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Los fines de semana oía a Cathy escribir a máquina en su habitación hora tras hora. Una mañana, sin previo aviso, encontré en la mesa del desayuno una gruesa carpeta, en lugar del plato de huevos fritos con dos lonjas de bacon.

Aquella tarde leí en la cama lo que Cathy había escrito. A la una de la madrugada había llegado a la conclusión de que la junta debía llevar a la práctica la mayoría de sus recomendaciones sin más dilación.

Yo sabía exactamente lo que quería hacer, pero necesitaba la bendición del doctor Miller. Telefoneé al hospital de Addenbrooke aquella noche. La enfermera jefe me dio el número de su domicilio. Hablamos durante una hora por teléfono. Dijo que no temía por el futuro de Cathy, sobre todo ahora que recordaba pequeños incidentes del pasado e incluso tenía ganas de hablar sobre Daniel.

A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, encontré a Cathy esperándome. No pronunció ni una palabra mientras yo devoraba mi tostada con mermelada, fingiendo estar absorto en el Financial Times.

– Muy bien, me rindo -dijo.

– Será mejor que no -la previne, sin levantar la vista del diario-, porque eres el punto siete en el orden del día de la reunión que celebrará la junta el mes que viene.

– ¿Y quién va a presentar mi caso? -preguntó Cathy con nerviosismo.

– Yo no, desde luego. Y no se me ocurre nadie más que pueda hacerlo.

Durante las noches siguientes, siempre que me iba a la cama reparaba en que el tecleo de la máquina de escribir había cesado. Sentí tanta curiosidad que, en cierta ocasión, atisbé por la puerta entreabierta de su dormitorio. Cathy se hallaba de pie ante el espejo, con un gran tablero blanco, montado sobre un caballete, cubierto por una masa de alfileres de colores y flechas formadas por puntos.

– Lárgate -dijo, sin darse la vuelta. Comprendí que no tenía más remedio que esperar hasta que se reuniera la junta.

Stephen Miller me advirtió que la prueba de tener que presentar su caso ante la junta podía ser excesiva para la joven, y que yo debería llevarla a casa en cuanto empezara a mostrar señales de tensión.

– No la fuerce demasiado -fueron sus últimas palabras.

– No permitiré que eso ocurra -contesté.

Aquel jueves por la mañana todos los miembros de la junta estaban sentados en sus puestos tres minutos antes de las diez. La reunión empezó con tranquilidad. Se leyeron las disculpas por ausencia y se aprobó el acta de la reunión anterior. Conseguimos hacer esperar una hora a Cathy, pues en el punto número 3 del orden del día (la rutinaria decisión de renovar la póliza de seguros de la empresa con la «Prudential»), Nigel Trentham aprovechó la oportunidad como una excusa para irritarme, con la esperanza, sospeché, de que perdiera los nervios. Lo habría hecho, de no ser tan obvios sus propósitos.

– Creo que ha llegado el momento de realizar un cambio, señor presidente -dijo -. Sugiero que traslademos la póliza a «Legal & General» -anunció.

Desvié mis ojos hacia la parte izquierda de la mesa y los enfoqué en el hombre cuya presencia siempre me traía el recuerdo de Guy Trentham y del aspecto que tendría en su madurez. Llevaba un elegante traje cruzado de impecable corte, que disimulaba su problema de peso. Sin embargo, nada podía disimular la doble papada o la calvicie prematura.

– Debo recordar a la junta -empecé- que «Trumper's» trabaja con la «Prudential» desde hace treinta años. Aún más, nunca nos ha fallado. Por otra parte, es muy improbable que «Legal & General» nos ofrezca condiciones más favorables.

– Pero poseen el dos por ciento de las acciones de la empresa -indicó Trentham.

– La «Prudential» todavía posee el cinco por ciento -recordé a mis directores, sabiendo que Trentham se había olvidado de hacer los deberes una vez más. La discusión se habría prolongado durante horas interminables, como un encuentro de tenis entre Dobney y Fraser, de no haber intervenido Daphne para solicitar la votación.

Aunque Trentham perdió por siete a tres, el altercado sirvió para recordar a todos los presentes cuáles eran sus intenciones a largo plazo. Durante los últimos dieciocho meses, Trentham se había dedicado, con la ayuda del dinero de su madre, a aumentar su caudal de acciones de la empresa, hasta alcanzar una cota que yo estimaba del catorce por ciento. Eso era fácil de controlar, pero yo era muy consciente de que el fideicomiso Hardcastle poseía también un diecisiete por ciento de las acciones… Un paquete que habría pertenecido a Daniel, pero que, tras la muerte de la señora Trentham, pasaría automáticamente al pariente más cercano de sir Raymond. Aunque Nigel Trentham perdió la votación, no demostró decepción mientras ordenaba sus papeles. ¿Pensaba acaso que el tiempo obraba a su favor?

– Punto siete -dije. Me incliné hacia Jessica y le pedí que invitara a Cathy a reunirse con nosotros. Cuando la joven entró en la sala, todos los hombres se pusieron en pie. Hasta Nigel Trentham hizo ademán de levantarse.

Cathy colocó dos tableros en el caballete que ya le habían dispuesto, uno lleno de planos y el otro cubierto de estadísticas. Se volvió hacia nosotros. Le dediqué una cálida sonrisa.

– Buenos días, damas y caballeros. -Hizo una pausa y consultó sus notas-. Me gustaría comenzar con…

Se mostró vacilante al principio, pero enseguida recuperó su seguridad y procedió a explicar, planta por planta, por qué la política de personal de la empresa estaba obsoleta, y los pasos que debíamos dar para rectificar la situación lo antes posible. Incluían la jubilación anticipada de los hombres de sesenta años y las mujeres de cincuenta y cinco; el alquiler de estantes, incluso de secciones enteras, a marcas famosas, que comportaría unos ingresos garantizados sin el menor riesgo económico para «Trumper's», pues cada empresa sería responsable de aportar sus propios empleados; y una reducción mayor del porcentaje a las firmas que desearan colocarnos sus productos por primera vez. La presentación se prolongó durante cuarenta minutos, y se produjeron unos momentos de silencio cuando Cathy concluyó.

Si su presentación fue buena, la forma en que se enfrentó con las preguntas que siguieron fue aún mejor. No se arredró ante los problemas bancarios que tanto Tim Newman como Paul Merrick le plantearon, y lo mismo hizo con la preocupación ante la reacción de los sindicatos que manifestó Arthur Selwyn. En cuanto a Nigel Trentham, le manejó con la serena eficiencia que a mí me hacía falta. Cuando Cathy abandonó la sala una hora después todo el mundo se puso en pie de nuevo, excepto Trentham, que clavó la vista en la mesa.

Cathy me estaba esperando aquella noche en la puerta de casa.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien?

– No me tomes el pelo, Charlie -me reconvino.

– Has sido nombrada nueva directora de personal -le dije, sonriente. Se quedó sin habla unos instantes.

– Ahora que has abierto la caja de los truenos, jovencita, la junta confía en que soluciones el problema.

Cathy experimentó una emoción tan enorme que, por primera vez, pensé que estábamos dejando atrás la muerte de Daniel. Telefoneé aquella misma noche al doctor Daniels para decirle que Cathy no sólo había superado la prueba, sino que, como resultado de su exposición, había sido elegida para integrarse en la junta. Sin embargo, lo que no les dije a ninguno de los dos fue que me había visto obligado a aceptar otra nominación para la junta presentada por Trentham, a fin de que el nombramiento de Cathy fuera aprobado sin un voto en contra.

Desde el día que Cathy llegó a la junta, todo el mundo comprendió que ya no era, simplemente, una brillante muchacha del rebaño de Becky, sino una firme candidata a sucederme como presidente. No obstante, yo sabía muy bien que el éxito de Cathy dependía de que Trentham no lograra controlar el cincuenta y uno por ciento de las acciones de «Trumper's». También sabía que la única manera de hacerlo era presentando una oferta pública de compra, algo muy posible cuando se apoderase del dinero que todavía obraba en manos del fideicomiso Hardcastle. Por primera vez en mi vida deseé que la señora Trentham viviera lo suficiente para fortalecer la empresa hasta el punto de que el dinero del fideicomiso no le bastara para vencer en la contienda.