Sabía que ella, más que su hermana Rosaura, era el centro de atención. Los invitados, más que cumplir con un acto social, querían regodearse con la idea de su sufrimiento, pero no los complacería, no. Podía sentir claramente cómo penetraban por sus espaldas los cuchicheos de los presentes a su paso.
– ¿Ya viste a Tita? ¡Pobrecita, su hermana se va a casar con su novio! Yo los vi un día en la plaza del pueblo, tomados de la mano. ¡Tan felices que se veían!
– ¿No me digas? ¡Pues Paquita dice que ella vio cómo un día, en plena misa, Pedro le pasó a Tita una carta de amor, perfumada y todo!
– ¡Dicen que van a vivir en la misma casa! ¡Yo que Elena no lo permitía!
– No creo que lo haga. ¡Ya ves cómo son los chismes!
No le gustaban nada esos comentarios. El papel de perdedora no se había escrito para ella. ¡Tenía que tomar una clara actitud de triunfo! Como una gran actriz representó su papel dignamente, tratando de que su mente estuviera ocupada no en la marcha nupcial ni en las palabras del sacerdote ni en el lazo y los anillos.
Se transportó al día en que a los nueve años se había ido de pinta con los niños del pueblo. Tenía prohibido jugar con varones, pero ya estaba harta de los juegos con sus hermanas. Se fueron a la orilla del río grande para ver quién era capaz de cruzarlo a nado, en el menor tiempo. Qué placer sintió ese día al ser ella la ganadora.
Otro de sus grandes triunfos ocurrió un tranquilo día de domingo en el pueblo. Ella tenia catorce años y paseaba en carretela acompañada de sus hermanas, cuando unos niños lanzaron un cohete. Los caballos salieron corriendo espantadísimos. En las afueras del pueblo se desbocaron y el cochero perdió el control del vehículo.
Tita lo hizo a un lado de un empujón y ella sola pudo dominar a los cuatro caballos. Cuando algunos hombres del pueblo a galope las alcanzaron para ayudarlas, se admiraron de la hazaña de Tita.
En el pueblo la recibieron como a una heroína.
Estas y otras muchas remembranzas parecidas la tuvieron ocupada durante la ceremonia, haciéndola lucir una apacible sonrisa de gata complacida, hasta que a la hora de los abrazos tuvo que felicitar a su hermana. Pedro, que estaba junto a ella, le dijo a Tira:
– ¿Y a mí no me va a felicitar?
– Sí, cómo no. Que sea muy feliz.
Pedro, abrazándola más cerca de lo que las normas sociales permiten, aprovechó la única oportunidad que tenía de poder decirle a Tita algo al oído.
– Estoy seguro de que así será, pues logré con esta boda lo que tanto anhelaba: estar cerca de usted, la mujer que verdaderamente amo…
Las palabras que Pedro acababa de pronunciar fueron para Tita como refrescante brisa que enciende los restos de carbón a punto de apagarse. Su cara por tantos meses forzada a no mostrar sus sentimientos experimentó un cambio incontrolable, su rostro reflejó gran alivio y felicidad. Era como si toda esa casi extinguida ebullición interior se viera reavivada de pronto por el fogoso aliento de Pedro sobre su cuello, sus ardientes manos sobre su espalda, su impetuoso pecho sobre sus senos… Pudo haberse quedado para siempre así, de no ser por la mirada que Mamá Elena le lanzó y la hizo separarse de él rápidamente. Mamá Elena se acercó a Tita y le preguntó:
– ¿Qué fue lo que Pedro te dijo?
– Nada, mami.
– A mí no me engañas, cuando tú vas, yo ya fui y vine, así que no te hagas la mosquita muerta. Pobre de ti si te vuelvo a ver cerca de Pedro.
Después de estas amenazantes palabras de Mamá Elena, Tita procuró estar lo más alejada de Pedro que pudo. Lo que le fue imposible fue borrar de su rostro una franca sonrisa de satisfacción. Desde ese momento la boda tuvo para ella otro significado.
Ya no le molestó para nada ver cómo Pedro y Rosaura iban de mesa en mesa brindando con los invitados, ni verlos bailar el vals, ni verlos más tarde partir el pastel. Ahora ella sabia que era cierto: Pedro la amaba. Se moría porque terminara el banquete para correr al lado de Nacha a contarle todo. Con impaciencia esperó a que todos comieran su pastel para poder retirarse. El manual de Carreño le impedía hacerlo antes, pero no le vedaba el flotar entre nubes mientras comía apuradamente su rebanada. Sus pensamientos la tenían tan ensimismada que no le permitieron observar que algo raro sucedía a su alrededor. Una inmensa nostalgia se adueñaba de todos los presentes en cuanto le daban el primer bocado al pastel. Inclusive Pedro, siempre tan propio, hacía un esfuerzo tremendo por contener las lágrimas. Y Mamá Elena, que ni cuando su esposo murió había derramado una infeliz lágrima, lloraba silenciosamente. Y eso no fue todo, el llanto fue el primer síntoma de una intoxicación rara que tenía algo que ver con una gran melancolía y frustración que hizo presa de todos los invitados y los hizo terminar en el patio, los corrales y los baños añorando cada uno al amor de su vida. Ni uno solo escapó del hechizo y sólo algunos afortunados llegaron a tiempo a los baños; los que no, participaron de la vomitona colectiva que se organizó en pleno patio. Bueno, la única a quien el pastel le hizo lo que el viento a Juárez fue a Tita. En cuanto terminó de comerlo abandonó la fiesta. Quería notificarle a Nacha cuanto antes que estaba en lo cierto al decir que Pedro la amaba sólo a ella. Por ir imaginando la cara de felicidad que Nacha pondría no se percató de la desdicha que crecía a su paso hasta llegar a alcanzar niveles patéticamente alarmantes.
Rosaura, entre arqueadas, tuvo que abandonar la mesa de honor.
Procuraba por todos los medios controlar la náusea, ¡pero ésta era más poderosa que ella! Tenía toda la intención de salvar su vestido de novia de las deposiciones de los parientes y amigos, pero al intentar cruzar el patio resbaló y no hubo un solo pedazo de su vestido que quedara libre de vómito. Un voluminoso río macilento la envolvió y la arrastró algunos metros, provocando que sin poderse resistir más lanzara como un volcán en erupción estruendosas bocanadas de vómito ante la horrorizada mirada de Pedro. Rosaura lamentó muchísimo este incidente que arruinó su boda y no hubo poder humano que le quitara de la mente que Tita había mezclado algún elemento en el pastel.
Pasó toda la noche entre quejidos y el tormento que le provocaba la idea de deponer sobre las sábanas que tanto tiempo se había tardado en bordar. Pedro, apresuradamente, le sugirió dejar para otro día la culminación de la noche de bodas. Pero pasaron meses antes de que Pedro sintiera la obligación de hacerlo y de que Rosaura se atreviera a decirle que ya se sentía perfectamente bien. Pedro hasta ese momento comprendió que no podía rehusarse a realizar su labor de semental por más tiempo y esa misma noche, utilizando la sábana nupcial, se arrodilló frente a su cama y a manera de rezo dijo:
– Señor, no es por vicio ni por fornicio sino por dar un hijo a tu servicio.
Tita nunca imaginó que habla tenido que pasar tanto tiempo para que la mentada boda se consumara. Ni siquiera le importó cómo fue, y mucho menos si había sido el día de la ceremonia religiosa o cualquier otro día.
Estaba más preocupada por salvar su pellejo que por otra cosa. La noche de la fiesta había recibido de manos de Mamá Elena una paliza fenomenal, como nunca antes la había recibido ni la volvería a recibir. Pasó dos semanas en cama reponiéndose de los golpes. El motivo de tan colosal castigo fue la certeza que tenía Mamá Elena de que Tita, en contubernio con Nacha, había planeado premeditadamente arruinar la boda de Rosaura, mezclando algún vomitivo en el pastel. Tita nunca la pudo convencer de que el único elemento extraño en él fueron las lágrimas que derramó al prepararlo. Nacha no pudo atestiguar en su favor, pues cuando Tita había llegado a buscarla el día de la boda la había encontrado muerta, con los ojos abiertos, chiqueadores en las sienes y la foto de un antiguo novio en las manos.