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La ausencia de Trentham ofendía particularmente a Cathy, ya que trimestre tras trimestre el nuevo banco incrementaba sus beneficios. Se encontró con que estaba leyendo sus informes a tres sillas desocupadas, aunque también sospechaba que Hust pasaba los informes con todo detalle a Chester Square. Para complicar aún más las cosas, en 1963 Charlie informó a los accionistas que la empresa nuevamente había batido el récord de beneficios durante el año.

– Es posible que te hayas pasado toda la vida levantando «Trumper’s» sólo para pasársela en bandeja a los Trentham -reflexionó Tim Newman.

– Ciertamente no hay ninguna necesidad de que la señora Trentham se revuelva en su tumba -admitió Charlie-. Es irónico, después de todo lo que manipuló en vida, que sólo con su muerte haya tenido la oportunidad de dar el golpe de gracia.

Cuando volvieron a subir las acciones a comienzos de 1964, esta vez a más de 2 libras, Tim Newman informó a Charlie de que Nigel Trentham continuaba en el mercado con instrucciones de comprar.

– ¿Pero de dónde saca todo el dinero necesario para financiar una operación de este calibre, sin tener todavía acceso al dinero de su abuelo?

– Un ex colega me dio a entender -repuso Tim Newman-, que un importante banco mercantil le ha concedido un crédito al descubierto en previsión de su conquista del control del fideicomiso Hardcastle. Ojalá hubieras tenido un abuelo que te dejara una fortuna -añadió.

– Lo tuve -dijo Charlie.

El día en que Charlie cumplió sesenta y cuatro años fue elegido por Nigel Trentham para dar a conocer al mundo su intención de hacer una oferta por el total de las acciones de Trumper, al precio de 2 libras y cuatro chelines la acción, a sólo siete semanas del día en que tendría el derecho de reclamar su herencia. Charlie aún confiaba en que con la ayuda de amigos y de instituciones como la Prudential, así como de algunos accionistas que aún esperaban que subieran más las acciones, podría hacerse con casi el cuarenta por ciento de los valores. Según los cálculos de Tim Newman, Trentham tendría ahora como mínimo el veinte por ciento, pero una vez entrara en posesión del diecisiete por ciento del trust, su cuota alcanzaría el cuarenta y dos o cuarenta y tres por ciento, y no le resultaría difícil hacerse con el ocho o nueve por ciento más requerido para conquistar el control sobre la empresa.

Esa noche Daphne ofreció una cena en su casa de Eaton Square para celebrar el cumpleaños de Charlie. Nadie mencionó el nombre de Trentham hasta después de la segunda ronda de Oporto. Charlie se puso sentimental y les contó lo de la cláusula en el testamento de sir Raymond, la cual, les explicó, había sido añadida con el único propósito de salvarle a él.

– Brindemos por sir Raymond Hardcastle -dijo Charlie levantando su copa-. Un hombre bueno para nuestro equipo.

– Por sir Raymond -repitieron todos alzando sus copas, con la excepción de Daphne.

– ¿Qué pasa, chica? -preguntó Percy-. ¿Es que el oporto no está a la altura de las circunstancias?

– No; como siempre, sois vosotros, chicos, quienes no estáis a la altura de las circunstancias. No habéis comprendido en absoluto lo que sir Raymond esperaba de vosotros.

– ¿Qué quieres decir, chiquilla?

– Yo me habría imaginado que era algo evidente para todo el mundo, especialmente para ti, Charlie -dijo ella volviéndose de su marido hacia el invitado de honor.

– Estoy con Percy, no tengo la menor idea de lo que quieres decir.

Todos los comensales se habían callado, centrando su atención en lo que iba a decir Daphne.

– En realidad es bastante sencillo -continuó ésta-. Es evidente que sir Raymond no consideraba probable que la señora Trentham sobreviviera a Daniel.

– ¿Y? -dijo Charlie.

– Y también dudo de que se le ocurriera por un momento que Daniel fuera a tener hijos antes de que ella muriera.

– Es posible -admitió Charlie.

– Y todos nos damos cuenta muy bien de que Nigel Trentham era el último recurso; de otra forma sir Raymond lo habría nombrado tranquilamente como el siguiente beneficiario y no habría pasado su fortuna a un hijo de Guy Trentham, a quien ni siquiera conoció. Tampoco habría añadido las palabras: «Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo».

– ¿Adónde nos conduce todo eso? -preguntó Becky.

– De vuelta a la cláusula que acaba de citar Charlie: «Por favor haga todo lo necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia» -dijo Daphne leyendo las palabras que había garabateado en el mantel-. ¿Son ésas las palabras correctas, señor Harrison?-preguntó.

– Lo son, lady Wiltshire, pero aún no veo…

– Porque usted está tan ciego como Charlie -dijo ella-. Gracias a Dios uno de nosotros está aún sobrio. Señor Harrison, por favor, recuérdenos las instrucciones de sir Raymond para publicar los anuncios.

El señor Harrison se limpió la boca con la servilleta, la dobló cuidadosamente y la colocó en la mesa delante de él.

– Poner un anuncio en The Times, en el Telegraph y en el Guardian, o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente.

– «Que yo considerara apropiado o pertinente» -repitió Daphne lentamente pronunciando bien cada palabra-. Una indicación tan inconfundible como cabría esperar de un hombre sobrio, creo yo -. Todos los ojos estaban fijos en ella y nadie hizo siquiera el amago de interrumpir-, ¿No veis ahora que ésas son las palabras cruciales? -preguntó-. Porque si Guy Trentham hubiera tenido en realidad otro hijo, ciertamente no encontraríais a ese descendiente poniendo un anuncio en el Times de Londres, ni en el Telegraph, el Guardian, el Yorkshire Post ni en el Huddersfield Daily Examiner.

Charlie dejó caer su rodaja de tarta de cumpleaños en el plato y miró al señor Harrison a través de la mesa.

– Cielo santo, tiene razón, sabe.

– Ciertamente es posible que no esté equivocada -admitió Harrison revolviéndose incómodo en su silla-. Y pido perdón por mi falta de imaginación, porque, como apunta con toda razón lady Wiltshire, he sido un tonto ciego y no he obedecido a mi señor cuando me aconsejaba que usara mi sentido común. Es tan evidente que él se imaginó que Guy bien podría haber tenido otro hijo, que era muy poco probable que ese niño apareciera por Inglaterra.

– Puede que todavía haya tiempo. Después de todo aún faltan siete semanas para que finalmente se haga entrega de la herencia, de modo que volvamos inmediatamente a la tarea -dijo Charlie.

Se levantó de la mesa y se encaminó al teléfono más cercano.

– Lo primero que voy a necesitar es al abogado más listo de Australia -Charlie consultó su reloj -, y preferiblemente que no le importe levantarse de madrugada.

Durante las dos semanas siguientes aparecieron grandes anuncios en recuadro en todos los periódicos de Australia con tirada superior a los cincuenta mil ejemplares. A cada respuesta seguía una entrevista llevada a cabo por un bufete de Sydney que el señor Harrison había recomendado. Todas las noches Charlie recibía la llamada telefónica de Trevor Roberts, el socio principal, que permanecía al teléfono durante horas informando a Charlie de las últimas noticias reunidas en sus despachos en Sydney, Melbourne, Perth, Brisbane y Adelaida. Después de tres semanas de clasificar chiflados y verdaderos interesados, Roberts acabó con sólo tres candidatos que se ceñían a los criterios necesarios. Pero una vez entrevistados por un socio de la firma, tampoco lograron demostrar ningún parentesco directo con ningún miembro de la familia Trentham.