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Charlie contempló los campos que en otro tiempo debían haber sido una tierra agrícola productiva. Una casa solitaria, transformada ahora en cascotes, indicaba que la civilización había existido allí tiempo atrás. No vio señales del enemigo. Trató de abarcar la campiña circundante que iba a ser su hogar durante los meses siguientes…, si sobrevivía hasta entonces. Todos los soldados sabían que la media de vida en el frente era de diecisiete días.

Charlie dejó que sus hombres descansaran en las tiendas, mientras él se dedicaba a deambular por su cuenta. En primer lugar, se encontró con las trincheras de reserva, situadas a unos cientos de metros de las tiendas que formaban el hospital de campaña, conocidas como «zona hotelera» por hallarse a medio kilómetro de primera línea, y en las que cada soldado pasaba cuatro días sin descansar antes de concedérsele un descanso de cuatro días en las trincheras de reserva. Charlie paseó hasta el frente como un turista ajeno a la guerra. Escuchó a los hombres que llevaban meses allí, hablaban de «Blighty» [5] y sólo rezaban por una «herida cómoda» que les facilitara ser trasladados a la tienda sanitaria más cercana y, si se contaban entre los afortunados, regresar a Inglaterra.

Cuando las balas perdidas silbaron en tierra de nadie, Charlie cayó de rodillas y reptó hacia las trincheras de reserva, a fin de comunicar a su pelotón lo que les esperaba cuando avanzaran otros cien metros.

Contó a sus hombres que las trincheras se extendían de horizonte a horizonte, y que en un momento dado podían dar cabida a diez mil soldados. Frente a ellos, a unos veinte metros de distancia, había visto una valla de alambre de púas, que se elevaba hasta una altura de unos dos metros. Un cabo veterano le había dicho que ya había costado mil vidas, de aquellos cuyo único cometido había consistido en colocarla. Al otro lado se extendía la «Tierra de Nadie», quinientos acres de terreno que contenían una granja quemada hasta los cimientos, perteneciente a una familia inocente, atrapada en el centro de una guerra que le era ajena. Y más allá empezaba la alambrada de púas del enemigo, tras la cual aguardaban los alemanes, agazapados en sus trincheras.

Al parecer, cada ejército permanecía en sus agujeros húmedos e infestados de ratas durante días, e incluso meses, esperando a que el enemigo se moviera. Les separaba menos de kilómetro y medio. Si una cabeza asomaba para inspeccionar el terreno, le respondía de inmediato una bala del campo contrario. Si la orden era avanzar, un corredor de apuestas no se habría molestado en tener en cuenta las posibilidades que tenía un hombre de recorrer veinte metros. Caso de llegar a la alambrada, existían dos formas de morir; si se alcanzaban las trincheras alemanas, una docena.

Si alguien se quedaba quieto, podía morir de cólera, gas clorhídrico, gangrena, tifus o pie de trinchera, que los soldados atravesaban con las bayonetas para aliviar el dolor. Un sargento veterano le dijo a Charlie que morían casi tantos hombres detrás de las líneas como atacando, y no servía de consuelo saber que los alemanes sufrían el mismo problema, a unos cientos de metros de distancia.

Charlie trató de inculcar una rutina a sus diez hombres, al tiempo que procuraban achicar el agua de su trinchera. Hacían ejercicios, limpiaban sus pertrechos, e incluso jugaban al fútbol para aliviar las horas de aburrimiento y espera, en tanto escuchaba rumores y contrarrumores sobre lo que les deparaba el futuro. Sospechaba que sólo el coronel, cuyo cuartel general estaba instalado a unos dos kilómetros detrás de las líneas, sabía lo que estaba ocurriendo.

Cuando le tocaba a Charlie pasar cuatro días en las trincheras de primera línea, la única ocupación de su sección parecía consistir en llenar sus escudillas con pintas de cerveza y esforzarse por vaciar los galones que caían del cielo a intervalos regulares. A veces, el agua de las trincheras llegaba a la altura de las rodillas de Charlie. Tommy le confesó que no se había alistado en la marina por la sencilla razón de que no sabía nadar; nadie le había dicho que podía ahogarse con idéntica facilidad en la infantería.

La alegría no les abandonaba, pese a estar empapados, helados y hambrientos. Charlie y su sección aguantaron estas condiciones durante siete semanas, esperando órdenes que les permitieran avanzar, pero el único avance del que tuvieron noticia en aquellos días fue el de Ludendorff. El general alemán había hecho retroceder a los aliados sesenta kilómetros, con unas bajas de 400.000 hombres, más 80.000 prisioneros. Siempre era el capitán Trentham quien les comunicaba tales noticias, y lo que más irritaba a Charlie era que su aspecto indefectiblemente denotaba elegancia, limpieza y, para colmo, buena alimentación.

Dos hombres de su sección ya habían muerto sin llegar a ver al enemigo. La mayoría de los soldados deseaban con todas sus fuerzas entrar en combate, pues ya no alimentaban esperanzas de sobrevivir a una guerra que, en opinión de algunos, iba a durar eternamente. El aburrimiento se combatía cazando las ratas a bayonetazos, achicando agua de las trincheras o escuchando con resignación a Tommy repetir las mismas melodías en su armónica, ya oxidada.

No fue hasta la octava semana cuando llegaron órdenes; fueron llamados a formar el cuadro. El coronel, monóculo en ristre, les arengó de nuevo desde su caballo inmóvil. Los Reales Fusileros iban a avanzar hacia las líneas alemanas a la mañana siguiente, pues se les había adjudicado la responsabilidad de romper su flanco norte. La Guardia Irlandesa les apoyaría desde el flanco derecho, mientras la galesa avanzaría por la izquierda.

– Mañana será un día glorioso para los Fusileros -les aseguró el coronel Hamilton-. Ahora, vayan a descansar, porque la batalla dará comienzo al romper el alba.

Al regresar hacia las trincheras, el pensamiento de que los hombres habían recobrado el humor al saber que iban a entrar en combate sorprendió a Charlie. Todos los fusiles estaban desmontados, limpiados, engrasados, inspeccionados y vueltos a inspeccionar, todas las balas fueron colocadas cuidadosamente en su cargador, todas las pistolas Lewis fueron probadas, aceitadas y vueltas a probar, y después, para concluir, los hombres se afeitaron antes de enfrentarse al enemigo. La primera experiencia de Charlie con una navaja fue con agua cercana al punto de congelación.

Para ningún hombre es fácil dormir la noche anterior a una batalla, según le habían contado a Charlie, y muchos empleaban el tiempo en escribir largas cartas a sus seres queridos; se daba el caso de que algunos reunían fuerzas para hacer testamento. Charlie escribió a Becky (aunque no sabía muy bien por qué), rogándole que cuidara de Sal, Grace y Kitty si no volvía. Tommy no escribió a nadie, y no sólo porque no sabía escribir. A medianoche, Charlie recogió todos los esfuerzos de la sección y los entregó al oficial de turno.

Las bayonetas se afilaron con todo cuidado, y después se ajustaron. Los corazones se iban acelerando a medida que pasaban los minutos, y aguardaron en silencio la orden de avanzar. Charlie se debatía entre el terror y la alegría, mientras contemplaba al capitán Trentham desfilar de pelotón en pelotón para dar las últimas instrucciones. Charlie bebió de un trago el vaso de ron que se entregaba a todos los hombres antes de la batalla.

El teniente Makepeace, otro oficial al que no conocía, ocupó el lugar de Charlie en la trinchera. Tenía aspecto de colegial imberbe, y se presentó a Charlie como si se hubieran conocido por azar en una fiesta. Pidió a Charlie que reuniera a la sección a unos cuantos metros detrás de la línea para dirigirles la palabra. Diez hombres helados y asustados salieron de su trinchera y escucharon en cínico silencio al joven teniente. Se había escogido precisamente aquel día porque los meteorólogos habían asegurado que el sol saldría a las cinco y cincuenta y tres y no llovería. Los meteorólogos acertaron en lo relativo al sol, pero, como para demostrar su falibilidad, empezó a lloviznar a las cuatro y once.

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[5] En la jerga militar, Gran Bretaña. (N. del T.)