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Robert había descubierto a diecisiete personas de apellido Trentham en el registro nacional, la mayoría de ellos de Tasmania, pero ninguno de ellos pudo probar parentesco directo con Guy Trentham o con su madre, aunque una señora de Hobart que había emigrado de Ripon después de la guerra pudo reclamar mil libras, ya que resultó ser prima en quinto grado de sir Raymond.

Charlie agradeció su diligencia y perseverancia al señor Roberts pero le dio instrucciones de continuar con la pesquisa, sin poner reparos en el número de personas que tuviera que emplear en el caso, de noche o de día.

En la última reunión de consejo antes de que Nigel Trentham entrara oficialmente en posesión de su herencia, Charlie informó a sus colegas acerca de las últimas novedades procedentes de Australia.

– No me parece demasiado esperanzador -dijo Newman-. Después de todo, si es que hubiera otro Trentham por allí, ya tendría más de treinta años y seguramente se habría presentado a reclamar sus derechos.

– De acuerdo, pero Australia es un lugar tremendamente grande, e incluso es posible que hayan abandonado el país.

– No te das por vencido, ¿verdad? -comentó Daphne.

– Sea como fuere -intervino Arthur Selwyn-, creo que ya es tarde para que intentemos llegar a un acuerdo con Trentham, si es que va a haber una adquisición responsable de la empresa. En interés de «Trumper's» y de sus clientes, me gustaría ver sí es posible que los directivas implicados lleguen a un arreglo amistoso…

– ¿Arreglo amistoso? -exclamó Charlie-, El único arreglo que satisfaría a Trentham sería estar él sentado en esta silla con la mayoría calculada en el consejo, mientras a mí me envían a sentarme ocioso en un asilo.

– Puede que así sea -dijo Selwyn -, pero debo hacer notar, presidente, que aún tenemos un deber para con nuestros accionistas.

– Tiene razón -dijo Daphne-, Tendrás que intentarlo, Charlie, por el bien a largo plazo de la empresa que fundaste. Por mucho que duela -añadió a media voz.

Becky movió la cabeza en señal de asentimiento y entonces Charlie pidió a Jessica que concertara una entrevista con Trentham tan pronto como a éste le viniera bien. A los pocos minutos regresó Jessica para informar al consejo que el señor Trentham no tenía el menor interés en ver a ninguno de ellos hasta el 7 de marzo, día en que tendría sumo placer en aceptar sus dimisiones personalmente.

– Siete de marzo, dos años justos desde el día de la muerte de su madre -recordó Charlie al consejo.

– Y el señor Roberts pregunta por usted por la otra línea -informó Jessica.

Charlie se incorporó y se dirigió a grandes zancadas hacia el teléfono. Lo cogió como se agarra un marinero náufrago a un salvavidas.

– Roberts, ¿tiene usted algo para mí?

– Guy Trentham.

– Pero si yace enterrado en una tumba en Ashurst.

– Pero no antes de que sacaran su cuerpo de una cárcel de Melbourne.

– ¿Una cárcel? Yo creía que había muerto de tuberculosis.

– No creo que se pueda morir de tuberculosis mientras se está colgado del extremo de una cuerda de dos metros, sir Charles.

– ¿Colgado?

– Por asesinar a su esposa, Anna Helen -dijo el abogado.

– ¿Pero tuvieron algún hijo? -preguntó desesperado Charlie.

– No hay forma de saber eso.

– ¿Por qué demonios no?

– La ley prohíbe que los Servicios de Prisiones den el nombre de los parientes más próximos de nadie.

– ¿Pero por qué, por el amor de Dios?

– Por su propia seguridad.

– Pero esto sólo le reportaría beneficios.

– Ya han escuchado el mismo cuento antes. En realidad, se me ha hecho notar que en este caso en particular ya hemos puesto anuncios de costa a costa en busca de interesados. Y hay algo peor aún; si el hijo o hija de Trentham se hubiera cambiado el apellido por motivos comprensibles, tenemos muy pocas posibilidades de seguirle la pista. Pero tenga la seguridad que sigo trabajando de lleno en esto, sir Charles.

– Consígame una entrevista con el comisario de policía.

– No cambiará nada, sir Charles. Él…

Pero Charlie ya había cortado la comunicación.

– Estás loco -dijo Becky ayudando a su marido a hacer la maleta una hora después.

– Cierto -asintió Charlie-. Pero puede que ésta sea mi última oportunidad de continuar en posesión de mi empresa, y no estoy dispuesto a hacerlo por teléfono, sin contar que estamos a diecinueve mil kilómetros de distancia. Tengo que estar allí yo mismo, por lo menos para saber que he sido yo el que he fracasado, no una tercera persona.

– Pero ¿qué es exactamente lo que esperas descubrir cuando estés allí?

Charlie miró seriamente a su esposa.

– Sospecho que sólo la señora Trentham tiene la respuesta a eso.

Capítulo 44

Todo lo que necesitaba era una buena noche de sueño, pensaba Charlie treinta y cuatro horas más tarde al tocar tierra el vuelo 012 en el aeropuerto Kingsford Smith de Sidney, en un atardecer cálido y soleado. Una vez pasada la inspección de aduanas, fue recibido por un joven alto que se presentó como Trevor Roberts, el abogado recomendado por Harrison. Roberts vestía un traje beige de tela ligera. De complexión robusta, abundante cabello rojizo y tez aún más rojiza, Roberts tenía el aspecto de pasar sus sábados por la tarde en las pistas de tenis. Inmediatamente se hizo cargo del carrito con las maletas de Charlie y lo empujó con paso firme hacia la salida con el letrero «aparcamiento».

– No es necesario que lleve estas cosas al hotel -dijo mientras sostenía la puerta abierta para que pasara Charlie-, Déjelas en el coche.

– ¿Es ése un buen consejo legal? -preguntó Charlie ya sin aliento tratando de seguir el paso del joven.

– Ciertamente lo es, sir Charles, porque no tenemos tiempo que perder.

Se detuvieron en la acera y un chófer cargó el equipaje en el maletero mientras Charlie y el señor Roberts subían al asiento de atrás.

– El cónsul general británico lo invita a un cóctel en su residencia esta tarde a las seis, pero yo necesito que tome el último vuelo a Melbourne esta noche. Como sólo nos quedan seis días, no podemos permitirnos el lujo de desperdiciarlos en la ciudad equivocada.

Tan pronto revisó una gruesa carpeta y comenzó a escuchar los planes del joven abogado para los días siguientes, Charlie supo que le iba a gustar el señor Roberts. Charlie escuchaba atentamente todo lo que Roberts le iba diciendo, pidiéndole sólo de vez en cuando que le repitiera o explicara algo con más detalle, mientras trataba de acostumbrarse al estilo del señor Roberts, tan diferente de cualquier abogado que hubiera conocido en Inglaterra. Cuando le pidió al señor Harison que le buscara el joven abogado más listo de Sydney, jamás se imaginó que su viejo amigo iba a elegir a alguien de estilo tan distinto al suyo.

Mientras el coche se deslizaba por la autopista en dirección a la residencia del cónsul general, Roberts continuaba su detallado informe aguantando varias carpetas sobre sus rodillas.

– Sólo vamos a este cóctel con el cónsul general -explicó-, por si se presentara el caso en que necesitáramos ayuda para abrir puertas pesadas. Luego nos marchamos a Melbourne, porque cada vez que alguien de mi oficina encuentra algo que podría considerarse una pista, siempre parece acabar en el escritorio del comisario de policía de Melbourne. He concertado una entrevista para que vea al nuevo comisario por la mañana, pero como le he dicho, el señor Reed no se ha mostrado en absoluto dispuesto a colaborar con mi gente.

– ¿Eso por qué?

– Hace muy poco que está en el cargo e intenta demostrar desesperadamente que todo el mundo será tratado con imparcialidad, excepto los inmigrantes ingleses.

– ¿Qué problema tiene?

– Como todos los australianos de la segunda generación, odia a los británicos, o al menos hace como que los odia. -Roberts sonrió-. De hecho, creo que sólo hay un grupo de personas al que odia más.