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Se enfrentó a tías, tíos y primos, todos los cuales ofrecieron hacerse cargo de uno de los niños Hotchkiss, generalmente Lucas, quien con su título de baronet, eventualmente podían esperar casar con una muchacha de considerable dote. Pero Elizabeth rehusó. Incluso cuando sus amigos y vecinos la habían urgido a dejarlo ir.

Ella quería mantener a su familia unida, les dijo. ¿Era eso mucho pedir?

Pero había fallado. No había dinero para lecciones de música, o tutores, ni para ninguna de las cosas que Elizabeth había dado por sentadas cuando ella era pequeña. Sólo Dios sabía como se las iba a arreglar para enviar a Lucas a Eton.

Y tenía que ir. Todos los varones Hotchkiss, durante cuatrocientos años, habían estudiado en Eton. No todos se habían graduado, pero todos habían ido.

Iba a tener que casarse. Y su marido iba a tener que ser muy rico. Era tan simple como eso.

* * *

“Abraham engendró a Isaac, e Isaac engendró a Jacob, y Jacob engendró a Judas…”

Elizabeth se aclaró con cuidado la garganta y levantó la mirada con ojos esperanzados. ¿Se había dormido ya Lady Danbury? Se inclinó hacia delante y estudió el anciano rostro de la dama. Era difícil de decir.

“…y Judas engendró a Phares y Zara de Tamar, y Phares engendró a Esrom…”

Los ojos de la anciana señora llevaban cerrados un buen rato ya, pero aún así debía ser cuidadosa.

“…y Esrom engendró a Aram, y…”

¿Era eso un ronquido? La voz de Elizabeth descendió a un susurro.

“…y Aram engendró a Aminadbab, y Aminadbab engendró a Nason, y…”

Elizabeth cerró la Biblia y comenzó a retirarse de puntillas fuera del salón. Normalmente no le importaba leer a Lady Danbury; de hecho, era una de las mejores partes de su posición como acompañante de la anciana condesa. Pero hoy necesitaba irse a casa. Se sentía espantosamente al haberse marchado mientras Jane estaba todavía tan alterada ante la perspectiva de que el hacendado Nevins entrara a formar parte de su pequeña familia. Elizabeth le había asegurado que no se casaría con él aunque fuera el último hombre de la tierra, pero Jane seguía insegura y…

¡THUMP!

A Elizabeth casi se le paró el corazón. Nadie sabía hacer más ruido golpeando con un bastón que Lady Danbury.

“¡No estoy dormida!” tronó la voz de Lady D.

Elizabeth se dio la vuelta y sonrió débilmente. “Lo siento.”

Lady Danbury rió entre dientes. “No lo sientes en absoluto. Regresa aquí.”

Elizabeth ahogó un gemido y regresó a su silla de recto respaldo. Le gustaba Lady Danbury. Realmente le gustaba. De hecho, esperaba el día en que pudiera usar la edad como excusa y expresarse con la característica franqueza de Lady D.

Sólo que realmente ella necesitaba volver a casa, y…

“Eres una embaucadora,” dijo Lady Danbury.

“¿Perdón?”

“Todos esos ‘engendró’ elegidos a propósito para hacerme dormir.”

Elizabeth sintió que sus mejillas se calentaban con un rubor de culpabilidad e intentó dar a sus palabras un tono de inocencia. “¿Qué quiere decir?”

“Has dado un salto en la lectura. Deberíamos estar todavía en la parte de Moisés y el gran diluvio, no en la parte de los engendramientos.”

“Me parece que no era Moisés el del diluvio, Lady Danbury.”

“Tonterías. Por supuesto que lo era.”

Elizabeth pensó que Noé entendería su deseo de evitar enredarse en una prolongada discusión de referencias bíblicas con Lady Danbury, y cerró la boca.

“De cualquiera manera, no importa a quién pilló el diluvio. El punto en cuestión es que te has saltado esa parte para hacerme dormir.”

“Yo…ah…”

“Oh, sólo admítelo, niña.” Los labios de Lady Danbury se distendieron en una conocedora sonrisa. “En realidad, te admiro por ello. Yo habría hecho lo mismo a tu edad.”

Elizabeth puso los ojos en blanco. Si éste no era un claro caso de “malo si lo hace, malo si no lo haces”, entonces no sabía que era. Así que simplemente suspiró, tomó de nuevo la Biblia, y dijo: “¿Qué parte desea que lea?”

“Ninguna. Es un maldito aburrimiento. ¿No tenemos nada más interesante en la biblioteca?”

“Estoy segura de que sí. Podría comprobarlo, si quiere.”

“Sí, hazlo. Pero antes, ¿podrías alcanzarme ese libro de cuentas? Sí, el que está sobre la mesa.”

Elizabeth se levantó, camino hasta la mesita, y cogió el libro encuadernado en cuero. “Aquí tiene,” dijo, entregándoselo a Lady Danbury.

La condesa tomó el libro y lo abrió con precisión militar, antes de volver a mirar a Elizabeth. “Gracias, pequeña. Hoy va a llegar un nuevo administrador y quiero tener memorizados estos números, así estaré segura de que no me oculta nada durante meses.”

“Lady Danbury,” dijo Elizabeth, con extremada sinceridad, “incluso al diablo le faltaría valor para intentar estafarla.”

Lady Danbury golpeó el suelo con su bastón a modo de aplauso y rió. “Bien dicho, pequeña. Es agradable ver a una joven con cerebro en la cabeza. Mis propios hijos… Bueno, bah, no quiero entrar en esa materia ahora, excepto para contarte que lo único que consiguió hacer mi hijo con su cabeza fue que se le quedara atrapada entre los barrotes de la verja que rodea el Castillo de Windsor.”

Elizabeth se tapó la boca con la mano en un esfuerzo por sofocar la risa.

“Oh, adelante, ríete,” suspiró Lady Danbury. “He descubierto que la única forma de sobrellevar la frustración maternal es contemplarla como fuente de diversión.”

“Bien,” dijo Elizabeth cuidadosamente, “esa parece una inteligente línea de conducta…”

“Sería una estupenda diplomática, Elizabeth Hotchkiss”, resopló alegremente Lady Danbury. “¿Dónde está mi bebé?”

Elizabeth no se inmutó. Los abruptos cambios de tema de Lady D. eran legendarios. “Su gato,” enfatizó, “ha estado durmiendo sobre la otomana durante la última hora,” dijo, señalando a través del cuarto.

Malcom levantó su peluda cabeza, intentó enfocar sus somnolientos ojos azules, decidió que el esfuerzo no merecía la pena, y claudicó.

“Malcom,” lo arrulló Lady Danbury, “ven con mamá.”

Malcom la ignoró.

“Tengo un golosina para ti.”

El gato bostezó, reconoció a Lady D. como su fuente principal de alimentación, y saltó de la otomana.

“Lady Danbury,” la regañó Elizabeth, “sabe que el gato está demasiado gordo.”

“Tonterías.”

Elizabeth sacudió la cabeza. Malcom pesaba, por lo menos, una tonelada, aunque una buena parte de ese peso fuera pelo. Ella pasaba un buen rato cada tarde, después de regresar a casa, cepillando su ropa.

Lo cual era, realmente, extraordinario, puesto que la presumida bestia no se había dignado nunca a dejarla acercarse a ella en cinco años.

“Gatito bonito,” dijo Lady D. extendiendo los brazos.

“Gato estúpido,” musitó Elizabeth, cuando el atigrado felino la miró fijamente para continuar después con su camino.

“Eres una cosita muy dulce.” Lady D. frotó su mano sobre su peludo vientre. “Una cosita muy dulce.”

El gato se estiró en el regazo de Lady Danbury, recostado de espaldas, con la patas extendidas sobre su cabeza.

“Eso no es un gato,” dijo Elizabeth. “Es un pobre remedo de alfombra.”

Lady D. enarcó una ceja. “Sé que no lo dices en serio, Lizzie Hotchkiss.”

“Sí lo hago.”

“Tonterías. Adoras a Malcom.”

“Tanto como a Atila el Huno.”

“Bueno, Malcom te adora.”

El gato levantó la cabeza y Elizabeth juraría que le había sacado la lengua.