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El anciano comenzó a mirar con sospecha a Charlie.

– Ya me pagó a su tiempo -dijo.

– Ya lo sé, pero…

– Y he mantenido cerrada la boca -añadió el anciano.

– Ése es sólo un motivo más para estarle agradecida -dijo Charlie.

– ¿Quiere decir que ha hecho un viaje desde Inglaterra sólo para pagarme ochenta y cinco libras? -preguntó el señor Slade-. Eso me parece absurdo, muchacho. -De pronto parecía mucho más despierto.

– No, no -dijo Charlie, notando que perdía la iniciativa-. He tenido que entregar un montón de otros legados antes de venir aquí, pero no me fue fácil encontrarle.

– No me extraña. Hace veinte años que dejé de conducir.

– Usted es de Yorkshire, ¿verdad? -dijo Charlie sonriendo-.

Reconocería ese acento en cualquier parte.

– Eh, muchacho, y usted es de Londres. Lo cual significa que no es de confianza. Así pues, ¿para qué ha venido a verme en realidad? Porque no fue para entregarme ochenta y cinco libras, eso seguro.

– No logro encontrar a la niñita que acompañaba a la señora Trentham cuando usted la llevó en coche -dijo Charlie arriesgando el todo por el todo-. Verá, le han dejado una gran herencia.

– Imagínate, Walter -dijo la señora Slade.

El rostro del señor Slade permaneció inmutable.

– En cierto modo es mi deber localizarla e informar a la dama de su buena fortuna.

La cara de Slade continuaba impasible mientras Charlie proseguía la lucha.

– Y pensé que usted era la persona que podría ayudarme.

– No, no le ayudaré -replicó Slade-, Y aún más, puede quedarse el dinero -añadió arrugando los billetes y arrojándoselos a los pies-, Y no se tome la molestia de aparecer por aquí de nuevo con sus falsas historias de fortunas. Acompaña a la puerta al caballero, Elsie.

La señora Slade se agachó y recogió cuidadosamente los billetes pasándoselos a Charlie. Cuando hubo entregado el último, condujo silenciosamente al desconocido hasta la puerta.

– Tenga la bondad de disculparme, señora Slade -le dijo Charlie-. No tenía la menor intención de ofender a su marido.

– Lo sé, señor -dijo ella-, Pero es que Walter ha sido siempre muy orgulloso. Dios sabe lo que hubiéramos podido hacer con el dinero.

Charlie sonrió y metió los arrugados billetes en el delantal de la anciana y se llevó rápidamente un dedo a los labios.

– Si usted no se lo dice, yo tampoco -le dijo. Con una leve inclinación de cabeza se dio media vuelta y se puso en marcha hacia el coche.

– Yo nunca vi a ninguna niñita -dijo ella con voz apenas audible. Charlie se detuvo en seco-. Pero Walter una vez llevó a una señora de mucha alcurnia a ese orfanato que está en Rose Hill en Melbourne. Lo sé porque yo estaba fuera en el jardín y él me lo dijo.

Charlie se volvió para darle las gracias, pero ella ya había cerrado la puerta y desaparecido dentro de la casa.

Charlie subió al coche sin un penique y con un solo nombre al que agarrarse, consciente de que, sin duda, el anciano podría haberle solucionado todo el misterio. Si no, habría dicho, «No, no lo sé», y no «No, no le ayudaré», cuando él se lo pidió.

Maldijo su estupidez varias veces durante el viaje de regreso a la ciudad.

– Roberts, ¿hay algún orfanato en Melbourne? -fueron sus primeras palabras al entrar a grandes zancadas en la oficina del abogado.

– El de Santa Hilda -dijo Neil Mitchell antes que su socio comenzada a pensar en la pregunta-. Sí, queda en algún sitio de Rose Hill. ¿Por qué?

– Ése es -dijo Charlie consultando su reloj -. Son algo así como las siete de la mañana, hora de Londres, y estoy algo cansado, así que me voy al hotel a dormir un poco. Mientras tanto necesito las respuestas a unas cuantas preguntas. Para empezar, necesito saber todo lo que se pueda averiguar sobre Santa Hilda, comenzando por los nombres de todos los miembros del personal que trabajaban allí entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos veintisiete, desde el director o directora hasta la última sirvienta. Y si aún queda alguien allí de esa época, hay que descubrirlo, porque deseo verla o verlas, y antes de veinticuatro horas.

Dos de los secretarios de la oficina de Mitchell habían comenzado a tomar nota a toda velocidad tratando de no perderse nada de lo que iba diciendo Charlie.

– También deseo saber los nombres de todas las niñitas registradas allí entre esos mismos años. Recuerden, buscamos a una niñita que no podía tener más de cuatro años en ese tiempo. Y cuando tengan todas las respuestas, despiértenme, sea la hora que sea.

Capítulo 45

A la mañana siguiente Trevor Roberts llegó al hotel de Charlie poco antes de las ocho y se encontró a su cliente instalado ante un buen desayuno de huevos, tomate, champiñones y bacon. Aunque a Roberts se le notaba cansando y sin afeitar, era portador de noticias.

– Nos hemos comunicado con la directora de Santa Hilda, una tal señora Culver, y no ha podido mostrarse más cooperativa -dijo Roberts y Charlie sonrió-. Resulta que entre esos años fueron registrados diecinueve niños en el orfanato, ocho niños y once niñas. De las once niñas ya sabemos que nueve no tenían uno de los progenitores vivo en ese tiempo. De estas nueve hemos logrado contactar con siete, cinco de las cuales tienen algún familiar vivo que podría atestiguar acerca de quiénes era sus padres, hay una cuyos padres murieron en accidente de coche, y la otra es originaria de aquí. Las dos que quedan han resultado más difíciles para seguirles la pista, de modo que pensé que tal vez le gustaría hacer una visita a Santa Hilda y examinar los archivos usted mismo.

– ¿Qué hay del personal del orfanato?

– Sólo ha sobrevivido una cocinera de ese período, y ella dice que nunca hubo ninguna niña de apellido Trentham ni parecido en Santa Hilda, y que no recuerda a ninguna Margaret. Nuestra última esperanza podría ser una tal señorita Benson.

– ¿Señorita Benson?

– Sí, era la directora en ese tiempo y ahora reside en un asilo muy exclusivo llamado Maple Lodge, al otro lado de la ciudad.

– No está nada mal, señor Roberts -dijo Charlie-. Pero ¿cómo se las arregló para conseguir que la señora Culver se mostrara tan dispuesta a colaborar en tan poco tiempo?

– Recurrí a esos métodos que supongo son más conocidos en la facultad de Derecho de Whitechapel que en la de Harvard, sir Charles.

Charlie lo miró burlón.

– Parece ser que en Santa Hilda están organizando una colecta para tener un minibús…

– ¿Un minibús?

– Que necesitan tanto en el orfanato para viajes…

– De modo que usted sugirió que yo…

– Podría tal vez colaborar con una rueda o dos si…

– Ellos a su vez podían tal vez…

– Colaborar. Exactamente.

– Aprende usted muy rápido, Roberts, debo reconocerlo.

– Y como no hay tiempo que perder, deberíamos salir hacia Santa Hilda de inmediato, para que pueda echar una mirada a esos archivos.

– Pero nuestra mejor apuesta seguramente será la señorita Benson.

– Estoy de acuerdo con usted, sir Charles. Y he programado una visita para esta tarde, tan pronto terminemos en Santa Hilda. Por cierto, cuando la señorita Benson era la directora, se la conocía por el apodo «El Dragón», no sólo por los niños, sino también por el personal, de modo que no tengo motivos para pensar que se mostrará más dispuesta a colaborar que Walter Slade.

Cuando llegaron al orfanato, Charlie fue recibido en la puerta por la directora. La señora Culver llevaba un elegante vestido verde que mostraba indicios de haber sido planchado hacía poco. Evidentemente, la señora había decidido tratar a su benefactor en potencia como si de Nelson Rockefeller se tratara, porque lo único que faltaba era una alfombra roja de la puerta al estudio.

Al entrar Charlie y Trevor Roberts en la habitación se pusieron de pie los dos jóvenes abogados que se habían pasado toda la noche revisando los archivos, informándose de todo lo que había que saber sobre horarios de dormitorio, imposiciones de obediencia, deberes en la cocina, méritos y mala conducta.