Выбрать главу

– ¿Por qué motivo? -preguntó desafiante Cathy.

– Porque no somos banqueros -dijo Trentham-. Somos tenderos… o carretoneros, como tan a menudo le gusta recordarnos a nuestro presidente. En todo caso nos ahorraría un gasto de casi treinta mil libras al año.

– Pero si el banco está sólo comenzando a rendir beneficios -alegó Cathy-, Deberíamos pensar en aumentar los servicios, no a restringirlos. Y si tenemos presente los beneficios, ¿quién sabe cuánto dinero cobrado en el local se gasta en él?

– Sí, pero tenga en cuenta la cantidad de espacio aprovechable para tienda que ocupa el local destinado al banco.

– A cambio le ofrecemos un valioso servicio a nuestros clientes.

– Y perdemos dinero a manos llenas por no ocupar ese espacio con una línea más comercial -contraatacó Trentham.

– ¿Como qué, por ejemplo? -preguntó Cathy-, Dígame un solo departamento de otra cosa que ofrezca un servicio más útil a nuestros clientes y que al mismo tiempo nos dé un mejor rédito a nuestra inversión. Dígamelo y seré la primera en estar de acuerdo en que cerremos el banco.

– No somos una empresa de servicios. Nuestro deber es conseguir un rendimiento del capital que sea decente para nuestros accionistas -dijo Trentham-, Exijo que esto se vote -añadió, sin molestarse en rebatir los argumentos de Cathy.

Trentham perdió la votación por seis contra tres. Charlie supuso que después de este resultado pasarían al punto número siete, que era la proposición de una salida del personal a ver la película West Side Story en el cine Odeon de Leicester Square. Sin embargo, tan pronto como Jessica Allen hubo anotado los nombres para el acta, Nigel Trentham se levantó rápidamente de su silla y dijo:

– Tengo algo que anunciar, señor presidente.

– ¿No sería más apropiado hacerlo cuando lleguemos al punto «Otros asuntos»? -preguntó inocentemente Charlie.

– Ya no estaré aquí cuando se empiecen a discutir otros asuntos, señor presidente -repuso fríamente Trentham. Entonces procedió a sacar de su bolsillo interior un trozo de papel, lo desdobló y comenzó a leer lo que evidentemente era un discurso preparado:

– Me siento en el deber de informar al consejo -declaró-, que dentro de unas semanas estaré en posesión del treinta y tres por ciento de las acciones de «Trumper's». La próxima vez que nos reunamos, voy a insistir en que se hagan varios cambios en la estructura de la empresa, el menos importante de los cuales no será el de la representación de aquellos sentados alrededor de esta mesa en estos momentos. -Hizo una pausa para mirar directamente a Cathy, y prosiguió -. Es mi intención marcharme ahora con el fin de que ustedes puedan discutir las implicaciones de mi exposición.

Retiró su silla a la vez que intervenía Daphne:

– Me parece que no entiendo muy bien lo que sugiere, señor Trentham.

Trentham titubeó un momento antes de responder:

– Entonces tendré que explicar mi posición con más detenimiento, lady Wiltshire.

– Qué amable.

– En la próxima reunión del consejo -continuó él sin alterarse-, aceptaré que se proponga y se secunde mi nombre para presidente de «Trumper's». En el caso de no resultar elegido, dimitiré inmediatamente del consejo y emitiré una declaración a la prensa sobre mi intención de comprar las restantes acciones de la empresa. Tengan todos la seguridad de que ahora dispongo de los medios necesarios para realizar esta operación. Como sólo necesito un dieciocho por ciento más de las acciones para ser el accionista mayoritario, sugiero que sería muy prudente por parte de todos aquellos de ustedes que son actualmente consejeros, que se enfrentaran a lo inevitable y presentaran sus dimisiones para evitar la vergüenza de ser despedidos. Espero con ilusión ver a uno o dos de ustedes en la reunión de consejo del mes que viene.

Él y sus dos colegas abandonaron la sala. El silencio que siguió fue interrumpido sólo por otra pregunta de Daphne:

– ¿Cuál es el nombre colectivo para designar un grupo de mierdas?

Todos se rieron excepto Harrison que dijo a media voz:

– Un montón.

– Bueno, pues. Ahora ya hemos recibido nuestras órdenes para la batalla -dijo Charlie-, Esperemos que todos tengamos el valor para una pelea. -Volviéndose al señor Harrison preguntó-: ¿Puede usted asesorar al consejo sobre cómo está la presente situación en lo relativo a esas acciones actualmente en posesión del fideicomiso Hardcastle?

El anciano levantó lentamente la cabeza y miró a Charlie.

– No, señor presidente, no puedo. En realidad, lamento tener que informar al consejo que yo también debo presentar mi dimisión.

– Pero ¿por qué? -preguntó Becky horrorizada-. Usted siempre nos ha apoyado en el pasado, contra viento y marea.

– Le ruego me disculpe, lady Trumper, pero no estoy en libertad de revelar mis motivos.

– ¿No puede de ninguna manera reconsiderar su posición? -preguntó Charlie.

– No, señor -replicó con firmeza Harrison.

Inmediatamente Charlie levantó la sesión, a pesar de que todo el mundo trataba de hablar a la vez, y siguió rápidamente a Harrison fuera de la sala del consejo.

– ¿Qué es lo que lo ha hecho dimitir? -preguntó Charlie-. ¡Después de todos estos años!

– ¿Podríamos tal vez reunimos mañana y discutir mis motivos, sir Charles?

– Ciertamente. Pero dígame sólo por qué le ha parecido necesario abandonarnos en el momento en que más le necesitamos.

El señor Harrison detuvo sus pasos.

– Sir Raymond previo que podría suceder esto -dijo en voz baja-. Por lo tanto me dio sus instrucciones al respecto.

– No comprendo.

– Por ese motivo nos reuniremos mañana, sir Charles.

– ¿Desea que vaya con Becky?

El señor Harrison consideró la sugerencia durante un rato y luego dijo:

– Creo que no. Si voy a revelar una confidencia por primera vez en cuarenta años, preferiría no tener otro testigo.

A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó a Dickens & Cobb, bufete de Harrison, encontró al antiguo socio de pie en la puerta esperando para saludarle. Aunque jamás, en los siete años que hacía que se conocían, había llegado con retraso a una entrevista con el señor Harrison, Charlie se conmovía ante la arcaica cortesía que el abogado siempre mostraba con él.

– Buenos días, sir Charles -dijo Harrison procediendo enseguida a guiar a su huésped por el corredor hacia su oficina.

Charlie se sorprendió de que le invitaran a sentarse junto a la chimenea, apagada, en vez de en su acostumbrado lugar al otro lado del escritorio del socio. No había escribano ni secretario en el despacho para tomar nota de la reunión. También se fijó en que el teléfono del escritorio del señor Harrison estaba descolgado. Se sentó comprendiendo que ésta no iba a ser una reunión corta.

– Hace muchos años, cuando yo era joven -comenzó Harrison-, y hacía mis exámenes, me juré guardar un código de confidencialidad cuando tratara de los asuntos personales de mis clientes, como usted muy bien sabe, fue sir Raymond Hardcastle y… -llamaron a la puerta y entró una chica portando una bandeja con dos tazas de café caliente y un azucarero.

– Gracias, señorita Burrows -dijo Harrison cuando la chica le colocó una taza delante. No continuó su exposición hasta que se hubo cerrado la puerta tras ella-. ¿Dóndes estaba, querido amigo? -preguntó dejando caer un terrón de azúcar en su taza.

– Su cliente, sir Raymond.

– Ah, sí. Ahora bien, sir Raymond dejó un testamento del cual usted muy bien puede considerarse conocedor. Pero lo que usted no sabe, sin embargo, es que él acompañó una carta con ese testamento. No tiene valor legal, ya que iba dirigida a mí a título personal.