“Estoy abrumada por tu confianza,” dijo Elizabeth secamente.
“De hecho, deberías comenzar a practicar ya. ¿No va a dar Lady Dambury una fiesta este verano? Seguramente habrá posibles maridos entre los asistentes.”
“Yo no estaré entre los asistentes.”
“¿Es que Lady Dambury no te va a invitar?” se indignó Susan, claramente ultrajada. “¡No me lo puedo creer! Puede que seas su acompañante, pero también eres la hija de un baronet, y así…”
“Por supuesto que me invitará,” replicó Elizabeth, sin entonación. “Pero rehusaré la invitación.”
“¿Pero por qué?”
Elizabeth no contestó de inmediato, tan sólo se quedó contemplando cómo se cuajaban los huevos en la sartén. “Susan,” dijo finalmente, “mírame.”
Susan la miró. “¿Y?”
Elizabeth asió un puñado de la gastada y descolorida tela verde de su vestido y la sacudió. “¿Cómo voy a ir a una lujosa fiesta vestida como voy?. Puede que esté desesperada, pero tengo mi orgullo.”
“Podemos cruzar ese puente cuando lleguemos a él,” decidió Susan con firmeza. “Eso no importa, de todas formas. No si tu futuro marido no puede ver la habitación detrás de tu rostro.”
“Si vuelvo a oír esa frase una vez más…”
“Mientras tanto,” la interrumpió Susan, “debemos agudizar tus habilidades.”
Elizabeth luchó contra el impulso de aplastar las yemas de los huevos.
“¿No comentaste que Lady Dambury tenía un nuevo administrador?”
“¡No lo hice!”
“¿No fuiste tú? Oh. Bueno, entonces sería Fanny Brinkley, que debe haberlo oído de su criada, quien debe haberlo oído…”
“Ve al grano, Susan,” dijo Elizabeth, rechinando los dientes.
“¿Por qué no practicas con él? A menos que sea horrorosamente repulsivo, claro.”
“No es repulsivo,” masculló Elizabeth. Sus mejillas comenzaron a arder, y mantuvo la cabeza baja, para que Susan no viera su rubor. El nuevo administrador de Lady Danbury estaba lejos de ser repulsivo. De hecho, era uno de los hombres más apuestos que había visto nunca. Y su sonrisa había causado los más extraños efectos en su estómago.
Desgraciadamente no tenía montañas de dinero.
“¡Bien!” dijo Susan, con una excitada palmada. “Todo lo que tienes que hacer es hacer que se enamore de ti.”
Elizabeth retiró los huevos de un tirón. “¿Y entonces qué? Susan, es un administrador de propiedades. No va a tener suficiente dinero para enviar a Lucas a Eton.”
“Boba, no vas a casarte con él. Sólo vas a practicar con él.”
“Eso suena bastante insensible,” dijo Elizabeth, con el ceño fruncido
“Bueno, no tienes otra persona sobre la que probar tus habilidades. Así que escucha cuidadosamente. Seleccioné varias reglas con las que empezar.”
“¿Reglas? Creía que eran edictos.”
“Edictos, reglas, todo es lo mismo. Bien, después de…”
“¡Jane! ¡Lucas!” llamó Elizabeth. “El desayuno está listo.”
“Como estaba diciendo, pienso que deberíamos empezar con los edictos, dos, tres y cinco.”
“¿Y qué pasa con el cuatro?”
Susan tuvo el detalle de ruborizarse. “Es que ese se refiere, ah, a vestir a la última moda.”
Elizabeth apenas pudo resistir el impulso de arrojarle un huevo frito.
“En realidad,” dijo Susan, frunciendo el ceño, “deberías comenzar practicando principalmente el edicto número dos.”
Elizabeth sabía que no debía preguntar, pero algún demonio interno la forzó a decir, “¿Y cuál es ese?”
Susan leyó, “Su encanto debe surgir sin esfuerzo.”
“Mi encanto debe surgir sin esfuerzo. ¿Y qué demonios me hace falta practicar…¡Ow!”
“Pienso que puede significar que no agites los brazos de tal forma que te golpees la mano con la mesa.”
Si las miradas matasen, posiblemente Susan estaría yaciendo agonizante en ese momento.
Susan alzó la nariz altivamente. “Sólo digo la verdad,” dijo con un resoplido.
Elizabeth continuó fulminándola con la mirada, al mismo tiempo que se chupaba el dorso de la mano, como si presionando los labios contra el lugar donde se había golpeado fuera a conseguir que dejara de dolerle. “¡Jane! ¡Lucas!” llamó de nuevo, casi gritando esta vez. “¡Venid ya! ¡El desayuno se va a enfriar!”
Jane entró saltando en la cocina y se sentó. La familia Hotchkiss hacia tiempo que había prescindido de la formalidad de servir el desayuno en el comedor. Se tomaba siempre en la cocina. Además en invierno a todos les gustaba sentarse cerca de la estufa. Y en verano, bueno, los hábitos eran difíciles de romper, suponía Elizabeth.
Sonrió a su hermana pequeña. “Pareces un poco desaliñada esta mañana, Jane.”
“Eso es porque alguien me dejó fuera de mi habitación anoche,” dijo Jane, dirigiendo una amotinada mirada hacia Susan. “Ni siquiera he podido peinarme.”
“Podrías haber usado el cepillo de Lizzie,” contestó Susan.
“Me gusta mi cepillo,” objetó Jane. “Es de plata.”
No de verdadera plata, pensó Elizabeth irónicamente, o habría tenido que venderlo como todo lo demás.
“Sirve para lo mismo.”
Elizabeth puso fin a la discusión con un grito, “¡Lucas!”
“¿Hay leche?” preguntó Jane.
“Me temo que no, cariño,” contestó Elizabeth, deslizando un huevo en su plato. “Apenas la suficiente para el té.”
Susan puso de sopetón un trozo de pan en el plato de Jane y le dijo a Elizabeth, “Acerca del edicto numero dos…”
“Ahora no,” siseó Elizabeth, con una intencionada mirada hacia Jane, quien, gracias a Dios, estaba demasiado ocupada hundiendo un dedo en la rebanada de pan, para prestar atención a sus hermanas.
“Mi tostada está cruda,” dijo Jane.
Elizabeth no tuvo tiempo de amonestar a Susan por olvidarse de tostar el pan, antes de que Lucas entrara en la cocina.
“¡Buenos días!” dijo alegremente.
“Pareces especialmente contento,” le dijo Elizabeth, revolviéndole el pelo antes de servirle el desayuno.
“Hoy voy a ir a pescar con Tommy Fairmont y su padre.” Engulló tres cuartos del huevo antes de agregar, “Esta noche cenaremos bien.”
“Eso es estupendo, querido,” dijo Elizabeth. Echo un vistazo al pequeño reloj sobre la chimenea, y dijo, “Debo irme. ¿Os asegurareis de que la cocina quede limpia y recogida?”
Lucas asintió. “Yo lo supervisaré.”
“También podrías ayudar.”
“Encima eso,” gruñó él. “¿Puedo tomar otro huevo?”
El estomago de Elizabeth gruñó en solidaridad. “No hay más,” le dijo.
Jane la miro con sospecha. “Tú no has comido ninguno, Lizzie.”
“Desayunare con Lady Danbury,” mintió Elizabeth.
“Toma el mío.” Jane empujó lo que le quedaba de desayuno -dos bocados de huevo y un trozo de pan tan destrozado, que habría tenido que estar mucho, mucho más hambrienta, tan sólo para olerlo-a través de la mesa.
“Termínatelo tú, Jane,” dijo Elizabeth. “Comeré con Lady Danbury. Te lo prometo.”
“Voy a tener que capturar un pez enorme,” oyó que Lucas le susurraba a Jane.
Y aquella fue la gota que colmó el vaso. Elizabeth se había estado resistiendo a aquella caza de marido; odiaba lo mercenaria que se sentía tan sólo por considerarlo. Pero ya no más. ¿Qué clase de mundo era ese que un niño de ocho años se preocupaba por capturar un pez, no por deporte, sino para poder llenar los estómagos de sus hermanas?
Elizabeth echó los hombros hacia atrás y marchó hacia la puerta. “Susan,” dijo ásperamente, “¿puedo hablar un momento contigo?”
Jane y Lucas intercambiaron miradas. “Va a reñirle porque olvidó tostar el pan de las tostadas.”
“Tostadas crudas,” dijo Lucas torvamente, sacudiendo la cabeza. “Eso es contrario a la misma naturaleza del hombre.”
Elizabeth puso los ojos en blanco mientras salía. ¿De dónde sacaba esas cosas?