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Se dirigió lentamente al mostrador de Qantas en donde le informaron que el avión del vuelo 102 había de permanecer en tierra para reparar motores y que no despegaría hasta la mañana siguiente. A las ocho cuarenta observó despegar de la pista, sin él, al BOAC Comet en que había tenido originalmente su billete.

A todos los pasajeros se les encontró alojamiento por una noche en uno de los hoteles del aeropuerto local y luego se les cambiaron los billetes para un vuelo a las diez veinte de la mañana siguiente.

Charlie estuvo en pie de regreso al aeropuerto dos horas antes de la hora en que saldría el avión, y cuando anunciaron el vuelo él fue el primero en embarcar. Si todo iba según lo programado, calculó, aún tocarían tierra en Heathrow el viernes por la mañana temprano y dispondría de un día y medio antes que se cumpliera el plazo de los dos años impuesto por si Raymond.

Lanzó su primer suspiro de alivio cuando el avión despegó, el segundo cuando pasaron la mitad de la etapa a Singapur, y el tercero cuando aterrizaron en el aeropuerto Changi antes de la hora prevista.

Charlie bajó del avión pero sólo a estirar las piernas. Enseguida estuvo instalado y atado en su asiento dispuesto para el despegue una hora después. La segunda etapa, de Singapur a Bangkok, aterrizó en el aeropuerto Don Muang con sólo treinta minutos de retraso, pero el avión permaneció estacionado en la pista más de una hora. Después se les explicó que estaban escasos de personal en control de tráfico aéreo. A pesar del retraso, Charlie no estaba demasiado preocupado, lo cual no impedía que mirara su reloj semideportivo cada cinco minutos. Despegaron con una hora de retraso respecto al horario previsto.

La siguiente escala fue en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi. Allí comenzó otra hora de pasearse por las tiendas duty free mientras el avión cargaba combustible, aburrido ya de ver los mismos relojes, perfumes y joyas que se vendían a los inocentes pasajeros en tránsito a precios que él bien sabía aún estaban aumentados en un cincuenta por ciento. Cuando transcurrió la hora y aún no habían avisado para volver a embarcar, Charlie se acercó a Información a preguntar la causa del retraso.

– Al parecer hay problemas con la tripulación de relevo para esta etapa del viaje -le dijo una joven detrás del mostrador de Información General-. No han completado las veinticuatro horas de descanso estipuladas por las normas de la IATA.

– ¿Cuánto han descansado?

– Veinte horas -repuso la chica algo azorada.

– ¿Eso significa que estaremos clavados aquí otras cuatro horas?

– Me temo que sí.

– ¿Dónde está el teléfono más próximo? -preguntó Charlie sin intentar siquiera ocultar su irritación.

– En el rincón de allá, señor -dijo la chica señalando a la derecha.

Charlie se puso en la cola y cuando llegó su turno logró comunicar con la operadora dos veces, con Londres una vez, pero con Becky nunca. Cuando por fin embarcó en el avión nuevamente sin haber logrado nada, se sentía agotado.

– Les habla el capitán Matthews. Lamentamos el retraso de este vuelo -dijo el piloto con voz apaciguadora-. Espero que esta tardanza no les haya creado demasiadas dificultades. Por favor, abróchense los cinturones de seguridad y prepárense para el despegue. Tripulación de vuelo coloque el cierre automático a las puertas de la cabina.

Rugieron los motores a reacción y el avión avanzó lentamente antes de tomar velocidad por la pista. De pronto Charlie se sintió lanzado hacia adelante con un frenazo y el avión se detuvo con un chirriar de frenos a unos cientos de metros del final de la pista.

– Les habla el capitán. Lamento tener que comunicarles que las bombas hidráulicas que elevan y bajan el tren de aterrizaje al despegar y al tomar tierra indican rojo en el tablero de control, y no estoy dispuesto a arriesgar el despegue. Por lo tanto, tenemos que volver a nuestro punto de partida en la pista y pedir a los ingenieros locales que reparen el fallo lo más pronto que sea posible. Gracias por su comprensión.

Lo que preocupó a Charlie fue la palabra «locales».

Una vez desembarcado del avión corrió de mostrador en mostrador de las distintas líneas aéreas para ver si había algún vuelo a cualquier lugar de Europa que saliera esa noche de Nueva Delhi. Muy pronto descubrió que no salía ningún avión hacia el norte hasta la mañana siguiente. Comenzó a rogar por la velocidad y eficiencia de los ingenieros indios.

Se instaló en la sala de espera, hojeando revista tras revista y bebiendo bebida tras bebida sin alcohol, en espera de cualquier información que le diera luz sobre el destino del vuelo 107. Lo primero que captó fue la novedad de que habían enviado a buscar al ingeniero jefe.

– ¿A buscar? -preguntó-, ¿Qué significa eso?

– Le hemos enviado un coche -le explicó el sonriente funcionario del aeropuerto.

– ¿Un coche? -exclamó Charlie-, Pero ¿por qué no se encuentra aquí en el aeropuerto cuando se lo necesita?

– Es su día libre.

– ¿Y no tienen aquí otros ingenieros?

– No para un trabajo de esta magnitud -confesó el zarandeado empleado.

Charlie se golpeó la frente con la palma de la mano.

– ¿Y dónde vive el ingeniero jefe?

– En algún lugar de Nueva Delhi -fue la respuesta-. Pero no se preocupe, señor, lo tendremos aquí antes de una hora.

El problema con este país, pensó Charlie, es que te dicen exactamente lo que deseas oír.

Por alguna razón el mismo empleado fue incapaz de explicarle después por qué les había llevado dos horas localizar al ingeniero jefe, otra hora para traerlo al aeropuerto y otros cincuenta minutos más para que el ingeniero descubriera que necesitaba todo un equipo de tres ingenieros cualificados que acababan de terminar su jornada por esa noche.

Un viejo y desvencijado bus trasladó a todos los pasajeros del vuelo 107 al hotel Taj Mahal en el centro de la ciudad. Allí, sentado en su cama, Charlie se pasó la mayor parte de la noche intentando comunicarse con Becky. Cuando finalmente lo consiguió, la comunicación se cortó antes de que alcanzara a decirle quién era. No se molestó en continuar intentándolo y se durmió.

A la mañana siguiente, cuando el bus los dejó de vuelta en el aeropuerto, allí estaba para recibirlos el empleado del aeropuerto con la misma sonrisa todavía en su lugar.

– El avión saldrá a la hora -prometió.

A la hora, pensó Charlie; en circunstancias normales se habría echado a reír.

Una hora más tarde despegó el avión. Charlie preguntó al sobrecargo a qué hora estaba previsto aterrizar en Heathrow; la respuesta fue que en algún momento del sábado a media mañana: era difícil ser exactos.

Cuando el avión hizo otra escala fuera de programa en Roma el sábado por la mañana, Charlie telefoneó a Becky desde el aeropuerto Leonardo da Vinci. Ella no alcanzó ni a abrir la boca.

– Estoy en Roma -dijo él-, y necesitaré a Stan para que vaya a recogerme a Heathrow. Como no puedo saber a qué hora llegará el avión, dile que salga hacia el aeropuerto ahora mismo y que se siente a esperar. ¿De acuerdo?

– Sí -dijo Becky.

– También necesitaré a Harrison en su oficina, de modo que si ya ha desaparecido para pasar el fin de semana en el campo, pídele que deje todo y vuelva a Londres.

– Pareces algo molesto, cariño.

– Lo siento -dijo él-. No ha sido éste el más relajado de los viajes.

Con el cuadro bajo el brazo y sin interesarse por cuál sería el problema del avión esta vez ni dónde acabaría su maleta, tomó el primer vuelo europeo disponible para Londres esa tarde. Una vez en el aire, comenzó a consultar su reloj cada diez minutos. A las ocho de la noche el piloto cruzó el canal de la Mancha y Charlie se sintió confiado: aún le quedaban cuatro horas, tiempo más que suficiente para reivindicar los derechos de Cathy, siempre que Becky hubiera logrado localizar a Harrison.