempre. Ahora sólo le servía como un perro guardián, cuidándole las espaldas, sin despegársele un solo segundo.
Era uno de sus mejores soldados en el campo de batalla, pero en la cocina no tenía nada que hacer. Sin embargo a Gertrudis le daba pena correrlo de ahí, pues Treviño era muy sentimental y cuando ella lo reprendía por algo le daba por la bebida. Así es que no le quedó otra que apechugar su error de elección y tratar de que todo saliera lo mejor posible. Entre los dos, cuidadosamente, leyeron paso a paso la mentada receta tratando de interpretarla.
‹ Si se quiere más puro el almíbar, como se necesita para endulzar los licores, después de las operaciones referidas se cantea el cazo o vasija que lo contiene, se deja reposar y se descanta, o lo que es lo mismo, se separa de los asientos con el menor movimiento posible.»
En la receta no se explicaba lo que era el punto de bola, así que Gertrudis le ordenó al sargento que buscara la respuesta en un gran libro de cocina que estaba sobre el trastero.
Treviño se esforzaba por encontrar la información deseada, pero como apenas sabía leer, con su dedo recorría lentamente las palabras del libro, ante la impaciencia de Gertrudis.
«Se distinguen muchos grados de conocimiento del almíbar: almíbar en punto lizado, almíbar en punto lizado alto, almíbar de punto aperlado, almíbar de punto aperlado alto, almíbar de punto soplado, almíbar en punto de pluma, almíbar de punto y almíbar de punto de caramelo, almíbar de punto de bola…»
– ¡Por fin! ¡Aquí está lo del punto de bola, mi generala!
– A ver, trae acá! Ya me desesperaste.
Gertrudis le leyó al sargento las instrucciones, con fluidez y en voz alta.
– «Para conocer si el almíbar está en este punto, se remojan los dedos en un cubilete o jarro de agua fría y se coge el almíbar, volviéndolos a meter con prontitud en el agua. Si al enfriarse el almíbar se hace bola y se maneja como pasta, está cocido al grado o punto de bola.» ¿Entendiste?
– Sí, pos creo que sí mi generala.
– ¡Más te vale porque si no te juro que te mando fusilar!
Gertrudis había logrado por fin reunir toda la información que buscaba, ahora sólo le faltaba que el sargento preparara bien el almíbar y podría finalmente comer sus tan ansiadas torrejas.
Treviño, teniendo muy presente la amenaza que pesaba sobre su cabeza si no cocinaba correctamente para su superior, cumplió con su misión, a pesar de su inexperiencia.
Todos lo festejaron mucho. Treviño estaba de lo más feliz. Él mismo le llevó a Tita a su recámara una torreja que le mandaba Gertrudis para que le diera el visto bueno. Tita no había bajado a comer y se habla pasado la tarde en la cama. Treviño entró en la recámara y la depositó sobre una mesita que Tita utilizaba precisamente para cuando quería comer ahí y no en el comedor. Le agradeció mucho su atención y lo felicitó, pues las torrejas realmente estaban deliciosas. Treviño se lamentó de que Tita se sintiera indispuesta, pues le hubiera encantando pedirle que le concediera una pieza en el baile que se había organizado en el patio para despedir a la generala Gertrudis. Tita le prometió que bailarla encantada con él, si es que se animaba a bajar a la fiesta. Treviño se retiró rápidamente para irle a platicar con orgullo a toda la tropa lo que Tita le había dicho.
En cuanto el sargento salió, Tita se recostó nuevamente en la cama, no tenía ningún deseo de moverse de ahí, la inflamación en el vientre no le permitía estar sentada por mucho tiempo.
Tita pensó en la cantidad de veces en que había puesto a germinar trigo, frijoles, alfalfa y algunas otras semillas o granos, sin tener idea de lo que éstas sentían al crecer y cambiar de forma tan radicalmente. Ahora les admiraba la disposición con que abrían su piel y dejaban que el agua las penetrara libremente, hasta hacerlas reventar, para dar paso a la vida. Con qué orgullo dejaban salir de su interior la primera punta de la raíz, con qué humildad perdían su forma anterior, con qué donaire mostraban al mundo sus hojas. A Tita le encantaría ser una simple semilla, no tener que dar cuentas a nadie de lo que se estaba gestando en su interior, y poder mostrarle al mundo su vientre germinado sin exponerse al rechazo de la sociedad. Las semillas no tenían este tipo de problemas, sobre todo, no tenían madre a la que temer, ni miedo a que las enjuiciaran. Bueno, Tita físicamente tampoco tenía madre, pero aún no podía quitarse de encima la sensación de que le caería de un momento a otro un fenomenal castigo del más allá, auspiciado por Mamá Elena. Esta sensación le era muy familiar: la relacionaba con el temor que sentía cuando en la cocina no seguía las recetas al pie de la letra. Siempre lo hacía con la certeza de que Mamá Elena la descubrirla y en lugar de festejarle su creatividad la reprendería fuertemente por no respetar las reglas. Pero no podía evitar la tentación de transgredir las fórmulas tan rígidas que su madre quería imponerle dentro de la cocina… y de la vida
Permaneció un buen rato descansando, recostada sobre la cama, y sólo se volvió a levantar cuando escuchó a Pedro cantar bajo su ventana una canción de amor. Tita llegó de un brinco a la ventana y la abrió. ¡Cómo era posible que a Pedro se le ocurriera tal atrevimiento! En cuanto lo vio, supo por qué. A leguas se veía que estaba borrachísimo. A su lado, Juan lo acompañaba con la guitarra.