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En el segundo asalto, Trentham empezó a asestarle algunos golpes, pero sin la fuerza suficiente para derribar a Tommy. Se reservó tal humillación para el tercer asalto, cuando le propinó un gancho que el chico de Poplar no llegó a ver. Bajaron a Tommy del cuadrilátero, mientras le ataban a Charlie sus guantes.

– Tu turno, soldado -dijo Trentham-. ¿Cómo te llamas?

– Trumper, señor.

– Vamos a ello, Trumper -fue todo lo que dijo el capitán antes de avanzar hacia él.

Charlie se defendió bien durante los primeros dos minutos, ayudándose de las cuerdas y la esquina mientras esquivaba y atacaba, recordando todos los trucos que había aprendido en el Club Juvenil Masculino de Whitechapel Road. Incluso intuyó que habría podido darle una buena lección al capitán, de no ser por su obvia ventaja de peso y estatura.

Al tercer minuto empezó a cobrar confianza, y hasta le propinó uno o dos golpes, para satisfacción de los espectadores. Cuando finalizó el asalto, Charlie consideró que se había desenvuelto bastante bien. Cuando sonó la campana dejó caer los guantes y se volvió para regresar a su esquina. Un segundo después, el puño del capitán se estrelló contra el costado de su nariz. Todo el mundo en el gimnasio oyó el crujido. Charlie se desplomó contra las cuerdas. Nadie aplaudió cuando el capitán se desató los guantes y bajó del cuadrilátero.

Aquella noche, cuando Tommy vio el estado en que había quedado el rostro de su amigo, tendido en la cama, sólo pudo decir:

– Lo siento, amigo, fue culpa mía. Ese hijo de puta es un sádico, pero no te preocupes; si los alemanes no acaban con ese bastardo, yo lo haré.

Charlie sólo pudo sonreír; cuando intentaba reír sufría fuertes dolores.

El sábado se habían recuperado lo suficiente para formar con el resto de la compañía y esperar en una larga cola el momento de recibir los cinco chelines de paga. El dinero se esfumó con más rapidez que la cola durante las tres horas de permiso de aquella noche, pero Tommy siguió sacando más rendimiento a su dinero que cualquier otro recluta.

A principios de la tercera semana, Charlie apenas podía introducir sus pies hinchados en las pesadas botas de piel que el ejército le había suministrado, pero al contemplar las hileras de pies que adornaban el suelo del barracón cada mañana, comprendió que ninguno de sus camaradas se hallaba en mejores condiciones.

– Servicio de fajina para ti, muchacho, como hay Dios -gritó el cabo.

Charlie le lanzó una mirada, pero las palabras iban dirigidas al ocupante de la cama contigua.

– ¿Por qué, cabo?

– Por el estado de tus sábanas. Échales un vistazo. Habrás pasado la noche con tres mujeres, como mínimo.

– Sólo dos, si quiere que le diga la verdad, cabo.

– Cómete la lengua, Prescott, y preséntate en las letrinas nada más terminado el desayuno.

– Ya he ido esta mañana, cabo, muchas gracias.

– Cierra el pico, Tommy -dijo Charlie-. No haces más que empeorar las cosas.

– Veo que empiezas a comprender mi problema -susurró Tommy-. Lo que sucede es que el cabo es peor que los jodidos alemanes.

– En eso confío, muchacho, por tu bien -fue la respuesta del cabo-. Porque es tu única oportunidad de salir con vida de esto. Ahora, andando hacia las letrinas…, a paso ligero.

Tommy desapareció y volvió al cabo de una hora, oliendo como un montón de estiércol.

– Podrías acabar con todo el ejército alemán sin que ninguno de nosotros necesitara disparar ni un tiro -dijo Charlie-, Sólo tienes que quedarte de pie delante de ellos y esperar a que el viento sople en la dirección adecuada.

Cuando llegó la quinta semana (Navidad y Año Nuevo habían pasado sin ningún tipo de celebración), Charlie fue nombrado responsable de la lista de facción de su sección.

– Te harán coronel antes de que termines -dijo Tommy.

– No seas estúpido -replicó Charlie-. Todo el mundo tiene la oportunidad de dirigir la sección en algún momento de las doce semanas.

– No me los imagino corriendo ese riesgo conmigo -dijo Tommy-. Volvería los rifles contra los oficiales y el primer disparo iría dirigido contra ese bastardo de Trentham.

Charlie descubrió que la responsabilidad de organizar la sección durante los siete días siguientes le gustaba. Lamentó que la semana terminara y la tarea fuera encomendada a otro.

A la sexta semana, sabía desmontar y limpiar un rifle casi tan rápido como Tommy, pero fue éste quien se reveló como un tirador de primera, capaz de acertar a cualquier cosa que se moviera a doscientos metros de distancia. Hasta el sargento mayor estaba impresionado.

– Todas las horas pasadas tirando al blanco en las ferias han servido de algo -comentó Tommy-. Lo que quiero saber es cuándo probaré con los alemanes.

– Antes de lo que piensas, muchacho -prometió el cabo.

– Hay que completar las doce semanas de instrucción -dijo Charlie-. Son las ordenanzas reales. O sea, todavía nos queda un mes, como mínimo.

– Que les den por el culo a las ordenanzas reales -contestó Tommy-. Me han dicho que la guerra podría terminar antes de que logre dispararles un tiro.

– No confíes mucho en eso -dijo el cabo, mientras Charlie recargaba y apuntaba.

– Trumper -ladró una voz.

– Sí, señor -dijo Charlie, sorprendiéndose cuando vio al sargento de guardia a su lado.

– El asistente quiere verte. Sígueme.

– Pero, señor, yo no he hecho nada…

– No discutas, muchacho, sólo sígueme.

– Seguro que es el pelotón de fusilamiento -dijo Tommy-, Y todo porque has mojado tu cama. Diles que me presento voluntario para apretar el gatillo. Es tu única esperanza de que todo termine lo antes posible.

Charlie vació el cargador, dejó el rifle en el suelo y siguió al sargento.

– No te olvides de insistir en que te venden los ojos. Es una pena que no fumes -fueron las últimas palabras que Charlie le oyó decir a Tommy antes de desaparecer por el terreno de instrucción a paso ligero.

El sargento se detuvo ante la barraca del asistente, y un Charlie sin aliento le alcanzó justo cuando un sargento chusquero abría la puerta y saludaba al oficial de guardia, antes de volverse hacia Charlie y decir:

– Ponte firmes, muchacho, y mantente a un paso detrás de mí y no hables hasta que te hablen. ¿Entendido?

– Sí, sarg… ento.

Los dos hombres siguieron al sargento a través de la oficina exterior hasta llegar ante otra puerta, en la que se leía: «AS. CAPITÁN TRENTHAM». El corazón de Charlie se aceleró cuando el sargento chusquero llamó suavemente a la puerta.

– Adelante -dijo una voz aburrida, y los dos hombres entraron, dieron cuatro pasos adelante y se detuvieron frente al capitán Trentham. El sargento chusquero saludó.

– 7312087, soldado raso Trumper, presentándose a sus órdenes, señor -aulló el hombre, a pesar de que no les separaba ni un metro.

El capitán Trentham levantó la vista de su escritorio.

– Ah, sí, Trumper. Ya me acuerdo, el panadero del East End de Londres. -Charlie estuvo a punto de corregirle, pero Trentham volvió la cabeza para mirar por la ventana, dando a entender que no esperaba una réplica-. El sargento mayor no te ha quitado el ojo de encima desde hace varias semanas -continuó Trentham-, y cree que serías un buen candidato para ser ascendido a cabo interino. Debo decirte que abrigo mis dudas. Sin embargo, acepto que, de vez en cuando, es necesario ascender a un voluntario para mantener la moral alta entre las filas. Supongo que aceptarás esta responsabilidad, ¿verdad, Trumper? -añadió, sin dignarse mirar a Charlie.

Charlie no sabía qué decir.

– Sí, señor, gracias, señor -dijo el sargento chusquero antes de bramar-: Media vuelta, paso ordinario, un-dos, un-dos.