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Después de que la sirena de niebla del barco retumbara seis veces, zarparon en dirección a Dover. Mil hombres apretujados en la cubierta del HMS Resolution cantaron It's a Long Way to Tipperary.

– ¿Has ido alguna vez al extranjero, cabo? -preguntó Tommy.

– No, a menos que cuentes Escocia -replicó Charlie.

– Yo tampoco -dijo Tommy, nervioso. Al cabo de unos minutos añadió-: ¿Estás asustado?

– No, claro que no -replicó Charlie-, Sólo espantosamente aterrorizado.

– Yo también -confesó Tommy.

– Adiós Piccadilly, hasta la vista Leicester Square. It's a long, long way to…

Capítulo 4

Charlie se sintió mareado apenas dejaron de ver la costa de Inglaterra.

– Nunca había viajado en barco -confesó a Tommy-, a menos que cuentes el vapor que va a Brighton.

La mitad de los hombres que le rodeaban parecían dedicar la travesía a devolver lo poco que habían desayunado.

– De momento, no veo a ningún oficial echando las tripas -dijo Tommy.

– A lo mejor están acostumbrados a navegar.

– O lo hacen en su camarote privado.

Cuando por fin se divisó la costa francesa, un clamor se elevó de los soldados arracimados en la cubierta. Lo único que deseaban todos era poner pie en tierra firme y seca. Y seca habría estado de no ser porque, en cuanto el barco amarró y las tropas pisaron suelo francés, los cielos se abrieron.

Charlie hizo que su pelotón avanzara chapoteando en el barro y cantando melodías de los teatros de variedades, acompañadas a la armónica por Tommy. Cuando llegaron a Etaples y acamparon para pasar la noche, Charlie decidió que, después de todo, el gimnasio de Edimburgo era todo un lujo.

Tras el toque de silencio dos mil ojos se cerraron. Los soldados, guarecidos bajo sus tiendas de lona, intentaron conciliar el sueño. Cada pelotón había designado a dos hombres para hacer la guardia, con la orden de relevarles cada dos horas, a fin de que nadie se quedara sin descansar. Charlie se jugó con Tommy el turno de las cuatro de la mañana.

Tras una noche inquieta de dar vueltas sobre el húmedo y apelmazado suelo francés, Charlie fue despertado a las cuatro y, a su vez, propinó un puntapié a Tommy, que se limitó a cambiar de lado y dormirse al instante. Minutos más tarde, Tommy salió de la tienda y se abrochó la chaqueta, dándose constantes palmadas en la espalda para ahuyentar el frío. Sus ojos se adaptaron lentamente a la penumbra, y empezó a distinguir hilera tras hilera de tiendas marrones que se extendían hasta perderse de vista.

– Buenos días, cabo -dijo Tommy, cuando apareció pasadas las cuatro y veinte-. ¿Tienes una cerilla, por casualidad?

– No, no tengo. Y lo que necesito es un chocolate caliente, o cualquier cosa caliente.

– Lo que usted ordene, cabo.

Tommy se dirigió a la tienda que albergaba las cocinas y regresó al cabo de media hora con dos chocolates calientes y dos bizcochos.

– Me temo que te quedarás sin azúcar -informó a Charlie-. Sólo hay que ser de sargento para arriba. Les dije que eres un general disfrazado, pero me contestaron que todos los generales habían vuelto a Londres para dormir a pierna suelta en sus camas.

Charlie sonrió. Rodeó la taza caliente con sus dedos helados y bebió sorbo a sorbo para paladear aquel sencillo placer.

Tommy inspeccionó el horizonte.

– ¿Dónde están esos jodidos alemanes de los que tanto nos han hablado?

– Vete a saber -dijo Charlie-, pero no te quepa duda de que andan por alguna parte, preguntándose probablemente dónde estamos nosotros.

Charlie despertó a las seis al resto de su sección, les obligó a levantarse y a prepararse para la inspección, con la tienda recogida y doblada en un pequeño cuadrado.

Otro toque de corneta indicó la hora del desayuno. Los hombres formaron una cola que, reconoció Charlie, habría alegrado el corazón de cualquier vendedor ambulante de Whitechapel Road.

Cuando le tocó el turno a Charlie, extendió su escudilla para recibir un cazo de gachas grumosas y un trozo de pan duro. Tommy guiñó un ojo al muchacho que vestía una chaqueta blanca larga y pantalones azules a cuadros.

– Y pensar que he esperado tantos años probar la cocina francesa.

– Empeora a medida que uno se acerca al frente -prometió el cocinero.

Se quedaron diez días más en Etaples. Pasaban las mañanas desfilando por las marismas, las tardes recibiendo instrucciones sobre la guerra química y las noches averiguando de qué formas diferentes podían morir, una gentileza personal del capitán Trentham.

El undécimo día recogieron sus pertenencias, guardaron las tiendas y formaron en compañías, a fin de que el coronel del regimiento les dirigiera la palabra por primera vez.

Un millar de hombres se pusieron firmes, formando un cuadrado, en un campo francés cubierto de barro, preguntándose si doce semanas de instrucción y diez días de «aclimatación» habrían bastado para prepararles a luchar contra el poderío del ejército alemán.

– Es posible que ellos tampoco hayan pasado de las doce semanas de instrucción -dijo Tommy, con aire esperanzado.

A las nueve en punto, el coronel sir Danvers Hamilton, Orden de Servicios Distinguidos, llegó trotando a lomos de una yegua negra como el azabache y se detuvo en medio del cuadrado formado por hombres. Empezó a arengar a las tropas. El recuerdo que quedó grabado para siempre en la memoria de Charlie fue que el caballo no se movió para nada durante quince minutos.

– Bienvenidos a Francia -empezó el coronel Hamilton, ajustando un monóculo sobre su ojo izquierdo-. Sería mi mayor deseo que os hubierais embarcado para una simple excursión de un día. -Una tímida carcajada recorrió las filas-. Temo que no tendremos mucho tiempo libre hasta que enviemos a esos tipos de vuelta a Alemania, que es donde deben estar, con el rabo entre las piernas. -Esta vez, una franca algarabía estalló entre los congregados-. No olvidéis que jugamos fuera de casa, y nuestra meta está resbaladiza. Para colmo, los alemanes no entienden las reglas del cricket.

Más risas, aunque Charlie sospechó que el coronel había hablado muy en serio.

– Hoy -continuó el coronel-, marcharemos hacia Yprés para instalar nuestro campamento, antes de empezar un nuevo y confío que último asalto al frente alemán. Creo que esta vez romperemos las líneas alemanas, y no dudo que los gloriosos Fusileros merecerán los honores del día. Que la suerte esté de vuestro lado, y Dios salve al rey.

Tras los vítores, la banda del regimiento interpretó el himno nacional. Las tropas la corearon a viva voz, y de todo corazón.

Transcurrieron cinco días de marcha antes de que oyeran los primeros disparos de artillería, olieran las trincheras y, por tanto, supieran que se estaban aproximando al frente de batalla. Al día siguiente pasaron frente a las tiendas verdes de la Cruz Roja. Poco antes de las once de la mañana, Charlie vio su primer soldado muerto, un teniente del East Yorkshire Regiment.

– Vaya, ésta sí que es buena -dijo Tommy-. Las balas no hacen distinciones entre oficiales y reclutas.

Después de recorrer otro kilómetro, ambos habían visto tantas parihuelas, tantos cadáveres y tantos miembros separados de cuerpos que a ninguno le quedó ganas de bromas. El batallón, sin duda, había llegado a lo que los diarios llamaban el «frente occidental». Ningún corresponsal de guerra, sin embargo, describía la oscuridad que invadía la atmósfera, o la mirada desesperada grabada en los rostros de todos aquellos que habían pasado más de unos días en aquel lugar.