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– ¿Los delincuentes?

– No. Los abogados -repuso Roberts-. De modo que ahora comprenderá por qué la suerte está en contra nuestra.

– ¿Ha logrado sacarle algo?

– No mucho. Lo más que ha estado dispuesto a revelar ya estaba en el registro público, a saber, que el veintisiete de julio de mil novecientos veintiséis Guy Trentham mató a su esposa en un arranque de furia, apuñalándola varias veces mientras ella se bañaba y manteniéndola bajo el agua después, para asegurarse de que no sobreviviría, página dieciséis de su carpeta. También sabemos que el veintitrés de abril de mil novecientos veintisiete lo colgaron por el asesinato, a pesar de varias súplicas de indulto al gobernador general. Lo que nos ha sido imposible descubrir es si le sobrevivió algún hijo. El Melbourne Age fue el diario que publicó el reportaje del juicio, y no menciona ningún hijo. Eso no es de extrañar, puesto que el juez podría haber prohibido tal referencia en el tribunal a no ser que aportara alguna luz sobre el crimen.

– ¿Pero y el nombre de soltera de la esposa? Eso sería un camino mejor a seguir.

– Esto no le va a gustar, sir Charles -dijo Roberts.

– ¿A ver?

– Su apellido era Smith, Anna Hellen Smith; por ese motivo nos concentramos en Trentham.

– Y hasta aquí no han conseguido ninguna pista firme.

– Me temo que no. Si hubo algún niño de apellido Trentham en Australia en esa época, ciertamente no hemos sido capaces de localizarle. Mi personal ya ha entrevistado a todos los Trentham que aparecen en el registro nacional, incluido uno de Coorabulka, una población de once habitantes a la que se tarda tres días en llegar, en coche y a pie.

– A pesar de todos sus esfuerzos, Roberts, pienso que aún quedan piedras por remover.

– Posiblemente -dijo Roberts-, Incluso llegué a preguntarme si tal vez Trentham se había cambiado el apellido cuando llegó a Australia, pero el comisario de policía pudo confirmar que el dosier que tenía en Melbourne lleva el nombre de Guy Francis Trentham.

– ¿De modo que si el apellido no cambió podría ser posible localizar algún hijo o hija?

– No necesariamente. Hace muy poco tuve en mis manos un caso de una clienta cuyo marido fue enviado a prisión. Ella tomó de nuevo su apellido de soltera y se lo puso a su hijo; llegó a demostrarme un sistema infalible por entonces para eliminar el apellido original de los registros. Además, teniendo en cuenta que en este caso nos enfrentamos a un niño o niña que pudo haber nacido en cualquier momento entre mil novecientos veintitrés y veinticinco, hay que pensar que la eliminación de sólo una hoja de papel podría haber bastado para borrar toda conexión que haya podido tener con Guy Trentham. Si ha ocurrido eso, encontrar a ese niño o esa niña en un país del tamaño de Australia sería como buscar la proverbial aguja en un pajar.

– Y sólo tengo seis días -dijo con dolor Charlie.

– No me lo recuerde -dijo Roberts en el momento en que el coche pasaba por las puertas de la residencia del cónsul general en Goldfield House, aminorando la velocidad a un ritmo más tranquilo por el camino de entrada.

– He asignado una hora para esta fiesta, no más -añadió el joven-. Todo lo que deseo del cónsul general es una promesa de que telefoneará al comisario de policía de Melbourne para pedirle que colabore cuanto le sea posible. Pero cuando yo diga que debemos marcharnos, sir Charles, quiere decir que debemos marcharnos.

– Entendido -dijo Charlie, sintiéndose nuevamente soldado raso desfilando por Edimburgo.

– Por cierto -exclamó Roberts-, el cónsul general es sir Oliver Williams. Sesenta y uno, ex oficial de la Guardia, procedente de un lugar llamado Turnbridge Wells.

Dos minutos después entraban al gran salón de baile de la Casa de Gobierno.

– Me alegro tanto de que haya podido venir, sir Charles -dijo un hombre alto elegantemente vestido con un traje a rayas de botonadura doble y corbata de la Guardia.

– Gracias, sir Oliver.

– ¿Y qué tal el viaje, amigo?

– Cinco escalas para cargar combustible y ningún aeropuerto que supiera servir una taza de té decente.

– Entonces le vendrá bien uno de éstos -sugirió sir Oliver ofreciéndole whisky doble que tomó hábilmente de una bandeja que pasaba-, Y pensar -continuó el diplomático- que pronostican que nuestros nietos podrán hacer todo el viaje de Sydney a Londres en un vuelo sin escalas en menos de un día. Sin embargo, la suya fue una experiencia mucho más agradable que lo que tuvieron que soportar los primeros colonizadores.

– Una pequeña compensación -a Charlie no se le ocurrió otra respuesta más adecuada mientras pensaba en el contraste entre el candidato del señor Harrison en Australia y el representante de la Reina.

– Cuénteme qué lo ha traído a Sydney -continuó el cónsul general-, ¿Hemos de suponer que el carretón más grande del mundo abrirá sus puertas en este lado del globo?

– No, sir Oliver. Se librarán de eso aquí. He venido en breve visita particular, con la intención de solucionar algunos asuntos familiares.

– Bueno, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle -dijo el anfitrión, tomando un vaso de ginebra de otra bandeja que pasaron- basta con que me lo haga saber.

– Muy amable de su parte, sir Oliver, porque en realidad necesito su ayuda en un pequeño asunto.

– ¿Y de qué se trata? -preguntó su anfitrión, mirando al mismo tiempo por encima del hombro de Charlie en dirección a unos invitados que llegaban tarde.

– Podría llamar por teléfono al comisario de policía de Melbourne y pedirle que colabore todo lo posible cuando yo le haga una visita mañana por la mañana.

– Considere hecha la llamada, amigo -dijo sir Oliver y se inclinó para estrechar la mano de un emir árabe-. Y no olvide, sir Charles, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, y con eso quiero decir lo que sea, basta con que me lo haga saber. Ah, monsieur l'ambassadeur, comment allez-vous?

De pronto Charlie se sintió agotado. Se pasó el resto de la hora tratando de mantenerse erguido mientras conversaba con diplomáticos, políticos y hombres de negocios, todos los cuales conocían por lo visto el carretón más grande del mundo. Finalmente una firme presión en el codo le recordó que ya se habían observado las reglas de cortesía, y que debía partir para el aeropuerto.

Durante el vuelo a Melbourne sólo fue capaz de permanecer despierto, aun cuando no siempre tenía los ojos abiertos. En respuesta a una pregunta de Roberts, confirmó que el cónsul general había accedido a telefonear al comisario de policía a la mañana siguiente.

– Pero no estoy seguro de que se haya dado cuenta de la importancia de ello.

– Entendido -dijo Roberts-. Entonces volveré a ponerme en comunicación con su oficina mañana a primera hora. No se conoce a sir Oliver precisamente por cumplir las promesas que hace en los cócteles. «Si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, amigo, y con eso quiero decir lo que sea…»

Charlie esbozó una soñolienta sonrisa.

En el aeropuerto de Melbourne les estaba esperando otro coche, y aunque le llevaron a toda velocidad, esta vez se quedó dormido y no despertó hasta que le sacaron del coche a las puertas del hotel Windsor unos veinte minutos más tarde. El director del hotel le condujo a una suite; tan pronto se quedó solo, se desvistió rápidamente, se duchó y se echó en la cama. A los pocos minutos estaba profundamente dormido. No obstante, a la mañana siguiente se despertó alrededor de las cuatro.

Las tres horas siguientes las pasó sentado en la cama apoyado en almohadas que no se mantenían quietas, repasando las carpetas de Roberts. Puede que el hombre no tuviera el aspecto ni la forma de hablar de Harrison, pero en cada página estaba impreso el mismo sello de perfección y esmero. Cuando por fin dejó caer al suelo la última página, tuvo que admitir que el bufete de Roberts había cubierto todos los flancos, sin dejar, además, la más mínima pista por seguir; su única esperanza residía ahora en el comisario de policía de Melbourne.