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– Ha sido usted muy amable -dijo Charlie poniéndose de pie. Se inclinó sobre el escritorio para estrecharle la mano al comisario-: Si alguna vez vuelve a Deptford, vaya a verme. Me sentiré encantado de llevarle a ver un verdadero equipo de fútbol.

Reed sonrió y continuó intercambiando anécdotas con Charlie mientras se encaminaban desde su despacho al ascensor. Una vez en la planta baja, el policía lo acompañó hasta las gradas de entrada del cuartel. Allí se estrecharon las manos y Charlie se reunió con Roberts que le esperaba en el coche.

– Muy bien, Roberts, al parecer tenemos trabajo.

– ¿Me está permitido hacerle una pregunta antes de comenzar, sir Charles?

– Adelante.

– ¿Qué le pasó a su acento?

– Lo reservo sólo para personas especiales, señor Roberts, la Reina, Winston Churchill, y cuando estoy atendiendo mi carretón. Hoy me pareció necesario añadir a mi lista al comisario de policía de Melbourne.

– Soy incapaz hasta de comenzar a pensar qué le diría usted de mí y de mi profesión.

– Le dije que usted era un boy scout presumido y demasiado bien pagado que esperaba que yo hiciera todo el trabajo.

– ¿Y él dio su opinión?

– Opinó que tal vez yo era demasiado moderado.

– No me cuesta creerlo -dijo Roberts-. ¿Pero logró sacarle alguna información nueva?

– Por cierto -repuso Charlie-. Hay una hija en algún lugar que fue bautizada como Margaret Ethel, pero nuestra única pista es que esa señora Trentham hizo una visita a Melbourne en mil novecientos veintiséis.

– Santo cielo -murmuró Roberts -. Usted ha logrado más en veinte minutos que yo en veinte días.

– Ah, pero yo tenía la ventaja de mis orígenes -dijo Charlie con una sonrisa-. Ahora bien, ¿dónde podría reposar su cansada cabeza una dama inglesa en esta ciudad por esa época?

– No es mi ciudad -admitió Roberts-, pero mi socio Neil Mitchell podría decírnoslo. Su familia se instaló en Melbourne hace más de cien años.

– ¿Qué esperamos, entonces?

Neil Mitchell frunció el ceño cuando su socio le hizo la pregunta.

– No tengo ni idea -confesó-, pero mi madre seguro que lo sabe. -Tomó el teléfono y comenzó a marcar-. Es escocesa de modo que intentará cobrarnos por la información.

Charlie y Roberts esperaron pacientemente junto al escritorio de Mitchell. Después de unos pocos preliminares propios de un hijo, éste hizo la pregunta y escuchó atentamente la respuesta.

– Gracias, madre; inestimable -dijo finalmente-. Te veo el fin de semana -añadió antes de colgar.

– ¿Bien? -preguntó Charlie

– Por lo visto el Victoria Country Club era el único lugar en los años veinte donde se habría alojado una persona de la alcurnia de la señora Trentham -dijo Mitchell-. En esa época Melbourne sólo tenía dos hoteles decentes y el otro era estrictamente para hombres en visita de negocios.

– ¿Existe aún el lugar? -preguntó Roberts.

– Sí, pero está bastante mal llevado actualmente. Lo que me imagino que sir Charles llamaría «sórdido».

– Entonces llame por teléfono y pida que le reserven una mesa para el almuerzo a nombre de sir Charles Trumper. Ponga énfasis en el sir Charles.

– Desde luego, sir Charles -dijo Roberts-. ¿Y vamos a emplear nuestro acento refinado en esta ocasión?

– No se lo puedo decir hasta haber medido a la oposición -dijo Charlie cuando regresaban al coche.

– Es irónico, si lo piensas -dijo Roberts mientras el coche entraba en la autopista.

– ¿Irónico?

– Sí. Si la señora Trentham se tomó todas estas molestias para borrar la existencia de su nieta de los registros, tuvo que haber empleado los servicios de algún abogado.

– ¿Entonces?

– Entonces tiene que haber un dossier enterrado en alguna parte de esta ciudad que nos diría todo lo que necesitamos saber.

– Es posible, pero una cosa es segura no tenemos el tiempo suficiente para desenterrarlo.

Cuando llegaron al Victoria Country Club se encontraron con el director del hotel que les esperaba en el vestíbulo para saludarles. Este condujo a su distinguido comensal a una mesa tranquila situada en una terraza cubierta. Grande fue la decepción de Charlie al descubrir lo joven que era.

Charlie escogió los platos más caros de la sección «a la carta» del menú, luego seleccionó una botella de Chambertin cosecha del 57. A los pocos minutos tenía a todos los camareros de la sala atendiéndole.

– ¿Y qué se propone esta vez, sir Charles? -preguntó Roberts, que se habría conformado con el menú del día.

– Paciencia, joven -dijo Charlie simulando desdén a la vez que trataba de cortar un trozo de cordero demasiado hecho con un cuchillo romo. Finalmente desistió y pidió helado de vainilla, confiado en que eso no lo harían tan mal. Cuando llegó el café, el camarero de mayor edad se acercó lentamente a la mesa a ofrecerles puros.

– Un Montecristo, por favor -dijo Charlie sacando un billete de una libra de su billetero y colocándolo frente al camarero. Éste abrió un antiguo humidor para que diera su aprobación-, ¿Lleva mucho tiempo aquí? -preguntó.

– Serán cuarenta años el mes que viene -dijo el camarero al tiempo que otro billete de una libra caía sobre el primero.

– ¿Tiene buena memoria?

– Me complace pensar que sí -repuso el camarero mirando los dos billetes.

– ¿Recuerda a una señora de apellido Trentham? Inglesa, remilgada, puede que haya estado un par de semanas o más, allá por mil novecientos veintiséis -dijo Charlie acercando los billetes hacia el anciano.

– ¿Recordarla? -exclamó el camarero-. Jamás la olvidaré. En aquel tiempo yo era aprendiz y ella no hacía otra cosa que quejarse todo el tiempo de la comida y del servicio. No podía beber otra cosa que agua, decía que no se fiaba de los vinos australianos y se negó a gastar dinero en los franceses; por eso siempre me mandaban a mí a atender su mesa. Al final del mes se marchó sin decir una palabra y ni siquiera me dio propina. Seguro que me acuerdo de ella.

– Eso describe muy bien a la señora Trentham -dijo Charlie-, ¿Pero llegó a saber para qué vino a Australia? -Sacó otro billete de su billetero y lo colocó sobre los otros.

– No tengo ni idea, señor -dijo tristemente el camarero-. Jamás hablaba con nadie en todo el día, y ni siquiera sé si el señor Sinclair-Smith podría saber la respuesta a su pregunta.

– ¿El señor Sinclair-Smith?

El camarero hizo un gesto por encima del hombro señalando a un caballero mayor sentado solo en una mesa en el rincón opuesto con una servilleta metida en el cuello de la camisa. Estaba muy atareado atacando un buen trozo de tarta a la Selva Negra.

– El actual propietario -explicó el camarero-. Su padre era la única persona con quien hablaba alguna vez la señora Trentham.

– Gracias -dijo Charlie-, ha sido usted muy amable. -El camarero se echó al bolsillo los tres billetes-. ¿Tendría usted la amabilidad de preguntarle al director si puedo hablar con él un momento?

– Por supuesto -dijo el anciano cerrando el estuche y alejándose a toda prisa.

– El director es demasiado joven para recordar…

– Abra bien los ojos, señor Roberts, y es posible que hasta aprenda uno o dos trucos que tal vez no le enseñaron en sus clases de contratos empresariales en la facultad de Derecho -dijo Charlie cortando la punta de su puro.

– ¿Ha preguntado por mí, sir Charles? -dijo el director acercándose a la mesa.

– Me agradaría saber si el señor Sinclair-Smith aceptaría acompañarme a beber algún licor -dijo Charlie entregándole al joven una de sus tarjetas.

– Se lo comunicaré inmediatamente, señor -repuso el director dirigiéndose en seguida a la otra mesa.