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– No. Tendrá simplemente que tocar de oído y esperar a que ella esté dispuesta a colaborar. Aunque Dios sabe qué acento tendrá que sacarse de la manga esta vez, sir Charles.

A los pocos minutos pasaron por dos imponentes puertas de hierro forjado y continuaron por un largo camino de entrada bajo los árboles que los llevó a una gran mansión de comienzos de siglo, situada en terrenos particulares.

– Esto no tiene aspecto de ser barato.

– Exacto -dijo Roberts-, Y lamentablemente no parecen tener necesidad de un minibús.

El coche se detuvo ante una pesada puerta de roble, Trevor saltó fuera del coche y esperó hasta que Charlie se le reuniera para tocar el timbre.

No tuvieron que esperar mucho rato antes de que una enfermera joven abriera la puerta y los escoltara por un corredor embaldosado y brillantemente pulcro hasta la oficina de la supervisora.

La señora Campbell vestía el típico uniforme azul almidonado, con cuello y puños blancos de su profesión. Dio la bienvenida a Charlie y Trevor Roberts con un áspero y duro acento escocés; y si no hubiera sido por el ininterrumpido sol que entraba por la ventana, se le habría podido disculpar a Charlie la ocurrencia de que la supervisora aún no se enteraba de que no estaba en Escocia.

Después de las presentaciones, la señora Campbell preguntó en qué podía servirlos.

– Esperaba que nos autorizara para conversar con una de sus residentes.

– Naturalmente, sir Charles. ¿Puedo saber a quién desea ver?

– A una señorita Benson -explicó Charlie-. Verá usted…

– Ay, sir Charles, ¿no lo ha sabido usted?

– ¿Sabido?

– Sí. La señorita Benson murió la semana pasada. De hecho, la enterramos el jueves.

Por segunda vez en el día le flaquearon las piernas a Charlie y Trevor Roberts se apresuró a tomarle por el codo y guiarlo hacia la silla más cercana.

– Oh, cuánto lo siento -dijo la supervisora-. No tenía idea de que fuera usted un amigo tan íntimo. -Charlie no dijo nada-. ¿Y ha hecho usted todo el viaje desde Londres especialmente para verla?

– Sí -contestó Trevor Roberts en voz baja-. ¿Recibió alguna otra visita de Inglaterra la señorita Benson este último tiempo?

– No -repuso sin vacilar la supervisora-. Recibía muy pocas visitas al final. Una o dos de Adelaida, pero jamás a nadie de Gran Bretaña -añadió con tono algo afilado.

– ¿Y alguna vez le mencionó a usted a una persona llamada Cathy Ross o Margaret Trentham?

La señora Campbell meditó profundamente durante un momento.

– No -dijo finalmente-. Al menos, jamás, que yo recuerde.

– Entonces, creo que deberíamos marcharnos, sir Charles, ya que no tiene ningún sentido que hagamos perder más tiempo a la señora Campbell.

– Sí -repuso en voz baja Charlie-, Y gracias, supervisora.

Roberts lo ayudó a ponerse de pie y la señora Campbell los acompañó por el corredor hacia la puerta de la calle.

– ¿Ha de regresar pronto a Gran Bretaña, sir Charles? -preguntó ella.

– Sí, posiblemente mañana.

– ¿Sería mucha molestia si le pidiera que echara al correo una carta cuando esté en Londres?

– Será un placer -dijo Charlie.

– No lo hubiera molestado con esto en circunstancias normales -dijo la supervisora-, pero como tiene que ver directamente con la señorita Benson…

Los dos hombres se detuvieron en seco y se quedaron mirando a la remilgada dama escocesa.

– No es que desee sencillamente ahorrarme los sellos, sir Charles, comprenda usted, que es de lo que todo el mundo nos acusa. En realidad se trata exactamente de lo contrario, porque todo lo que deseo es una rápida devolución a favor de los benefactores de la señorita Benson.

– ¿Los benefactores de la señorita Benson? -dijeron al unísono Charlie y Roberts.

– Sí -dijo la supervisora irguiéndose en toda su altura de un metro cincuenta y cinco centímetros -. En Maple Lodge no tenemos la costumbre de cobrar a los residentes que han muerto, señor Roberts. Al fin y al cabo, como estoy segura de que usted estará de acuerdo, eso sería deshonesto.

– Ciertamente lo sería, supervisora.

– Por tanto, aunque insistimos en que se paguen tres meses por adelantado, también devolvemos el dinero cuando muere un residente. Después de que todas las facturas que quedan han sido cubiertas, usted me comprende.

– Lo comprendo -dijo Charlie mirando a la supervisora, con una luz de esperanza en sus ojos.

– De modo que si tienen la amabilidad de esperar un momentito, iré a buscar la carta a mi oficina.

Se volvió y caminó de regreso a su oficina a unos pocos metros más allá por el corredor.

– Comience a rezar -dijo Charlie.

– Ya he comenzado -repuso Roberts.

A los pocos minutos regresó la señora Campbell con un sobre que entregó a la custodia de Charlie. En enérgica letra caligráfica se leía en el sobre:

Director de Coutts & Company

The Strand

London WC2

– Espero realmente que mi pedido no le resulte demasiado oneroso, sir Charles.

– Es un gran placer para mí que lo haya recordado, señora Campbell -le aseguró Charlie, despidiéndose de la supervisora.

Una vez de vuelta en el coche Roberts dijo:

– Sería muy poco ético de mi parte aconsejarle sobre si debe o no abrir esa carta, sir Charles. Sin embargo…

Pero Charlie ya había rasgado el sobre y estaba sacando su contenido.

Un cheque por 92 libras acompañaba la detalladísima factura por los años de 1953 a 1964: un completo y definitivo final de la cuenta de la señorita Mavis Benson.

– Dios bendiga a los escoceses y a su puritana educación -dijo Charlie cuando vio a nombre de quién estaba extendido el cheque.

Capítulo 46

– Si se diera prisa, sir Charles, aún tendría tiempo de coger el primer vuelo -dijo Trevor Roberts cuando el coche entraba en el antepatio del hotel.

– Entonces me daré prisa -dijo Charlie-. Ya que me gustaría estar de vuelta en Londres lo antes posible.

– De acuerdo, yo me encargaré de la cuenta del hotel y luego telefonearé al aeropuerto para ver si pueden cambiar su pasaje.

– Muy bien. Aunque tengo un par de días disponibles, hay todavía algunos cabos sueltos que atar en Londres.

Charlie había saltado del coche antes de que el chófer alcanzara a abrirle la puerta, y se precipitó hacia su habitación; rápidamente metió sus cosas dentro de la maleta. Estuvo de vuelta en el vestíbulo a los doce minutos, pagó la cuenta y a los quince minutos ya se dirigía hacia la puerta. El conductor no sólo estaba esperándole, sino que además tenía abierta la puerta del maletero.

Una vez cerrada la tercera puerta, el conductor aceleró por el antepatio del hotel y lanzó el coche por la vía rápida en dirección a la autopista.

– ¿Pasaporte y pasaje? -dijo Roberts.

Charlie sonrió y sacó ambas cosas de un bolsillo interior como un niño que comprueba su lista.

– Muy bien, ahora no nos queda más que esperar que lleguemos a tiempo al aeropuerto.

– Ha hecho usted maravillas -dijo Charlie.

– Gracias, sir Charles -dijo Roberts-. Pero ha de comprender que aunque ha reunido gran cantidad de pruebas para confirmar su caso, la mayor parte de ellas son como mucho circunstanciales. Aunque usted y yo podamos estar convencidos de que Cathy Ross es, de hecho Margaret Ethel Trentham, estando en su tumba la señorita Benson y siendo la señorita Ross incapaz de recordar los detalles concernientes a este asunto, no hay forma de saber si un tribunal fallaría a su favor.

– Tiene razón en lo que dice -repuso Charlie-, pero al menos ahora cuento con algo. Hace una semana no tenía nada.

– Es cierto. Y después de haberlo visto actuar durante estos días, me inclinaría a concederle más de un cincuenta por ciento de suerte. Pero, haga lo que haga, no deje ese cuadro fuera de su punto de mira: es tan convincente como cualquier huella digital. Y procure mantener en todo momento esa carta de la señora Campbell en lugar seguro hasta que pueda sacarle copia. Encárguese también de que el original se envíe a Coutts. No nos hace ninguna falta que ahora lo arresten por robar noventa y dos libras. Ahora bien, ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer yo por usted en este extremo del mundo?