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El único camino a la riqueza era el matrimonio, y ese descarado librito afirmaba tener todas las respuestas. Elizabeth no era tan tonta como para creer que podía capturar el interés de un marqués, pero quizás un pequeño consejo la ayudara a atrapar a un caballero rural -uno con una confortable renta. Incluso se casaría con un comerciante. Su padre se revolvería en su tumba ante el pensamiento de emparentar con alguien que tuviera un negocio, pero una chica tenía que ser práctica, y Elizabeth apostaba a que había un gran numero de ricos comerciantes a los que no les importaría casarse con la empobrecida hija de un baronet.

Además, era culpa de su padre que se viera en este apuro. Si él no…

Elizabeth sacudió la cabeza. Ahora no era el momento de enfrascarse en el pasado. Necesitaba concentrarse en su actual dilema.

Considerándolo bien, ella no sabía mucho acerca de los hombres. No tenía ni idea de lo que se suponía que tenía que decirles o cómo se suponía que tenía que actuar para hacer que cayeran enamorados de ella.

Miró fijamente el libro. Difícilmente.

Miró alrededor. ¿No venía nadie?

Inspiró profundamente y rápido como el rayo, el libro encontró su camino hacia el interior de su ridículo [1].

Y salió corriendo de la casa.

* * *

A James Sidwell, Marqués de Riverdale, le gustaba pasar inadvertido. No había nada que le gustara más que mezclarse con la multitud, de incógnito, y descubrir hechos y complots. Probablemente por eso fue por lo que había disfrutado tanto de sus años de trabajo al servicio del Ministerio de Defensa.

Y había sido malditamente bueno en ello. La misma cara y el mismo cuerpo que acaparaban tanta atención en los salones de baile de Londres desaparecían entre la multitud con alarmante éxito. James, simplemente, eliminaba el brillo de seguridad en si mismo de sus ojos, encorvaba los hombros, y nadie sospechaba que perteneciera a la aristocracia.

Por supuesto, el pelo castaño y los ojos marrones ayudaban. Siempre era bueno poseer una tonalidad común. James dudaba que hubiera muchos operativos pelirrojos con éxito.

Pero un año antes, su tapadera había sido descubierta cuando un espía napoleónico había revelado su identidad a los franceses. Y ahora el Ministerio de Defensa se negaba a asignarle cualquier misión más excitante que alguna ocasional redada de contrabandistas

James había aceptado su aburrido destino con un pesado suspiro de resignación. Probablemente era hora de dedicarse a sus propiedades y su título, de todas formas. En algún momento tenía que casarse -por desagradable que la perspectiva le pareciera-y producir un heredero para el marquesado. Así que había dirigido su atención a la escena social londinense, donde un marqués -especialmente uno tan joven y tan apuesto-no pasaba inadvertido.

James se había sentido alternativamente disgustado, aburrido, y divertido. Disgustado porque las jovencitas -y sus madres-lo habían visto simplemente como una gran presa, lista para ser capturada y cobrada. Disgustado, porque después de años de intriga política, el color de las cintas del cabello, y el corte de los chalecos no le parecían fascinantes temas de conversación. Y divertido, porque, para ser franco, si no se hubiera aferrado a su sentido del humor para someterse a esta dura prueba, se habría sentido desesperado.

Cuando la nota de su tía había llegado a través de mensajero especial, estuvo cerca de gritar de alegría. Ahora, mientras se aproximaba a la casa de su tía, en Surrey, sacó la nota del bolsillo y la releyó.

Riverdale-

Necesito tu ayuda urgentemente. Por favor, preséntate en Danbury House con la mayor rapidez posible. No viajes en tu mejor carruaje. Di a todo el mundo que eres mi nuevo administrador. Tu nuevo nombre es James Siddons.

Ágata, Lady Danbury.

James no tenía ni idea de qué iba todo esto, pero sabía que era justo lo que necesitaba para aliviar su aburrimiento y que le permitía marcharse de Londres sin sentirse culpable por abandonar sus obligaciones. Viajó en un coche de alquiler, puesto que un administrador no poseería caballos tan finos como los suyos y caminó la ultima milla, desde el centro del pueblo hasta Danbury House. Todo lo que necesitaba estaba empacado en una bolsa de viaje.

A los ojos del mundo de había convertido en el sencillo James Siddons, un caballero, por supuesto, pero quizás algo corto de fondos. Sus ropas provenían del fondo de su armario -bien cortadas, pero un poco rozadas en los codos y de un estilo de hacía un par de años. Unos cuantos recortes en el pelo con las tijeras de cocina estropearon eficazmente el experto corte de pelo que se había hecho la semana anterior. Para todo propósito, el Marqués de Riverdale había desaparecido y James no podría sentirse más satisfecho.

Por supuesto, el plan de su tía tenía un importante defecto, pero era de esperar, cuando uno deja que un aficionado trace los planes. James no había visitado Danbury House en casi una década; su trabajo para el Ministerio de Defensa no le dejó demasiado tiempo para visitar a la familia, y, ciertamente, el no quiso poner a su tía en ninguna clase de peligro. Pero seguramente quedaba alguien -muy anciano-el mayordomo, quizás, que lo reconocería. Después de todo, él había pasado la mayor parte de su niñez aquí.

Pero una vez más, la gente veía lo que esperaba ver, y cuando James actuaba como un administrador la gente veía, de hecho, a un administrador.

Estaba cerca de Danbury House -prácticamente en los escalones de la entrada principal, de hecho-cuando las puertas de entrada se abrieron de golpe y una pequeña mujer rubia las atravesó, la cabeza agachada, los ojos mirando al suelo, y moviéndose sólo un poco más lenta que una yegua a galope tendido. James no tuvo ni una oportunidad de advertirla, antes de que ella se lanzara en su dirección.

Sus cuerpos chocaron en un torpe encontronazo, y la muchacha dejó escapar un femenino grito de sorpresa mientras rebotaba contra él y aterrizaba, poco elegantemente, en el suelo. Una horquilla, o cinta, o lo que fuera que las mujeres usaran, voló de su pelo, causando que un grueso mechón de pálido cabello dorado se deslizara de su peinado y cayera desmañadamente sobre su hombro.

“Le pido perdón,” dijo James, tendiendo una mano para ayudarla a levantarse.

“No, no,” contestó ella, sacudiendo sus faldas. “Ha sido completamente culpa mía. No miraba por donde iba.”

Ella no se había molestado en tomar su mano para levantarse, y James se encontró extrañamente decepcionado. La muchacha no llevaba guantes, y tampoco él, y sentía una extraña compulsión de sentir el tacto de su mano en la suya.

Pero no podía decir semejante cosa en voz alta, así que en su lugar, se agacho para ayudarla a recuperar sus pertenencias. Su ridículo había volado abierto cuando cayó a tierra, y sus pertenencias estaban ahora desparramadas alrededor de sus pies. Le tendió los guantes, lo que ocasionó que se ruborizara.

“Hace mucho calor,” explicó ella, mirando los guantes con resignación.

“No se lo tendré en cuenta,” dijo él con una pequeña sonrisa. “Como puede ver, yo también he elegido usar el buen tiempo como excusa para no ponerme los míos.”

Ella miró fijamente sus manos, antes de sacudir la cabeza y murmurar, “Esta es la más extraña conversación.” Se arrodilló para seguir recogiendo sus cosas y James continuó ayudándola. Recogió un pañuelo y estaba a punto de alcanzar un libro cuando, repentinamente, ella emitió un extraño ruidito -algo parecido a un grito estrangulado-y se lo arrebató de entre los dedos.

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[1] Ridículo, pequeño bolsito.