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– Es hora de que me espere en el vestíbulo nuevamente, Roberts -dijo Charlie-, porque sospecho que mi conducta durante la siguiente media hora podría ofender su sentido de ética profesional.

Miró hacia el otro extremo de la sala donde en ese momento el anciano estaba observando su tarjeta con atención. Roberts lanzó un suspiro y se marchó.

Una gran sonrisa apareció en las mofletudas mejillas del señor Sinclair-Smith. Se levantó de su silla y avanzó anadeando a reunirse con su visitante inglés.

– Sinclair-Smith -dijo con aflautado acento inglés extendiendo su flácida mano.

– Muy amable por acompañarme, amigo -dijo Charlie-. Sé reconocer a un compatriota en cuanto lo veo. ¿Se serviría un coñac?

El camarero desapareció a toda prisa.

– Muy amable de su parte, sir Charles. Espero que mi humilde establecimiento le haya ofrecido una comida tolerable.

– Excelente -contestó Charlie-, Pero es que me lo recomendaron -añadió dando una chupada a su cigarro alegremente.

– ¿Se lo recomendaron? -repitió Sinclair-Smith tratando de disimular su sorpresa-, ¿Puedo preguntarle quién?

– Mi vieja tía, la señora Trentham.

– ¡La señora Trentham! Cielo santo, no hemos visto a la querida señora desde los tiempos de mi difunto padre.

Charlie frunció el entrecejo a la vez que el anciano camarero reaparecía con dos copas de coñac grandes.

– Ella se encuentra bien, espero, sir Charles.

– Mejor que nunca -repuso Charlie-. Y deseaba que usted la recordara.

– Qué amable -contestó Sinclair-Smith agitando el coñac en la gran copa-, Y qué extraordinaria memoria la suya, porque yo era muy joven en ese tiempo, acababa de comenzar a trabajar en el hotel. Ella debe tener ahora…

– Más de noventa -completó Charlie-. Y en la familia aún no tenemos idea de cuál fue el motivo de su viaje a Melbourne -añadió.

– Ni yo -dijo Sinclair-Smith sorbiendo su coñac.

– ¿Usted nunca habló con ella?

– No, jamás. Aunque mi padre y su tía mantenían largas conversaciones, él jamás me contó de qué hablaban.

Charles trató de ocultar su frustración ante ese dato.

– Bueno, si usted no supo el motivo de su visita -dijo-, supongo que no quedará nadie vivo que lo sepa.

– Oh, yo no estaría tan seguro -dijo Sinclair-Smith-. Slade debe de saber, eso es, si es que no está ya completamente gagá.

– ¿Slade?

– Sí, un hombre de Yorkshire que trabajaba en el Club cuando estaba mi padre, en la época en que todavía teníamos un chófer fijo. En realidad, todo el tiempo que se alojó en el Club la señora Trentham siempre insistió en emplear los servicios de Slade. Decía que no quería que la llevara ningún otro.

– ¿Trabaja aquí aún? -preguntó Charlie lanzando una gran nube de humo.

– Cielo santo, no -contestó Sinclair-Smith-. Se retiró hace unos años. Ni siquiera sé si aún vive.

– ¿Viaja mucho a su país actualmente? -preguntó Charlie, convencido de haber obtenido la única información pertinente que esta particular fuente podía ofrecerle.

– La verdad es que no…

Durante los siguientes veinte minutos Charlie se mantuvo echado hacia atrás en su silla, disfrutando de su puro al tiempo que escuchaba hablar al señor Sinclair-Smith de todo, desde el fallecimiento del imperio hasta el lamentable estado del cricket inglés. Finalmente Charlie pidió la cuenta y el propietario se marchó deslizándose discretamente.

El anciano camarero arrastró sus pies hacia la mesa tan pronto vio aparecer sobre el mantel otro billete de una libra.

– ¿Se le ofrece algo, señor?

– Significa algo para usted el apellido Slade?

– ¿El viejo Walter Slade, el chófer del Club?

– El mismo.

– Se retiró hace unos años.

– Eso lo sé, pero ¿vive aún?

– Ni idea -dijo el camarero-. Lo último que supe de él fue que vivía en algún lugar por la región de Ballarat.

– Gracias -dijo Charlie y apagó el cigarro en el cenicero, sacó otro billete de una libra, y fue a reunirse con Roberts en el vestíbulo.

– Telefonee a su oficina inmediatamente -ordenó a su abogado-. Pídales que localicen a un tal Walter Slade, que debe estar viviendo en algún lugar llamado Ballarat.

Roberts se precipitó en dirección de un letrero que decía «teléfono», mientras Charlie se paseaba arriba y abajo del corredor rogando por que el hombre estuviera vivo. A los pocos minutos regresó su abogado.

– ¿Puedo saber qué se propone esta vez, sir Charles? -preguntó entregándole un papel con la dirección de Walter Slade escrita en letras mayúsculas.

– -Nada bueno, eso seguro -dijo Charlie leyendo el papel-. Para esto no le necesito a usted, joven amigo, pero sí necesitaré el coche. Nos veremos en la oficina a mi vuelta… y no sé a qué hora. -Le hizo un gesto de despedida al pasar por la puerta dejando a un perplejo Roberts solo en el vestíbulo.

Charlie le pasó el papel al chófer y éste miró la dirección.

– Pero eso queda casi a ciento cincuenta kilómetros -dijo el hombre mirando por encima del hombro.

– Entonces no tenemos un momento que perder, ¿verdad?

El conductor hizo arrancar el motor y salió del antepatio del club de campo. Pasó junto al campo de cricket de Melbourne, donde Charlie vio que alguien había conseguido 147 en dos turnos. Su primer viaje a Australia, pensó fastidiado, y no tenía tiempo para asistir al partido internacional. El viaje por la autopista norte duró otra hora y media, tiempo que empleó en considerar qué método debería emplear con el señor Slade, suponiendo que no estuviera, para citar a Sinclair-Smith, «completamente gaga». Después de pasar el letrero indicador de Ballarat, el conductor paró en una gasolinera. Una vez lleno el depósito, el encargado les orientó, y les llevó otros diez minutos ir a parar delante de una casita con terraza situada en una propiedad en decadencia.

Charlie saltó fuera del coche, recorrió un corto sendero cubierto de malas hierbas y llamó a la puerta. Esperó un momento y le abrió una anciana con delantal; llevaba un vestido color pastel que casi arrastraba por el suelo.

– ¿La señora Slade? -preguntó.

– Sí -replicó ella mirándole con desconfianza.

– ¿Me sería posible hablar un momento con su marido?

– ¿Para qué? -preguntó la anciana-. ¿Es usted de asistencia social?

– No, soy de Inglaterra -repuso Charlie-, Y le traigo a su marido un pequeño legado de parte de mi tía, la señora Trentham, que falleció no hace mucho.

– Oh, qué amabilidad -dijo la señora Slade-, Pase.

La anciana le guió hacia la cocina, donde vio a un anciano vestido con chaqueta de punto, una limpia camisa a cuadros y pantalones bombachos, dormitando en un sillón junto a la chimenea.

– Hay un hombre que ha venido desde Inglaterra especialmente para verte, Walter.

– ¿Qué? -dijo el hombre restregándose los ojos con sus huesudos dedos para ahuyentar el sueño.

– Un hombre que viene de Inglaterra -repitió su esposa-. Con un regalo de la señora Trentham.

– Soy demasiado viejo para llevarla en coche ahora -Sus cansados ojos se entrecerraron al mirar a Charlie.

– No, Walter, no lo entiendes. Es un familiar que ha venido desde Inglaterra con un regalo. Verás, ella murió.

– ¿Murió?

Ambos miraban ahora a Charlie con curiosidad y él sacó rápidamente su billetero, retiró todos los billetes que llevaba, y se los dio a la señora Slade.

Ella comenzó a contar los billetes lentamente mientras Walter Slade continuaba mirando fijamente a Charlie, haciéndole sentir tremendamente incómodo, parado allí en el limpísimo suelo de piedra.

– Ochenta y cinco libras, Walter -dijo, pasándole el dinero a su marido.

– ¿Por qué tanto? -preguntó-. ¿Y después de tanto tiempo?

– Usted le hizo un gran servicio -dijo Charlie-. Y ella simplemente deseaba compensarle.