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– Sí, podría intentar obtener una declaración escrita de Walter Slade en que reconozca que llevó a la señora Trentham y a una niñita llamada Margaret a Santa Hilda y que después volvieron sin ella. También podría tratar de hacerle concretar una fecha.

– Puede que eso no resulte fácil después de su experiencia -sugirió Roberts.

– Bueno, al menos inténtelo. Luego vea si puede descubrir si la señorita Benson recibió otros pagos de la señora Trentham antes de mil novecientos cincuenta y tres, y si fuera así, las cantidades y las fechas. Sospecho que ha estado recibiendo giros bancarios trimestrales durante más de treinta y cinco años, lo cual explicaría que haya podido acabar sus días en ese relativo lujo.

– De acuerdo, pero una vez más, eso es algo enteramente circunstancial, y ciertamente no hay forma alguna de que un banco me permita investigar la cuenta personal de la señorita Benson.

– ¡Desgraciadamente! Pero la señora Culver sí podría decirle lo que ganaba la señorita Benson cuando era directora, y si daba la impresión de que vivía mejor de lo que podía permitirse con su salario. Y después de todo, siempre puede averiguar qué otra cosa necesita Santa Hilda aparte de un minibús.

Roberts comenzó a tomar notas mientras Charlie seguía desgranando una serie de otras sugerencias.

– Si logra convencer a Slade y demostrar que hubo pagos hechos a la señorita Benson, entonces me podría encontrar en posición firme para pedirle a Nigel Trentham que explicara por qué su madre era tan entusiasta benefactora de la directora de un orfanato situado en el otro lado del globo, y si esto no se debía a la hija de su hermano.

– Haré lo que pueda -prometió Roberts-, Si consigo algo me comunicaré con usted a su regreso a Londres.

– Gracias -dijo Charlie-, ¿Y hay algo que yo pueda hacer por usted?

– Sí, sir Charles. ¿Sería tan amable de transmitir mis mejores deseos a tío Ernest?

– ¿Tío Ernest?

– Sí, Ernest Harrison.

– Qué buenos deseos, ni un jamón. Lo denunciaré al Colegio de Abogados.

– ¿Por qué?

– Por nepotismo.

– Cierto. Pero eso todavía no es delito. Mi madre fue igual de culpable. Tuvo tres hijos, los tres abogados; los otros dos le representan a usted ahora en Perth y en Brisbane.

El coche se detuvo junto al bordillo delante del terminal aéreo de Qantas. De un salto el conductor bajó del coche y sacó el equipaje del maletero mientras Charlie corría hacia el mostrador de facturación de equipaje y pasajes. Robert le seguía a un metro con el cuadro de Cathy a cuestas.

– Sí -dijo la chica del mostrador-. Aún está a tiempo de tomar el primer vuelo a Londres. Pero vamos a cerrar las puertas dentro de pocos minutos.

Charlie soltó un suspiro de alivio y se volvió para despedirse de Trevor Roberts, a tiempo que el conductor llegaba con su maleta y la colocaba para pesarla.

– Maldición -exclamó Charlie-, ¿Me puede dejar diez libras?

Roberts sacó los billetes de su billetero y Charlie rápidamente se las pasó al conductor que se tocó el gorro en saludo y volvió al coche.

– ¿Cómo puedo comenzar siquiera a agradecerle? -dijo a Trevor Roberts al estrecharle la mano.

– Agradézcaselo a tío Ernest, no a mí -dijo Roberts.

Cuando el avión despegó, con diez minutos de retraso, Charlie se acomodó en su asiento y, con el conocimiento adquirido en esos tres días, trató de comenzar a armar las piezas. Le parecía lógica la teoría de Roberts de que no había sido una coincidencia que Cathy hubiera ido a trabajar a Trumper's. Seguramente había descubierto alguna conexión entre ellos y los Trentham, aunque no se le ocurría cuál podría ser esa conexión ni por qué Cathy no se lo había dicho a ellos. ¿Decírselo a ellos…? ¿Qué derecho tenía él para criticar? Si él se lo hubiera dicho a Daniel, quizá el chico aún estaría vivo. Porque una cosa era cierta: Cathy no podía haber sabido que Daniel era su hermanastro, aunque ahora temía que la señora Trentham lo hubiera descubierto y dado a conocer a su nieto la horrible verdad.

– Maldita mujer -dijo en voz alta.

– ¿Cómo, señor? -dijo la señora de edad mediana que ocupaba el asiento vecino.

– Oh, lo siento -dijo Charlie-. No me refería a usted.

Volvió a su meditación. De alguna forma tiene que haber dado con la verdad la señora Trentham. Pero ¿cómo? ¿Habría ido a verla a ella también Cathy? ¿O sería simplemente el anuncio de su compromiso en The Times lo que puso sobreaviso a la señora Trentham de una unión ilegal de la cual los implicados no tenían conocimiento? Fuera cual fuese la razón, Charlie comprendió que sus posibilidades de armar toda la historia eran bastante remotas ahora, ya que Daniel y la señora Trentham descansaban en sus tumbas y Cathy era incapaz de recordar lo que le había sucedido antes de llegar a Inglaterra.

Era irónico, pensó Charlie, que la mayor parte de lo que había descubierto en Australia había estado todo el tiempo guardado en una carpeta en el número 1 de Chelsea Terrace, con la etiqueta «Cathy Ross, solicitud de empleo». Pero no el eslabón perdido. «Descúbralo -había dicho Roberts-, y podrá probar su caso.» Charlie movió la cabeza asintiendo.

Últimamente Cathy había logrado recordar algo de su pasado, pero nada importante. El doctor Miller continuaba aconsejando a Charlie no presionarla, ya que en cualquier momento era posible una recaída. Pero ¿podría presionarla ahora que tenía que salvar Trumper's? Decidió que una de las primeras llamadas que haría tan pronto el avión tocara suelo inglés sería al doctor Miller.

– Les habla el capitán -dijo una voz por el altavoz-. Lamento tener que comunicarles que nos hemos encontrado con un leve problema técnico. Aquellos de ustedes sentados al lado derecho del avión podrán ver que he apagado el motor de estribor. Puedo asegurarles que no hay motivo para angustiarse ya que aún tenemos tres motores funcionando a pleno rendimiento, y en todo caso este avión está preparado para completar cualquier etapa del viaje con un solo motor -Charlie se alegró de esto último-. Sin embargo -continuó el capitán-, para mantener la seguridad del pasaje, es norma de la compañía, cuando se localiza un desperfecto de este tipo, aterrizar en el aeropuerto más cercano, con el fin de repararlo inmediatamente. -Charlie frunció el ceño-. Como aún no hemos llegado a la mitad de la etapa del viaje a Singapur, del control de tráfico aéreo me aconsejan que volvamos a Melbourne de inmediato.

Un coro de lamentos se elevó en el avión. Charlie comenzó a calcular el tiempo que le quedaba disponible antes que fuera de necesidad estar en Londres; entonces recordó que el avión en que había hecho su reserva originalmente aún estaba por salir de Melbourne esa noche a las ocho.

Se quitó el cinturón de seguridad, sacó el cuadro de Cathy del compartimiento para bolsos y se trasladó al asiento más próximo a la puerta de salida en el compartimiento de primera clase, concentrado ahora en el problema de volver a encontrar pasaje en el BOAC que salía a Londres.

El vuelo Qantas 102 tomó tierra en Melbourne pasados siete minutos de las siete. Charlie fue el primero en bajar del avión, corriendo al máximo de su capacidad, pero la dificultad de cargar el cuadro de Cathy bajo el brazo lo retrasó con respecto a otros pasajeros que lo adelantaron, ciertamente con la misma idea en mente. Sin embargo, logró ocupar el puesto número once en la cola junto al mostrador. Uno a uno la cola se fue acortando a medida que los que estaban delante encontraban asiento. Pero cuando le tocó su turno sólo pudieron ofrecerle quedar en la lista de espera en caso de que hubiera asiento disponible. A pesar de suplicar desesperadamente ante un funcionario de la BOAC no consiguió nada: había otros pasajeros que consideraban igualmente importantes sus motivos para estar en Londres.